La tiranía del consenso

Por Peterpank @castguer
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Puesto porJCP on Jul 8, 2015 in Autores

La historia contemporánea de la manipulación del consenso comenzó con la invención por la revolución francesa de la Nación Política frente al pueblo y la Nación Histórica; del çonsenso que una sociedad política imponía coactivamente acerca de la naturaleza, los intereses, los sentimientos y la voluntad de la imaginaria Nación Política sacralizada como persona moral, sujeto de la soberanía «popular» en lugar de la soberanía monárquica. Este es el origen moderno de lo que llama Vaclav Havel «una cultura de mentiras». Los principales instrumentos del consenso oligárquico son el miedo, la propaganda, un invento napoleónico, y la delegación del poder atribuido al pueblo mediante la ficción de la representación. Robert Gellartely subtitula su libro sobre la Alemania nazi «entre la coacción y el consenso». La oligarquía socialdemócrata dominante en Europa, y en España, aprendió mucho de las experiencias totalitarias y es más sutil: en vez de la coacción física coacciona las conciencias con el pacifismo y las condiciona mediante la propaganda.

La fuerza del socialismo siempre se ha debido a la propaganda más que a sus presunciones de cientificidad. Se le puede aplicar sin reservas lo que dice impíamente Carlos Semprún, con alguna exageración al aplicarlo a la izquierda en general: «Si la izquierda dijera la verdad no existiría». Hoy, el socialismo es una ideología de la primera mitad del siglo XIX que ya no significa nada. Agonizante desde hacía tiempo, le asestó un golpe mortal la caída del Muro de Berlín el 11 de noviembre de 1989 y la «globalización» lo está apuntillando. Es una religión de la política, una forma de gnosis, que sólo se sostiene ya como superstición; ha evolucionado teológicamente hacia una suerte de mezcolanza de liberalismo progresista e izquierdismo nihilista y, hacia el laicismo radical, religión del nihilismo como Ersatzreligion, religión sustitutiva.

Para rellenar el hueco de su periclitada ideología mecanicista pseudocientífica, se ha hecho portavoz de la contracultura anarquizante y de las bioideologías —la de la salud, la feminista, la ecologista, etc.—. Naturalmente, contribuyen a su supervivencia como superstición los intereses creados, el dominio que tiene de la cultura y la colaboración de sus rivales políticos, atraídos por sus prácticas: la política socializante crea muchos cargos y empleos, proporciona beneficios y subvenciones, facilita múltiples negocios más o menos legales. Todo ello a cargo del súbdito contribuyente. El socialprogresismo es una fórmula vacía, que comparten todos los partidos a la derecha y a la izquierda del consenso, para que vivan bastantes a costa del resto, hubiera dicho Bastiat. Para conseguirlo, es esencial la falsificación del consenso social presentándolo como consenso político: el de la sociedad política, como si ésta fuese la sociedad total.

En España, el agotado consenso socialdemócrata instaurado en 1978 para sustituir la Dictadura personal de Franco por la impersonal de los partidos, intenta perpetuarse. Atendiendo a los hechos, se puede afirmar que se propone fundar una nueva Sociedad, un nuevo Estado, y una nueva Nación. A tal fin, se aventura ahora a la aniquilación definitiva del éthos tradicional, la Nación Histórica y el Estado Nacional.

Es muy expresiva de esta intención fundacional la necrofílica ley de la Memoria Histórica. Ante la ética política es una grave irresponsabilidad, si bien en momentos de disolución como el presente, se pierden las nociones morales elementales. La especie de alianza formal del partido socialista con el terrorismo, cuya prenda ha sido la liberación de facto de Juana Chaos, constituye una prueba fehaciente. Intelectualmente, en lo que concierne a la tosca Memoria Histórica, aparte de hacer pasar por verdades las falsedades que convengan, es absurdo el pretender cambiar el resultado de la guerra civil para enlazar con la II República. Sin embargo, políticamente, persigue tres cosas: dividir a los españoles en aplicación del principio «divide y vencerás», captar clientelas ante el atractivo de las indemnizaciones económicas, y legitimar la nueva forma del consenso a costa, si es preciso, del suicidio de la Monarquía, procedente de la guerra civil y el franquismo. Si, conforme a los planes del consenso, se aviniese ETA a entrar en él, tendría un cuarto objetivo. La Dictadura estaba agotada por la falta de libertad política y ETA ha sido el único enemigo real de la situación política. Se trataría, pues, de sustituirla como enemigo existencial por el franquismo, reencarnado en el insustancial Partido Popular. Enemigo inexistente y conexión irreal.

El objetivo de la Memoria es ilusorio. Evaporadas las ilusiones, la III Restauración también ha agotado sus posibilidades por la falta de libertad política y su aversión al pasado real. Confía en sobrevivir gracias a su formidable aparato propagandístico, que le ayudaría a consolidarse como una especie de totalitarismo chavista en la medida posible en Europa, con el laicismo impuesto como religión civil según el viejo principio cuius regio eius religio, como instrumento legitimador.

La Monarquía y el despotismo del consenso no se instauraron simultáneamente. La «transición» debiera reducirse al breve período entre el fallecimiento de Franco y la aprobación de la Constitución. Durante los trámites de rigor, por una parte se desplazó a los partidarios de la ruptura para traer la libertad política, que era lo que se echaba de menos —no para destruir la nación—, y, por otra, se convenció a las oligarquías partidistas en formación, que aceptasen el continuismo político —la falta de libertad política— mediante una metamorfosis. El resto es la política del consenso, un pseudorrégimen, pues nunca ha pasado de ser una situación política. En las situaciones políticas, situaciones de ilegitimidad y desorientación, puede ocurrir cualquier cosa, incluida la disolución del régimen en el que se producen, que es probablemente lo que está sucediendo. Y toda la diferencia con lo anterior, desde que recuperó el poder el partido socialista a consecuencia del acontecimiento terrorista del 11 de marzo de 2004, consiste en que el consenso establecido en torno a la Monarquía y la Constitución de 1978 no disimula su carácter oligárquico, sus fines despóticos, ni su odio a la Nación española.

El gobierno socialista se contradice continuamente, es manifiestamente incompetente, se produce con zafiedad, y su presidente miente tanto que da que pensar que si sabe lo que hace no sabe lo que dice. No es más que el vocero y el don Tancredo de su partido, decidido a conservar el poder a toda costa.-El espectáculo que dio con ocasión del atentado del 30 de diciembre pasado con su decisión de continuar el <(proceso de paz», prueba muchas cosas, entre ellas la complicidad del partido socialista entero, no sólo del Sr. Rodríguez Zapatero, con ETA, evidenciada con la práctica puesta en libertad de Juana. Su único argumento es la antipolítica concepción socialista de la paz: la paz es la gran consigna del festival humanitario inaugurado por la propaganda soviética para anestesiar a las sociedades occidentales sumiéndolas en la anomia y el conformismo. Un concepto de la paz que descansa en la afección del miedo, en el vicio de la cobardía transformado en virtud y en los intereses de un partido que apela para legitimarlos al mitoutopía kantiano de la paz perpetua, del que decía cáusticamente Leo Strauss que engendra la guerra perpetua.

