la última palabra

Por Patriciaderosas @derosasybaobabs

No importa el papel que interprete Matthew Macfadyen, que para mí siempre va a ser Tom, uno de mis personajes preferidos de «Succession». Quizá por eso no me entusiasmó su papel en “Quiz”, la mini serie basada en hechos reales sobre una pareja acusada de fraude en la versión británica de “¿Quién quiere ser millonario?”.

Vi la serie en cuanto se estrenó porque tengo una pequeña y discreta adición a este tipo de programas. Pueden pasar semanas o incluso meses sin que me acuerde de ellos, pero si por alguna razón tropiezo con uno, ya no puedo dejarlo hasta que termina. Y no me importa en absoluto si alguien argumenta su mérito en la dedicación absoluta o en mecanizados ejercicios de memoria. La vida tiene infinitas preguntas con sus infinitas respuestas. Pero no todas son correctas.

Hace unos días, uno de tantos fríos y desapacibles que hemos tenido este enero, me quedé en el sofá de casa cambiando de canal sin rumbo hasta que me detuve en uno de estos programas. Creo que no logré acertar una sola respuesta. Un fracaso del que me avergoncé en soledad, por suerte.

Cuando estaban terminando, el presentador formuló la última pregunta, esa en la que el silencio impera en plató y los focos se concentran sobre el concursante abrazando una ligera atmósfera de humo. La teatralidad sobrevenida por un efecto de luz o sonido es incomparable con cualquier otra.

La respuesta era tan clara y evidente que, sin lugar a dudas, el concursante la acertaría y se llevaría el premio. Falló. Me incorporé en el sofá, como si el hecho de estar desparramada como una manta mermase mi capacidad de percepción. Por un momento pensé que sería una broma propia de un tipo soberbio y sin gracia, que corregiría de manera inmediata retirándose con galardones y ovaciones. Un final colmado de honor, aplausos, abrazos, lágrimas y confeti. Lo que procede. Pero falló.

Había demostrado saber de todo, pero no supo la respuesta a la última pregunta, a la más sencilla. Y yo sí la sabía. Quería decirla, pero no había nadie por ahí que pudiese escucharme y de qué sirve el éxito si nadie lo presencia y te da una palmadita en la espalda.

En ese momento pensé en mi madre, recriminándome tantas veces mi habilidad para tener siempre la última palabra. Esa mala costumbre de terminar la conversación con un punto final. De ser tú quien cierra la puerta y da la espalda. Después te marchas con las piernas temblorosas pero con la cabeza firme. Por suerte, casi nunca se fijan en tus piernas.

Hace poco, un amigo me comentó que escribía siempre pensando en el final y a partir de esa idea construía el resto de la historia. Desde el principio sabía dónde quería llegar.

Es final es importante, por muy injusto que sea poner todo el peso de una historia en su desenlace. La última escena, la última página, el último encuentro, la última foto, el último beso, la última pelea, la última respuesta. Es posible que parte de la culpa radique en la propia acepción de la palabra. Último evoca un final, sentencia la posibilidad de que haya más.

Yo ya no intento tener la última palabra. Tengo un acuerdo tácito con mi vanidad para que ambas salgamos invictas de las situaciones más complicadas. Win-win. Cada vez pongo más comas y menos puntos. La vida con comas es mucho más pausada y, sobre todo, más sencilla. Esto sí que es importante.

Pensándolo bien, creo que me gusta tanto Tom Wambsgans porque él siempre parece ser ese personaje al que le cierran la puerta y al que le ponen el punto. Pero cuando llega el momento oportuno, la última palabra, la certera, es suya.