Eran aquellos días. Los días de calle mojada y manos heladas, de presión en el vientre y tareas postergadas en la oficina. Se juntaban a media mañana y se iban a verla. Llegaban pisando sobre los envases de McDonalds con los que cada noche los hijos de los ejecutivos de la multinacional que vivían en los adosados enmoquetaban las calles de la urbanización. Sobre la barra donde los currantes del polígono se disputaban la página del ABC que traía el artículo de Gabriel Albiac les esperaban aquellos cubos fríos que sólo el ligero toque de cebolla hacía tolerables y que ellos se comían de un bocado antes de devolver la mirada al guardia civil de Tráfico que ocupaba su rincón de siempre, cuchicheando con el periodista de siempre, que le sonsacaba los mismos secretos de todos los días. El programa de variedades en el televisor a todo volumen hacía inaudibles los detalles de la conspiración. Reconfortados por el almidón de la patata cocida y las proteínas del pálido huevo industrial, reunían las fuerzas o tal vez la confianza necesaria para arrebatar a los currantes la página del ABC que importaba. Los apartaban a empujones, sin miramientos. Si se resistían, les metían los codos en los riñones o les clavaban agujas en los muslos, como les habían contado que hacían los futbolistas uruguayos de antes. Disimulando lo justo, poniendo siempre buena cara, aguantando la mirada al guardia civil y al plumilla que le comía la oreja. Aquellos pobres diablos ahuecaban y ellos se inclinaban sobre el periódico en un gesto que se parecía a una reverencia, las manos crispadas sobre las tazas en un intento desesperado por calentarlas. Sumergidos por fin en la prosa de Gabriel Albiac, dejaban que la riqueza de referencias y la fina arquitectura de los argumentos expuestos a dos columnas los zarandeasen de la indignación al desencanto y de ahí a un duermevela reflexivo del que los rescataba el golpear sordo del dosificador sobre el cajón de los posos del café. Sólo entonces levantaban la vista y la vista volaba a la raya gruesa que enmarcaba aquellos ojos que tenían el color del asfalto mojado, a la frente alta y brillante, a la suela plana de las zapatillas deportivas baratas, a los puntos de calceta del jersey de cuello barco que se estiraban sobre las abundancias del pecho, a los pantalones de algodón adheridos a las nalgas que hubieran deseado golpear como ella golpeaba el cajón de los posos del café, hasta obtener aquel sonido sordo y contundente, y apartaban a un lado la idea de que este país no tiene remedio y comenzaban el pasatiempo de descifrar el trisquel tatuado en la nuca mientras el trisquel jugaba a esconderse detrás del manojo de pelo que se descolgaba desde la coronilla hasta la quinta vértebra lumbar y que nunca paraba de balancearse porque ella nunca paraba de moverse, infinitamente ágil, infinitamente atareada detrás de la barra sembrada de tazas sucias y de monedas de escaso valor abandonadas por los clientes en estampida. Allí estaba. La vena palpitante entre las fibras de su cuello alerta. Un día más. Un día de aquellos.