Efectivamente, que el presidente del gobierno cuente con el apoyo incondicional de su partido, confirma muchas cosas sobre este amasijo de intereses; una es su inmoralidad, al no repugnarle pactar con el terrorismo, una variante del crimen organizado; otra, que el adjetivo «español» de sus siglas nunca ha sido más que un cebo y en ocasiones una coartada: basta repasar su historia; la tercera, que su compromiso con la delincuencia es total. Retrospectivamente, en la historia de las continuidades, el mayor problema político español en el siglo xx ha sido esta versión aborigen del socialismo. Sin él, seguramente ni los separatismos ni el comunismo ni la crisis moral de la Nación hubieran ido tan lejos. Donoso Cortés avisó que el país del socialismo es España. ¿Seguirá siendo el problema del siglo xxi?

Ahora bien, en contra de lo que afirman sus críticos y adversarios haciendo de la Constitución un fetiche, el partido socialista no se aparta de la Constitución.

La ambigua «Constitución del consenso» en el vocabulario oficioso puede satisfacer todas las apetencias. Ya en el preámbulo afirma claramente la intención de «establecer una sociedad democrática avanzada». Lo de avanzada evoca en el lenguaje leninista y socialista la marcha hacia la utopía de la sociedad totalitaria de la Ciudad Perfecta. Por eso es un término muy vago, sumamente útil para justificar cualquier pirueta que se considere oportuna. En ese sentido hay que interpretar la afirmación correlativa, no menos sorprendente por lo tosca del artículo 1.0, según la cual «España», no por cierto la Nación española, «se constituye en un Estado», como si éste no existiera previamente. Se le describe con la receta socialdemócrata «social y democrático de Derecho», tres pleonasmos también útiles por su vaguedad: todo Estado es Estado de Derecho y además social y democrático, puesto que el Estado es la otra cara de la sociedad, como el anverso o el reverso de una moneda, y la homogeneiza. Por otra parte, el partido socialista parece haber abandonado este eslogan sustituyéndolo, en palabras del Sr. Pérez Rubalcaba con ocasión de la resolución del asunto de Juana, en «Estado Humanitario, Firme e Inteligente». El Estado del vacío nihilista.

En fin, la Constitución erige abstractamente un nuevo Estado sobre «España» como el nombre geográfico de un solar parcelado en Autonomías. El consenso, aprovechando el suceso terrorista del 11 de marzo de 2004, ha dado sencillamente un paso más en su tarea fundacional, acelerando ahora la liquidación de la Nación Histórica para fundar la nueva Sociedad democrática «avanzada», el nuevo Estado y la nueva Nación Política fraccionada que sustituirá a la Histórica. Hay quienes defienden la Constitución de 1978 con la mejor buena fe, pero la Carta-Constitución, es en gran medida el problema.

El desorientado Partido Popular, que a estas alturas debiera saber ya lo que pasa si de verdad le interesa, probablemente no, y decirlo si lo sabe —no lo diría—, afirma que se ha roto el consenso, pide a gritos su recuperación y, por supuesto, atenerse a la Constitución. Se refiere sin duda al consenso que organizó la Unión de Centro Democrático, continuó y perfeccionó el Partido Socialista desde 1982, y administró el propio Partido Popular hasta 2004. Sus adversarios le replican con toda la razón que el consenso es lo que ellos dicen que es el consenso y le invitan a que se acomode incondicionalmente en él aceptando sus iniciativas, pues le corresponden al partido que gobierna la administración y ejecución de las posibilidades implícitas en la Constitución.

Las elecciones no tienen más finalidad que decidir a quién le corresponde dirigir el consenso, cuya voluntad, que pretende ser la del pueblo, se manifiesta y decide en las Cortes. Estas son el foro del consenso, que autoriza por ejemplo al gobierno que negocie con el terrorismo. Y el consenso está dirigido en este momento por el Partido Socialista, aunque se responsabilice a su vocero, el Sr. Rodríguez Zapatero, de todo lo que no les gusta a los populares, acusándosele incluso de traición, como si fuese el chivo expiatorio del Partido Socialista. En fin, el socialismo puede aliarse legítimamente con los nacionalistas independentistas, que son constitucionalmente parte del consenso por lo que tienen perfecto derecho a influir en su dirección y administración. Si el Partido Socialista comparte sus ideas básicas es una feliz coincidencia.

Lo menos claro ha sido el papel de ETA. ¿Por qué no se ha acabado con esta banda en tantos años? Objetivamente, es obvio que el terrorismo etarra mantiene una situación tensa, de inseguridad, y difunde la sensación de miedo en la sociedad. Y, como sabían muy bien Hobbes, Montesquieu, etc, todo poder despótico necesita del miedo para afirmarse. El Partido Popular demostró cuando estuvo en el poder, que era posible acabar con el terrorismo, lo que no le ganó muchas simpatías entre los demás beneficiarios del consenso. Para los socialistas, es un dogma que el poder les pertenece por definición, y soportaron a regañadientes la dirección del consenso por el Partido Popular. Llegado el momento, cansados de estar. en la oposición, montaron un típico «agitprop» —el «Prestige», Iraq, cualquier cosa— contra los populares para impresionar a la opinión ingenua y acobardada y, aprovechando el atentado del 11 de marzo de 2004, volvieron al poder. Probablemente, su triunfo salvó a ETA de la extinción. En realidad, los socialistas repusieron el consenso inicial, aparentemente tolerante con ETA. ¿Es esto lo que quiere el Partido Popular?

El terrorismo le ha servido al consenso para designar un enemigo interior, desviando las miradas del propio consenso, y convencer a casi todo el mundo de sus virtudes. Ahora, tras haber reconocido como iustus hostis implícitamente al terrorismo islámico y explícita aunque oblicuamente con la «Alianza de civilizaciones)>, aplicando la máxima «hablando se entiende la gente» los socialistas y sus aliados consideran a ETA un iustus hostis, tratando con ella de poder a poder; no como enemigo sino adversario incorporable al consenso. La actitud del Sr. Rodríguez Zapatero ante el atentado del 30 de diciembre pasado y el caso Juana no deja muchas dudas. Además, el Partido Socialista ha ido demasiado lejos y no puede retroceder. Tiene que confiar en que, si salen bien los planes del consenso, como la sociedad ya no cree en nada y menos que nada en el régimen, el pacifismo y la propaganda enmascararán los desaguisados.

Por lo demás, lo de la Memoria tampoco es muy novedoso. Siguiendo el método marxista, se ha sometido a revisión toda la historia de España a lo largo de la transición, inventando en parte una nueva, en la que destacan las supercherías de los separatistas. Oficialmente, ya se duda que España sea una Nación, palabra que, según el Sr. Rodríguez Zapatero en nombre del Partido Socialista, no se sabe bien qué significa. Es cierto que el socialismo siempre ha despreciado a las naciones. Ahora bien, tampoco en este caso se aparta un ápice del consenso ni de la Carta otorgada bautizada como Constitución, que articula el juego entre los partidos. Pues, sin perjuicio del artículo 2.°, no habla para nada de la Nación española como una realidad histórica, salvo quizá la vaga alusión de pasada del preámbulo. Juego impolítico, pues difícilmente cabe hablar de política en sus justos términos cuando la política, con la libertad política secuestrada por el consenso, se circunscribe a las querellas entre sus integrantes sobre el reparto del botín (1). La «política» no tiene más objetivo que dirimir quién gana las elecciones, los mejores puestos, y obtener cierta legitimidad.

