La tienda de los horrores – Suave como visón

Publicado el 19 mayo 2012 por 39escalones

Desde Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), la estrella de Cary Grant fue apagándose poco a poco. Tras veinticinco años en lo más alto del panorama de Hollywood caracterizando una y otra vez al galán de galanes por antonomasia, la inexorable huella de la edad dificultaba ya su identificación por parte del público con los atractivos, aventureros, alocados y descacharrantes personajes de sus screwball de juventud y de los elegantes y heroicos caballeros de su madurez, al mismo tiempo que afectaba a la verosimilitud de ciertas actitudes y comportamientos de sus caracteres en la pantalla. Esta autoconciencia de que su indiscutible hueco en el cine del sistema de estudios empezaba a faltarle llevó a Grant a un espaciamiento cada vez mayor de sus apariciones en películas durante los años sesenta, hasta un retiro prematuro que le libró de tener que reinventarse en la vejez, como hicieron muchos otros intérpretes del periodo clásico, exiliándose en proyectos menores de cine de catástrofes o en series de televisión de bajo perfil durante los setenta. La lenta pero súbita caída de Grant tuvo celebrados repuntes, como Página en blanco (The grass is greener, 1960) o Charada (Charade, 1963), ambas dirigidas por Stanley Donen, pero otros de sus trabajos dejaron a las claras que su época en el cine había pasado, si bien resultando siempre la presencia y la interpretación de Cary Grant lo mejor de ellos: es el caso de Apartamento para tres (Walk don’t run, Charles Walters, 1966) o esta Suave como visón (That touch of mink, Delbert Mann, 1962).

De muy muy decepcionante puede calificarse esta presunta comedia de leve temática sexual protagonizada por Grant y una Doris Day rebozada y regocijada en la etapa más insoportable de su carrera. Como de costumbre, Doris Day interpreta a una provinciana reprimida, timorata y palurda cuyo principal -y único- proyecto de felicidad es encontrar al amor de su vida, fundar un hogar y procrear montones de hijos. Por este orden, por supuesto, porque de sexo, hasta que pasen por la vicaría, nada de nada. No se trata de una excentricidad aislada, porque Cathy, el personaje que interpreta Doris Day, vive en un apartamento de Nueva York alquilado a medias con Connie (Autrey Meadows), otra que tal baila. Juntas viven en algo así como en una eterna edad del pavo, como si a su ya más que madurez -la actriz era ya cuarentona- compartieran todavía acampada en el colegio, cuarto en el instituto o residencia en la universidad. Todo cambia cuando un día de lluvia el cochazo de un millonario elegante y apuesto, Philip Shayne (Cary Grant, obviamente) salpica de barro el abrigo de Cathy cuando se dirige a una entrevista de trabajo. Por supuesto, esto no es más que el principio de una historia que, transitando por distintos marcos de lujo y distinción, consiste en las distintas maniobras de Philip para desvirgar a la rubia y en la resistencia y maquinación de la mujer para conseguir que el ricachón trague con la ceremonia matrimonial como peaje imprescindible para acceder a ello. Por supuesto, este planteamiento encierra un concepto retrógado de las relaciones humanas en todos los sentidos, así como una trampa argumental, ya que, en el fondo, el comportamiento de Cathy es casi casi prostitución, pero el guión de Stanley Shapiro consigue convenientemente almibararlo todo de sentimentalismo barato y comedia hueca a fin de quitarle tremendismo y de convertir el puro sexo en historia de amor de algodón de azúcar.