La Nación española asistió como convidada de piedra al espectáculo del parto constitucional y, a continuación, a la política desarrollada por el consenso, en la que el rito periódico de las elecciones y la fiesta de la Constitución recuerdan su origen, como los mitos fundacionales en las sociedades primitivas. A nadie se le ocurrió invitarla a ejercer la libertad política designando unas Cortes constituyentes que elaborasen el documento. El poder dio por bueno que la representaban los partidos políticos recientemente constituidos. Una chapuza desde el punto de vista del derecho constitucional de la que nadie se acuerda, o nadie quiere recordar, que, como el poder ha estado siempre en manos del consenso, ha funcionado.

Pues fueron los representantes de los partidos y algunos nombrados por el rey, depositario del poder de la dictadura y de la libertad politica, los que decidieron «constituir» el pleonástico ((Estado social y democrático de Derecho». Es posible que la Nación ni siquiera anhelase una Constitución, igual que tampoco estaba interesada en las Autonomías, salvo los entonces muy minoritarios grupos nacionalistas y quienes esperasen obtener beneficios particulares.

Lo único que le interesaba al pueblo, a la Nación Histórica, era que la transición fuese pacífica y ordenada. Y aunque no existían graves razones para pensar que pudiese suceder de otra manera, la lógica incertidumbre y los augurios catastrofistas aireados por la propaganda bastaron para que las incipientes oligarquias partidistas se arrogasen la herencia del monopolio que tenía la Dictadura de la libertad política.

En definitiva, a juzgar por lo que ha sido hasta ahora la película de la transición, la Constitución reglamenta el consenso entre los partidos imponiéndolo sobre los intereses, los sentimientos y la voluntad de la Nación, disfrazado de expresión de esta última en aras de la paz. A la Nación inerme sólo se la convocó ex post facto para que refrendara lo que es en puridad una Carta otorgada.

Se incluyó en el consenso a los nacionalistas, separatistas in pectore, sin reparos ni la menor prudencia, con los máximos honores. Y todo el proceso de la transición ha estado condicionado en gran parte por nacionalistas —el «victimismo» de que hablan algunos— y comunistas, unos y otros enemigos, más que adversarios, de la Nación española. Los nacionalistas, porque sus intereses particulares se contraponen a los de la Nación, y los comunistas, por ser enemigos por definición de cualquier nación, porque funde las clases. Se presumía que el partido socialista, anticomunista y antimonárquico en el exilio, era españolista de acuerdo con sus siglas. Pero el partido socialista renovado en Suresnes prescindió sin dudarlo de los antiguos socialistas o los fagocitó utilizándolos como piezas decorativas. Y desde el primer momento dejó sentir su gran influencia e importancia, tanto por el apoyo externo de la todopoderosa socialdemocracja europea, como por la plusvalía que le otorgaba el dogma de que para que se asentase la Monarquía era preciso que ese partido gobernase con ella. Esto, unido a las ilusiones que suscita la demagogia socialista, impulsó un aluvión de adhesiones al partido, casi inexistente en el momento de la transición. En cambio, la derecha potencial fue barrida enseguida por el invento del centro democrático, otro partido de aluvión mezcla de socialdemocracia y democraciacristiana —que ya eran lo mismo en la práctica europea— destinado sin duda, juzgando siempre por la secuencia de los hechos, a preparar el acceso del partido socialista al poder, a lo que parecía estar predestinado por la propaganda.

La Constitución del consenso incluye y menciona los partidos como si fuesen órganos del Estado (art. 5) igual que los sindicatos (art. 6), aunque estos últimos no son teóricamente verticales sino horizontales, dentro de la tendencia de la Constitución al corporativismo. En consecuencia, unos y otros son financiados por las arcas del Estado, es decir obligatoriamente por el contribuyente, como tales órganos estatales. Entre todos formaron el Consenso que sustituyó al Movimiento. El «glorioso» Movimiento Nacional hacía de partido único, aunque en la práctica nunca lo fue; agrupaba gentes variadas, siendo en cierto modo una cámara de resonancia del gobierno, más propagandística que otra cosa. Sólo tenía el poder residual que le dejaba el gobierno dictatorial; algo así como la influencia de una útil clientela distinguida. Se notaba menos su presencia en la vida corriente que la de los actuales partidos. Seguramente fueron más importantes las Cortes.

En contraste, su heredero, la entelequia del Consenso, situada en ninguna parte concreta, pues no se atiene a ninguna fórmula jurídica, pero al que todos se remiten, viene a ser algo así como el poder espiritual abstracto de la Restauración brotado de la Constitución. Lo único visible, como si fuese su epicentro, es el Monarca, a quien según la Constitución le corresponde el papel de árbitro o poder moderador del «funcionamiento regular de las instituciones» (art. 56). Y entre las instituciones principales están, por supuesto, los partidos, … de los que dependen todas las demás. Curiosamente no se menciona en ninguna parte la relación del rey con la Nación ni se contempla que modere entre ella y las instituciones, en definitiva los partidos. A la Nación, a la que imaginativamente hay que suponer debiera representar la Monarquía conforme a su naturaleza, nadie puede defenderla constitucionalmente como no sea el defensor del pueblo (art. 54), designado también por los partidos, que en realidad sólo podría hacer algo frente a la burocracia. Se trata de un órgano estatal más, a cuya imagen y semejanza han proliferado legalmente defensores de múltiples cosas. Sólo falta que se invente el defensor de los defensores de los defensores. Cargos.

Al Estado de partido único, en la medida en que lo era el Movimiento, que se movía bastante poco, le sucedió, pues, el Estado de los Partidos, modelo «democrático» de Estado despótico que se había afincado en Europa al calor de la guerra fría. Los partidos —de hecho sus jefes (2) no sólo se arrogaron constitucionalmente la representación de la Nación —de la voluntad popular» (art. 6)— sino que, en virtud de la ley electoral ad hoc que establece el sistema proporcional (con listas cerradas para más seguridad), se convirtieron en los administradores del consenso. En las Cortes ostentan el poder legislativo y el poder legislativo nombra al ejecutivo, mientras la representación se reduce a que los electores eligen representantes que luego actúan como si fuesen delegados, es decir, con poder omnímodo, de la «voluntad general», del pueblo homogeneizado. Es decir, sólo representan su propia voluntad y, de hecho, la de los jefes de los partidos.

Montesquieu confundió el despotismo con la tiranía y la identificación entre ambas formas de gobierno ha lastrado el pensamiento político y jurídico. El despotismo, igual que la dictadura, modifica las leyes cuando le conviene; mientras, se atiene a ellas y las hace respetar. En la tiranía, las leyes son en el mejor caso orientaciones sobre la voluntad del poder que, bien de «derecho», mediante normas o leyes ambiguas, le permiten campar libremente; o bien se transgreden sin el menor escrúpulo cuando se cree conveniente; o bien se actúa de hecho al margen de las leyes sin consecuencias jurídicas. En los regímenes despóticos, la creación del derecho está al albur del poder; pero, en principio, existe formalmente seguridad jurídica y materialmente mientras no se cambian. Es lo que sucede en las dictaduras, si bien habría que distinguir entre las dictaduras comisarías, que sólo aspiran a defender o conservar la sociedad, y las revolucionarias, que aspiran a cambiarla a su medida. La divisoria entre esta última especie de dictaduras y las tiranías suele ser bastante dudosa. Pues la permanente inseguridad jurídica constituye una característica de los regímenes tiránicos. La dictadura se convierte en tiraníá cuando prevalece la incertidumbre, pues aunque existan leyes su aplicación es incierta. Ahora bien, en todo caso, para que el despotismo se convierta en tiranía basta formalmente que el poder judicial pase a depender del poder político.

La misma Constitución había estatuido el Tribunal Constitucional (arts. 159 y sig.), un tribunal político inventado, como es sabido, por Kelsen para velar por los «valores» constitucionales en tiempos de confusión (la situación política en que se encontraba la convulsa República de Weimar fue la causa para fijar al menos un criterio). De hecho, se trata de un contrapeso al Tribunal Supremo y a la jurisdicción ordinaria, a los que sustrae el juicio sobre la constitucionalidad de las leyes, aunque en el caso español le competen más cosas (art. 161). No obstante, el poder judicial —la justicia emana del pueblo», afirma el art. 117, sin decir, por cierto, que también el Derecho—, quedaba legalmente fuera del consenso por descuido, rutina, un pudor inicial o para evitar las críticas. Los partidos encontraron enseguida la fórmula para ponerlo a sus órdenes, es decii a las del consenso.

Tomó la iniciativa al respecto el más caracterizado de todos ellos, el socialista, al llegar al gobierno, sometiendo legalmente al Consejo General del Poder Judicial del art. 122, 2 y 3. Fue incluso más lejos, mediante una sabia forma de reclutamiento de los jueces, que, aparte de devaluar su crédito, aseguraba su mayor dependencia del consenso. Formalmente, los tres poderes tradicionales quedaron bien trabados en la unidad del consenso frente a la unidad de la Nación. Uno de los muí5idores del consenso, el Sr. Guerra, hizo gala de sabiduría politica y jurídica proclamando triunfalmente la muerte de Montesquieu, es decir, de la separación de los poderes. Lógico, puesto que Montesquieu, defensor de la libertad política y del espíritu de las leyes conforme al éthos de la Nación, era un enemigo tanto del despotismo como de la tiranía y por eso los confundió. Simbólicamente, para que no cupiesen dudas, con motivo del asunto de los GAL, el Ministerio de Justicia estuvo unido algún tempo al del Interior sin que nadie protestase ante semejante aberración formal y material (<(la mujer del César no sólo ha de ser honrada sino que tiene que parecerlo»), que reproducía una práctica soviética habitual. La Justicia vinculada al orden público; es decii sometida al orden público interpretado por el consenso. El Partido Popular encontró cómoda la situación y, como es su costumbre, no alteró nada. Al parecer, sólo el Partido Socialista está autorizado a modificar el rumbo del consenso. En la práctica, los jueces aún no aceptan monolíticamente las directrices del consenso, y a veces se permiten recordarle, como a Federico el Grande, que «todavía hay jueces en Prusia». Pero el Partido Socialista parece decidido a someterlo del todo en esta nueva singladura del consenso.

En suma, constitucionalmente, una abstracta dictadura colectiva de los partidos sustituyó a la dictadura personal del general Franco mediante el artilugio del consenso presidido por el rey, y el Movimiento se reprodujo a través del otro artilugio de las Autonomías —((El Estado» (no la Nación), ((se organiza territorialmente en…» (art. 137)—, si bien en Cataluña y el País Vasco se privilegió a los respectivos partidos nacionalistas: aquí se renunció de hecho a la soberanía estatal, dejando a los súbditos del Estado al arbitrio de esos partidos, protegidos por otra parte por la ley electoral como si fuesen representantes de la Nación española como un todo. Pero el consenso va a más y ya no se conforma con el poder dictatorial. Todo indica que se dispone a convertirse en una tiranía. Quizá es a esto a lo único que se resiste instintivamente el Partido Popular, que se conformaría con que el régimen no tras- pasara los límites de la dictadura.

Pero ¿qué es el consenso?. Hablar de consenso en el orden político equivale a falsificar la realidad, es decir, la verdad, ya que la realidad y la verdad son lo mismo. En el siglo xvm, decía Hume al criticar el contractualismo político: «en las pocas ocasiones en que puede parecer que ha habido consenso, es por lo común tan irregular, limitado o teñido de fraude o violencia que su autoridad no puede ser mucha». Luego se han perfeccionado los mecanismos del consenso.

La fórmula del consenso entre los partidos usurpa el consenso natural, espontáneo, histórico, en definitiva, social, que constituye las sociedades. Crea una sociedad política superpuesta a la sociedad real, que se reserva las decisiones políticas. Pues el auténtico consenso es propio del espacio prepolítico o antepolítico. Sólo existe una Sociedad u orden social cuando prevalece en ella el consenso sobre el disenso, y el orden político —modernamente el Estado— únicamente se justifica si protege el consenso social. Ortega reiteró en su Meditación de Europa lo dicho por Hume contra el contractualismo: la sociedad, la vida colectiva, no se constituye por un acuerdo de voluntades conscientes o interesadas —por ejemplo las de los partidos— como si fuese una asociación mercantil, sino que preexiste al acuerdo. En su inconcluso El hombre y la gente, lo explicó bastante bien siguiendo a Comte y Tocqueville.

Lo propio del orden político es el compromiso. Decía Simmel del compromiso que es uno de los más grandes inventos de la civilización. También explicó muy bien Bertrand de Jouvenel lo que significa en ese nivel del orden: el compromiso político se refiere a las cuestiones superficiales del orden social, incluida la misma forma del gobierno; tiene por objeto el encauzamiento de los conflictos que no tienen solución jurídica. Lo sustantivo es, pues, el orden social como un todo. Y el meollo del orden social es el consenso. Por ende, si se destruye el consenso social o se usurpa extrapolándolo a la sociedad política, las sociedades se desintegran y se destruyen.

El consenso social consiste en el acuerdo, conformidad o coincidencia espontánea o inconsciente, o sea no artificial sino natural, consolidada por los siglos, entre los miembros de la sociedad. Se articula en torno a la convicción o conciencia, no escrita ni creada por la voluntad de poder, sino establecida por la historia, de la pertenencia a un mismo grupo social con independencia de la religión, la etnia, la lengua, el paisaje, el folklore u otros atributos, y de los intereses y sentimientos particulares. La coincidencia entre los atributos puede ayudar a la formación del consenso. Pero el consenso se hace históricamente. La coincidencia en las ideas esenciales se expresa en la con-vivencia. La posibilidad de con-vivir descansa en el consenso social, como una especie de conciencia general de pertenencia a una forma de vida colectiva.