Delbert Mann se apunta uno de los tantos más bajos de su carrera, nada que ver con Marty (1955) ni con Mesas separadas (Separate tables, 1958), y el trabajo de Stanley Shapiro resulta muy inferior incluso al realizado en otras presuntas comedias irritantes de Doris Day también escritas por él, como Confidencias a medianoche (Pillow talk, Michael Gordon, 1959) o Pijama para dos (Lover come back, Delbert Mann, 1961). Tampoco es el punto más alto de la carrera de Doris, aunque su punto más alto no destaque tampoco demasiado por encima de su trabajo en esta cinta, y, desde luego, el trabajo de Cary Grant, por más que consiga dotar, como no puede ser de otra manera, a su personaje de su característico carisma personal y su elegancia innata, termina abundando casi en la auto parodia habitual de sus últimos trabajos en la pantalla, muy lejos del lugar de honor que la historia del cine le deberá siempre. La película resulta fallida en casi todas sus líneas, resultando con diferencia lo más notorio, para mal, el hecho de que un sesentón Cary Grant y una cuarentona resulten tan profundamente ridículos perdiendo el tiempo en una trama de aire más propio de la adolescencia en torno a las incertidumbres coitales. El conflicto amoroso-sexual queda agotado ya desde el primer encuentro del dúo protagonista, resultando el resto de los noventa y nueve minutos de metraje un mero ejercicio de reiteración carente de subtramas y de personajes secundarios de empaque (a excepción de Gig Young)  que ayuden a equilibrar, a complementar narrativamente o a acrecentar perspectivas o temas que contribuyan a hacer más rico y complejo el desarrollo y el ritmo de la historia. Tampoco funciona el tan manido asunto de la lucha de sexos con trasfondo sentimental, temática ya agotada en los años sesenta y cada vez más alejada de la realidad de la sociedad norteamericana de aquellos años, en este caso debido principalmente a una situación de conflicto demasiado esquemática y plana, y a unos diálogos pobres, facilones, sin la agudeza y el brillo del mejor tiempo de la screwball. Las frases de diálogo más acertadas y las situaciones más lúcidas de la película tienen lugar en las interacciones de Philip con sus compañías masculinas, es decir, cuando Doris Day no está en pantalla, lo cual resulta un triste bagaje para una historia con protagonista femenina. Por último, el retrato pobre y escaso que la película hace de ciertos rituales y costumbres de apareamiento de cierta sociedad norteamericana queda muy alejado en profundidad y lucidez de la maestría, la audacia y la sabiduría de grandes obras maestras del ramo como El apartamento (The apartment, Billy Wilder, 1960), mientras que los momentos de locura hubieran precisado mucha mayor elaboración y desenfreno, así como liberación del estatismo que preside el metraje. Los personajes no terminan de lanzarse, de dejarse llevar, de estallar, resultan continuamente no contenidos sino prisioneros de un guión demasiado carente de motivos y estímulos para llevar la historia a las últimas consecuencias, para explorar el territorio del gag visual, resultando todos los recogidos demasiado desangelados, apagados, sin gracia, y a cruzar los límites del equívoco, de la falsa identidad, del “pez fuera del agua”, gracietas y planteamientos que se agotan en sí mismos, que no se desarrollan ni explotan acertadamente. La película renuncia asímismo -excepto en momentos puntuales de Grant- a los diálogos punzantes, a los dobles sentidos, a la rapidez y la agudeza de las réplicas, depositando de manera fallida las esperanzas de comicidad en el carisma y los recursos de Cary Grant y en la vocinglera verborrea de Doris Day, cuya química con el galán -con cualquier galán, a decir verdad- es más que discutible. Un Cary Grant desganado y pasota y una Doris Day empeñada en dotar a su personaje de una personalidad más fuerte y determinante, menos insulsa, pueblerina y manipulable que en sus comedias con Rock Hudson y James Garner, en las que siempre era la ‘bella llevada al huerto’ unidimensional, puro florero, hacen que las situaciones cómicas, ya de por sí escasamente dibujadas no consigan levantar el vuelo, y que todo se consuma en un quiero y no puedo continuo en el que Grant se muestra apático y Doris no consigue dar lo que no lleva dentro.

Por último, las notas positivas en el haber de la película, la estética colorista típica de los años 60, los entornos refinados y elegantes tratados con sofisticación visual y el acierto en la recreación del Nueva York de los hombres de negocios de Madison Avenue (como ya hiciera Hitchcock en Con la muerte en los talones, que influyó notablemente en la posterior captación cinematográfica y televisiva de ese ambiente de negocios y relaciones comerciales del meollo neoyorquino, y lo sigue haciendo por ejemplo en series como Mad men) no resultan suficientes para rescatar una trama pobre que hubiera necesitado mayor concurso de Grant, mayor implicación de un guionista con las notas características de la screwball clásica y una protagonista menos cargante, gritona y cateta, y también menos identificada con ese papel de virgencita casta y pura falsamente calentorra.

Acusados: todos

Atenuantes: algunos momentos de Cary Grant, algunos diálogos con su psiquiatra

Agravantes: Doris Day haciendo lo de casi siempre

Condena: culpables

Sentencia: libre absolución bajo palabra para todos excepto para Doris Day, condenada a formar parte de una pandilla de moteros grasientos, sudorosos y barbudos por toda la eternidad