La existencia de las sociedades y de las naciones, siendo estas últimas las formas particulares de la sociedad europea, descansa en esa coincidencia básica o consentimiento colectivo no reglado ni contractual, acerca de la religión, la moral, el derecho, la economía, la cultura, la política, la estética, etc., en fin, sobre el sentido de las instituciones, la conducta, las actividades, y los fines colectivos. En las ideas y creencias que constituyen las sociedades. Las creencias, en la que simplemente se está, decía Ortega, hacen de un grupo humano lo que llamaban Comte o Tocqueville un estado social o de sociedad, unificado por las ideas fuertes o ideas-madres del consenso. El consenso, regido por el sentido común, acerca a las sociedades a ser comunitarias, en Europa y Occidente naciones, en virtud de una solidaridad colectiva, fruto de la libertad natural o política. Es lo que las diferencia de la mera co-existencia propia del rebaño o la manada, y de la tiranía, en la que no existe ninguna clase de libertad, pues la libertad primaria es la libertad de con-vivir, la libertad política. Cierto que la coexistencia puede llegar a generar con el transcurso del tiempo consenso y convivencia. Pero el auténtico consenso y la verdadera convivencia humanos descansan en la libertad. En último análisis, en la libertad política, lo que en otros tiempos se llamaba la libertad natural, la libertad como natura.

Un grupo social existe, pues, como tal grupo, Nación en Europa, cuando hay consenso, bastando que prevalezca sobre el no menos natural disenso fruto de la misma libertad política. Y su orden político, para contrarrestar o impedir que prevalezca el disenso, la anarquía, se asienta en este’ consenso previo: coincidiendo en lo esencial, el consenso, la verdad histórica del orden social, lo demás es superficial, cuestión de opinión y la finalidad del orden político consiste precisamente en garantizar ese modo de con-vivir, bien distinto de la coexistenCia impuesta por una voluntad política (como, por ejemplos en el caso de la artificial Yugoslavia o de los regímenes tiránicos ¿Cataluña, el País Vasco, Galicia, Andalucía, sólo han coexistido hasta ahora con el resto de la Nación?).

Normalmente, las formas de trato, de educación, lo que llamaba Durkheim la «contrainte social», la presión del éthos social, arbitra las posibles discrepancias. Sólo si éstas llegan a ser conflictivas en el sentido de irresolubles, aparece el derecho para restablecer el equilibrio y, si éste no basta, el poder político, que protege al derecho. La teoría del conflicto social, .frecuentemente mal interpretada por la ideología, estudia aquellos conflictos que se dan en el seno de las sociedades, en el espacio prepolítiCO. La del conflicto político los que se dan en su superficie.

La vida social se rige por la tradiciones, especialmente las concernientes a la conducta. Están orientadas por las creencias, los usos, las costumbres institucionalizadas como tales, las instituciones concretas; del espíritu de este acervo extrae el derecho el sentido de lo recto y justo. De ahí que el llamado poder judicial, que declara -no administra- el derecho, no sea político sino social por lo que, en rigor, tampoco es poder sino autoridad. El mismo Mostesquieu, que había sido juez, afirmaba al hablar de la separación de los poderes, que como poder es nulo. Es autoridad, porque dice, sentencia la verdad del derecho, lo que es recto, según la realidad histórica, en los casos concretos, de acuerdo con lo que la sociedad, la communis opinio, cree que es lo justo cuando hay que apelar al derecho.

El juez no es un poder ni tiene poder, Al juez se le reconoce la capacidad de saber interpretar y declarar la verdad del Derecho conforme al consenso: las tradiciones, los usos, las costumbres, las forma de trato del grupo, en definitiva, según su éthos. Politizar la autoridad judicial, unificarla con los poderes legislativo y ejecutivo, en último análisis someterla al ejecutivo, no sólo es, pues, una arbitrariedad sino una falsificación de la realidad, que deja inerme a la sociedad al despojarla del Derecho, a pesar de que la Constitución afirme que «la justicia emana del pueblo». El Derecho le pertenece al pueblo, no al gobierno ni al Estado. De ahí la falsedad del Estado de Derecho, el famoso Rechsstaat, en tanto dueño y productor del Derecho. Así, si se politiza el nombramiento y la conducta de los jueces, la sociedad queda al arbitrio de la voluntad política desapareciendo el Derecho. Es lo que caracteriza a los pseudoregímenes tiránicos.

Sin embargo, la politización de la autoridad judicial es una necesidad de la lógica del consenso. Seguramente lo más grave que está pasando en la revolucionaria empresa fundacional acometida por el consenso en España con el pretexto de la «modernización», es la sumisión de la autoridad judicial al poder político y a su ideología rupturista en tanto fundacional de un nuevo éthos, de una nueva Sociedad, de una nueva Nación, de un nuevo Estado, aunque no se sepa en qué van a consistir.

En rigor, lo único moderno de la modernización que lleva a cabo el consenso es su artificialismo, que desintegra la Sociedad, amortiza la Nación, corrompe el Gobierno y despolitiza el Estado. Para modernizar, no es necesario destruir el consenso ni su espíritu, el éthos que da unidad a la Nación Histórica. Además, la Sociedad ya se había modernizado suficientemente; sólo faltaba que la Nación recobrase la libertad política. Como sucedáneo de la libertad política, el consenso prometía y promete todas las «liberaciones» que le convienen para, desintegrando la Sociedad, reduciéndola a la anomia, usurpar los sentimientos de pertenencia a la Nación de acuerdo con su voluntad, por supuesto «democrática».

El consenso no pertenece, pues, al orden político. El orden político depende de la opinión sobre el bien común, o, si se prefiere -no es lo mismo pero la mentalidad totalitaria imprerante desprecia la idea de bien común, dificil de entender para el modo de pensamiento artificialista-, sobre el interés generl, pues todo se ha reducido a intereses.

Lo propio del orden político es que los partidos discutan acerca de la metodología que cada uno juzga más adecuada para perseguirlo, somentiendo sus respectivos puntos de vista a la opinión. El sufragio libro –no condicionado por el poder de los partidos- es uno de los dos medios principales de hacerlo, si bien requiere un sistema representativo adecuado, siendo el otro la publicidad, por supuesto no controlada, para que juzgue sobre ello el “Tribunal de la Opinión Pública”, Y la competencia entre los partidos para hacer prevalecer sus respectivos puntos de vista se concreta en compromisos públicos que puede materializar el Parlamento en forma de leyes tras la discusión para llegar a una conclusión común , a una razón común, que es la razón pública. En las leyes, se fija el sejntido del compromiso alcanzado, precisamente porque es un compromiso. Compromiso que no debe ser contrario al consenso social sino acorde con él, con su espíritu, el ethos de la opinión no manipulada. Por eso , la finalidad del orden político es el compromiso, no el consenso. Pues el compromiso, una promesa compartida, tampoco es exactamente un contrato. Es menos fijo, más provisional, más aleatorio, simple cuestión de utilidad según las circunstancias –rebus sic stantibus- mientras el verdadero consenso tiene la solidaez de un mineral en el que se apoya el compromiso. El consenso social, fruto de la convivencia a través del tiempo, no es cuestión de utilidad: simplemente, existe o no existe, es un hecho “geológico” que hace de solar de la conducta en general y la política en particular.

El orden político presupone, pues, la existencia de un consenso en la sociedad al que debe atenerse, y no por cierto a lo que implica disenso; al menos en principio, salvo que el disenso responda a la necesidad de reformas que, sin minar el consenso social, la sociedead, adecuen el ethos de la Nación al nivel de los tiempos (3). El consenso está excluido, pues, de la política por ser su presupuesto. Esta debiera limitarse a respetarlo, y a producirse de acuerdo con él, con el pueblo suele decirse. No contra el consenso o contra el pueblo según las conveniencias, o los caprichos, de la oligarquía. El gobierno oligárquico se caracteriza porque confunde a los hombres libres yios manipula a su antojo mediante la usurpación del consenso y la imposición del suyo.

Da lo mismo decir que la sociedad es hechura del consenso o el consenso la esencia de lo social. Pero si no hay consenso tampoco hay sociedad, reduciéndose la política a imponer coactivamente, con mayor o menor sutileza, la unidad del grupo. Mantener la unidad es el objeto principal de lo Político, pero mediante la convicción, que suscita el sentimiento de la obligación política. Mandar, decía Ortega, no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una exquisita mixtura de ambas cosas. En contraste, el «consenso político)> es una unidad natural entre los oligarcas que conspiran eternamente contra la soberanía de la Nación Histórica sustituyendo la convicción por las artificiosas ficciones de la propaganda.

La política monopoliza el consenso para someter a la sociedad a los caprichos del orden político mediante el orden público. El orden público es un concepto más extenso que el de razón de Estado. Lo inventó Napoleón para superar coactivamente el desgarramiento de la Nación Histórica francesa, a la que la revolución contrapuso la nueva Nación Política de su invención, la de la sociedad política revolucionaria como una fracción de la sociedad entera. Se trata de la idea del orden conforme a las conveniencias y los intereses de la razón de Estado al servicio de la oligarquía gobernante, que permite manipular la Sociedad. Por eso, la lógica de la política del consenso no sólo requiere absorber y manipular la autoridad judicial: ha de destruir el éthos, el espíritu de la masa de tradiciones, creencias, usos, costumbres, hábitos, cuya síntesis forma el consenso, el sentimiento colectivo de pertenencia por el que se autorregula el orden social. Y la película de lá «transición» ha consistido casi obsesivamente en atacar con mayor o menor sutileza el éthos de la Nación Histórica española como para preparar el terreno a lo que ahora acontece más toscamente.

La destrucción del éthos de las naciones, suplantando su verdad-realidad histórica producto de la convivencia por la opinión que se presenta como dominante, constituye el objetivo necesario de la política totalitaria característica de la tirarila contemporánea disfrazada de democrática, brillantemente analizada por Tocqueville. La política, la actividad en el orden político, es el ámbito de la vida colectiva o social regido por la opinión, por la concurrencia de opiniones. La política totalitaria hace de sus opiniones —de su ideología, «democrática» en tanto se presenta como omnicomprensiva— la fuente de la verdad, de la verdad social, en último análisis, de la realidad, de la realidad social.

Su variedad hoy corriente es la política correcta, más suave en las formas, más intelectual —de ahí el gran papel de la propaganda— que la política violenta y oportunista de los llamados Estados Totalitarios. Se basa en el control de la formación de la opinión por parte de los partidos comprometidos en el consenso, codificándola como una especie de pensamiento único. Este sustituye la variedad (concepto que implica cualidad) de las opiniones por la pluralidad (concepto que implica cantidad) de disquisiciones sobre el consenso. La política del consenso totalitario no es, pues, óbice para las discrepancias entre los partidos consensuados, siempre que no se vea afectado lo esencial del consenso político: el control del poder y de la sociedad por minorías agrupadas oligárquicamente.

El consenso político deviene así el centro de todo, el auténtico centro. De ahí la disputa permanente dentro de la oligarquía de los partidos, de cara a la opinión pública, sobre quien representa mejor el consenso, el centro. Tal disputa es el origen del «centrismo» político. Mientras las discrepancias no sean sustantivas, son muy útiles para mantener la ficción coram populum de la existencia de libertades, empezando por la libertad política. Y la Constitución regla las posibilidades y los límites de la discrepancia en el seno de la oligarquía. El derecho constitucional es otro invento de la revolución francesa para imponer como un corsé la voluntad de la imaginaria Nación Política —la Nación de las oligarquías autoconstituida como sociedad política— sobre la Nación Histórica. Sustituye al viejo Derecho Natural.

A tenor de las consecuencias, esto es en esencia lo que se instituyó con la Carta-Constitución de 1978: un consenso oligárquico que separa la sociedad política de la gran sociedad de la Nación Histórica: aquélla manda y ésta obedece. Una servidumbre voluntaria ya que refrendó la Carta.

En su conjunto, la transición no ha sido más que unaconspiración permanente contra el consenso natural que constituye la Nación Histórica española, materializado en el ataque permanente a su éthos, el espíritu del consenso social, y al mismo consenso en su aspecto material mediante la división de la Nación en Autonomías semiestatales, el control de las instituciones, la ideología y, en definitiva, la desintegración de la sociedad, un orden espontáneo de cooperación y convivencia.

Utilizando el Estado, con el pretexto psico-sociológico de la modernización y el aggiornamento (en el reciente sentido clerical), el consenso político ha hecho lo posible por destruir las tradiciones, los usos, las costumbres, los hábitos, las instituciones, los símbolos, enraizados en la historia a fin de imponer su propio «éthos» o falta de éthos en tanto éste parece ser nihilista. En la plenitud de su poder, intenta imponer como una suerte de religión civil la religión laicista, incapaz de apuntalar un éthos capaz de resistir al oportunismo de la voluntad de poder. El consenso evoluciona hacia un totalitarismo basado en el engaño y la manipulación permanente de la opinión. La tiranía totalitaria de la opinión pública de Tocqueville.

En ello han participado y participan todos los partidos del consenso por acción y omisión: ninguno de ellos es menos nihilista que el otro, aunque puedan ser ocasionalmente más cautelosos en atención a los votos. Así, si la derécha del consenso parece más moderada en relación con el éthos, débese a que se apoya en los votos más sensibles a la naturaleza del éthos español, a los que el consenso, al que le conviene tenerlos contenidos o cautivos, no deja otra alternativa para expresarse. El voto es la eucaristía del consenso político y podría ser muy peligroso que tomasen conciencia por contagio de la realidad efectiva los votantes de los demás partidos, incluidos los nacionalistas, pues se vendría abajo la mentira oligárquica del consenso. De ahí que el consenso, aunque sea de izquierda, necesite una derecha que cubra las apariencias. Y, por supuesto, ocurriría lo mismo si el consenso fuese derechista.

La política de desnacionalización-desespañolización llevada a cabo por el consenso a lo largo de treinta años ha sido bastante eficaz, aunque no es seguro que sea muy profunda, limitándose a anestesiar la conciencia de formar una nación. Al efecto, como si lo español sólo pudiese ser franquista, produce, por ejemplo, una específica leyenda negra del franquismo, que enlaza con la leyenda negra de la historia de España (cuyo auge interno debe mucho a los «regeneracionistas»), entre cuyos delitos incluye su insistencia en la unidad nacional. El éxito aparente ha sido tal, que, para mantener una mínima cohesión que sirva de referencia, el parasitario Partido Popular creyó necesario proponer como sustitutivo del sentimiento nacional el patriotismo constitucional. Patriotismo vinculado a un papel, cuya interpretación natural según la letra de la Constitución aplicándole el sentido común, ni siquiera se ha respetado en la práctica, dicho sea de paso, cuando no le ha convenido al consenso.

El mencionado artículo 2 todavía vigente de la Carta- Constitución de 1978 habla de «la indisoluble unidad de la Nación española» como si la palabra nación se reservase para la Nación Histórica natural según el sentido común. Pero reconoce contradictoriamente a renglón seguido a las regiones el uso de la abstracta palabra derivada «nacionalidades». Esta puede y debe ser interpretada, por ejemplo, conforme a la política del consenso, con la posibilidad, contemplada en la transitoria cuarta, de integrar Navarra con el País Vasco. Y, por cierto, las Autonomías, que en muchos casos ni siquiera coinciden con las regiones, las provincias anteriores a la reforma de Javier de Burgos en 1833 o reinos antiguos, han sido bautizadas como Comunidades por la propia Constitución (art. 137 y otros). ¿Para fraccionar e inutilizar el sentimiento de comunidad nacional vinculado al &hos o consenso social de la Nación Histórica española?

El despotismo del consenso al lenguaje. Como no hay más verdad que la del consenso político, se hace con las palabras lo que conviene, forzando la semántica lo que haga falta o cambiándola. El consenso, que tiene a su servicio a la mayoría de los periodistas —muchos inconscientemente por su incultura— y medios de comunicación, impone el lenguaje del mismo modo que la señora o señorita Salgado impone como «leyes» sus prejuicios y opiniones particulares sobre las costumbres y los y las feministas reclaman a la Academia de la Lengua que modifique el lenguaje natural que consideran « sexista»; a lo que es pensable, dado el deterioro de las instituciones, que asienta la Academia tergiversando melifluamente lo que haya que tergiversar. Lo de la neolengua de Orwell es muy importante para entender la política y la realidad española regidas por el consenso. La tiranía encubierta, más que despotismo, del consenso establecido no tiene pudor, límites, ni rubor, pues la Nación, bien por sentirse inerme, bien por estar muy debilitada moralmente, acepta todo y ya no cree en nada. Ni en sí misma ni siquiera en el régimen establecido.

Se discutió mucho en el caso del Estatut, cuando los nacionalistas catalanes decidieron pasar de ser «nacionalidad» a ser nación siguiendo la lógica implícita en aquella palabra y haciéndola prevalecer sobre la mención inmediata en el texto constitucional a la Nación española. Pero a continuación, ni siquiera el Partido Popular, el más agreste en este asunto por consideración a sus votos, ha sentido escrúpulos porque se cite a Andalucía como realidad nacional en el preámbulo de su Estatuto en tramitación. Resulta que ahí es inocua. Puede serlo de momento; el diluvio no importa si es a largo plazo, pues langfristig, todos estaremos muertos. Y lo que vendrá después. Por lo pronto, ese partido se ha adherido a la carrera de revisión de los estatutos de autonomía propugnada por el consenso para profundizar la división de la Nación. Al parecer, el extraño jefe de ese mismo partido en Galicia predica que esa región es una «realidad genética». Todo ser viviente es una realidad genética; pero el ambiguo personaje, pensando tal vez en la cantidad de deficientes, perdón, discapacitados mentales, alojados en el incipiente bloque nacionalista, apela al racismo para rebasar a sus rivales por el lado derecho del consenso. Un «nazismo» gallego es impensable, pero «París, bien vale una misa», dicha por supuesto con el misal de la demagogia.

Los partidos se reparten la piel de toro echándola a suertes como los pedazos de una túnica. El espectáculo de la lucha del consenso oligárquico contra la realidad y el espíritu de la Nación Histórica, al que quisiera crucificar en nombre del pueblo, se parece al de las corridas de toros (que a los más sensibles del consenso les gustaría suprimir). El Partido Socialista y sus amigos en el consenso, pensando que la sociedad está ya desintegrada y el éthos de la Nación Histórica suficientemente debilitado, igual que el toro después de las banderillas y las puyas de los picadores, ha empezado la suerte de los capotazos que llevan al desenlace final: matrimonio homosexual (que, con otras cosas como el aborto, el divorcio express, la incitación a la promiscuidad sexual, los experimentos genéticos, la propaganda del trabajo asalariado de la mujer, etc., apunta a la destrucción de la familia, la depositaria y transmisora natural del éthos tradicional del consenso social), la carrera de los estatutos nuevos, el reconocimiento del terrorismo —del crimen (((Lo de Madrid fue porque el gobierno no cumplió sus compromisos», afirma ETA, la más seria y responsable en todo este asunto, en un comunicado sobre el atentado del 30 de diciembre)— como interlocutor, etc. La puntilla sería la imposición del laicismo radical como la religión del consenso, cuyo contenido moral en el fondo se reduce por lo visto a la obtención de dinero y poder; quizá más a la ambición de lucrarse, siendo el poder solamente el medio. Religión tan huera, que el consenso podrá hacer con ella lo que quiera sin temor a que perciban contradicciones.

Y a la verdad, nadie se resiste y se opone con vigor. Impera la anomia. Como los medios de comunicación parasitan el juego del consenso, las voces de los insumisos al mismo, sin saberlo, sirven para dar la apariencia de que existen libertades, entre ellas la libertad política. Casi todo está maleado o arruinado por la intensa politización de la sociedad y de las conciencias que ha llevado a cabo el consenso. El deterioro de las virtudes tradicionales y el auge de los vicios, la corrupción del éthos, se deja sentir por doquiera: la anarquía se extiende y la anomia alcanza a las instituciones. A todas.

La función social de las instituciones consiste en acomodar las conductas a la cultura preservándolas de los avatares temporales. Mas,, en su mayoría, o colaboran con el consenso o se inhiben de su lucha contra la cultura nacional o están desorientadas. Así, cabría esperar independencia y fortaleza de la Iglesia, custodia de la Verdad —((la verdad os hará libres»— y por su naturaleza un contramundo en el mundo, frente a la labor de zapa del consenso. Después de todo el éthos de la Nación Histórica española es católico. Por lo que destruir la Nación española implica la necesidad de destruir a la Iglesia. Sin embargo, demasiado confusa y dividida, está a la defensiva.

También lo estuvo la Iglesia universal tras la muerte de Pío XII en un momento en que la intensa propaganda comunista y socialista estaban imponiendo casi como un dogma la creencia en que, dada la solidez de la Unión Soviética, el socialismo, una religión de la política, estaba destinado a predominar en el futuro. Pío XII, un estricto hombre de Iglesia, veía la política sub specie aetemitatis; tenía las ideas muy claras y percibía nítidamente las diferencias. Su muerte ((hundió la Iglesia católica» (Pierre Chaunu). Su sucesor, Juan XXIII, empezó a contemporizar con el comunismo y el socialismo. Pablo VI, otro sacerdote intachable, sensible empero a la temporalidad de la política, pensaba que Occidente sería cada vez más socialdemócrata y buscó un modus vivendi, generalmente instrumentalizando ad hoc a la democracia cristiana. Y, además, como según la teoría de la convergencia, entonces en boga, se acabaría por llegar a una especie de acomodo entre los dos sistemas, el occidental y el soviético, bajo la fórmula común de la socialdemocracia, impulsó una Ostpolitik papal y eclesiástica.

Al entrar así la Iglesia en el juego del milenarismo social-. demócrata, la política vaticana temporalista de salvar lo que se pudiese en vista de las circunstancias, dio el espaldarazo a la gnosis socialdemócrata como signo de los tiempos y el consenso dirigido por la socialdemocracia se afincó en toda Europa. La gnósis penetró en la misma Iglesia, proliferaron las interpretaciones ((políticas» o politizadas del Concilio Vaticano II y comenzó la más o menos confusa defección del clero y la diáspora de muchos cristianos ganados por el temporalismo.

Juan Pablo II enterró la Ostpolitik. Bajo su pontificado, los tiempos han cambiado y la Iglesia no tiene por qué practicar ningún temporalismo plegándose desorbitadamente a las circunstancias. Karol Woyjtila se enfrentó a la interpretación ideológica de la historia. En su primera visita papal a Polonia, recordó a los dirigentes comunistas que «la razón de ser del Estado es la soberanía de la sociedad, de la nación y la patria». Pero el.clima milenarista subsiste en muchos lugares, intensamente en España.

La Iglesia española, no sin muchas excepciones particulares amortiguadas por el «colectivismo» en que puede convertirse la colegialidad de los obispos en una Conferencia Episcopal, vio con simpatía, que algunos podrían juzgar acomodaticia, la construcción del consenso político según la gnósis socialdemócrata. La política es accidental, pero ha asistido bastante impasible a la destrucción sistemática del éthos nacional, que es mucho más grave. Prospera la gnosis —socialismo, progresismo, cientificismo, laicismo, bioideologías, sincretismos pseudoecuménicos, New Age, etc.— que confunde a los cristianos y, sobre todo, a las nuevas generaciones maleducadas y deformadas por el consenso. La increencia, más grave que el ateísmo, se expande alentada por los poderes públicos y culturales y las iglesias están cada vez más vacías. ¿Es el signo de los tiempos o el resultado de que el ateísmo y el modo de pensamiento ideológico, en definitiva la cultura de la gnosis, no encuentran una clara y decidida oposición?

Es un hecho que la Iglesia española, temerosa de parecer un poder, o quizá más de que la oposición cultural le acuse de serlo, ha perdido la auctoritas que le pertenece legítimamente, tanto por su naturaleza como por la tradición, la nacional y la del éthos europeo, ininteligible sin el cristianismo y la Iglesia. En casos graves o extremos, invoca críticamente generalidades más o menos abstractas que, por otra parte, apenas transcienden. Los mismos púlpitos están callados, y quizá sea mejor dado el desconcierto, la confusión cultural y la indisciplina doctrinal.

La Iglesia no sólo albergó en su seno, y sigue albergándolos, a religiosos «progresistas». Mas el nacionalismo es seguramente el mayor enemigo del cristianismo. Y los clérigos y religiosos nacionalistas o que colaboran con las oligarquías separatistas no sólo corroen el éthos de la Nación sino la religion. Pero campan en el seno de la Iglesia visible como un tumor y la paralizan. ¿A pesar de ser «católica», tal vez acepta por eso como «colectivo», es decir, nemine discrepante, que puede asistirles alguna razón a los nacionalismos oligárquicos? ¿O es por prudencia, para evitar un cisma? ¿Por qué no arriesgarse?

Suponiendo que pasase algo, espiritualmente no se perdería nada, yio poco que se perdiese materialmente, lo compensaría de sobra la clarificación de muchas cosas, empezando por la doctrina. Por ejemplo, se entendería mejor qué significa el laicismo gnóstico como religión de la política convertida en religión civil del Estado: instrumentum regni con el que el laicismo quiere apoderase de las conciencias. Las consecuencias serían únicamente políticas, temporales, y no necesariamente negativas.

¿Qué podría hacer la Nación Histórica dejada a sí misma para recuperar la libertad política frente al nudo gordiano del consenso con el que la sociedad política la explota? Parece que muy poco. No obstante, por una parte, hay indicios de que la última singladura del consenso obedece a que la situación política, habiendo agotado sus posibilidades, hace un último esfuerzo para controlar el timón y mantenerse a flote y, por otra, de que, a pesar de todo, el éthos de la Nación, no está muerto sino dormido. Empiezan a oírse despertadores y es posible que la realidad se imponga sobre la mentira.

Cronos devora a sus hijos. Las construcciones políticas no son eternas. Están sometidas a la caducidad de los tiempos. La auténtica política es por eso la política del escepticismo, como la llamó Michael Oakeshott. Por ende, también cabe confiar, si no en la Providencia, en el azar. Leer a Maquiavelo es un buen consejo. El problema es fundamentalmente político, y Maquiavelo dejó escrito que in politicis el cincuenta por ciento depende de la diosa Fortuna.

Dalmacio Negro
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(1) El reparto del botín, que incluye los votos, nada tiene que ver con la política. Al comenzar la transición se popularizó la idea de que todo es negociable, es decir, negocio. Y esta es la ley interna del consenso. La dificultad, que el Partido Socialista da por superada, para negociar con ETA, ha sido el temor de que la aceptación de sus exigencias pueda despertar a la Nación de su letargo. Esa mentalidad se ha difundido tanto que, por ejemplo, los españoles conversos al Islam piden que se les devuelvan los bienes que pertenecían a lo que ellos llaman Al-Andalus. Como el Islam radical ha sido reconocido como iustus hostis por el Partido Socialista, que mima a los musulmanes, en los que ve un aliado objetivo en su lucha contra el cristianismo, se unen en reivindicaciones como ésta el oportunismo y la destrucción del sentido común y del natural sentimiento nacional llevados a cabo por la Restauración socialdemócrata.

(2) En la práctica, los demás miembros de los partidos están sometidos al mandato imperativo aunque la Constitución lo prohíbe expresamente: «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo» (art. 67, 2). Pues sólo tienen libertad de voto cuando los jefes de los partidos lo autorizan expresamente, por lo que hay que suponer que este apartado constitucional está derogado en la práctica sin que se haya modificado la Carta, que sería lo procedente.

(3) La política conservadora privilegia el consenso; la política revolucionaria y el revolucionarismo progresista, el disenso; la auténtica política liberal descansa en el consenso, aceptando del disenso únicamente lo que puede perfeccionar la libertad política actualizando la tradición en tanto tradición creadora.