En las postrimerías del Romanticismo, hacia finales de la década de los años treinta del siglo XIX, unos pintores sintieron la necesidad de crear de otra manera el sentimiento de las cosas. Porque el sentimiento que las cosas les producían seguía siendo un pálpito vital -y artístico- insoslayable para lo que, esas mismas cosas, les producirían al expresarlas en un lienzo. ¿Fue un impulso artístico exclusivamente? ¿Fue la pulsión artística por expresar las cosas de otra forma solo lo que lo originó? La historia convulsa de los rigores sociales de la Humanidad condicionará siempre cualquier forma o manera de expresión artística. Hay que situarse históricamente. La crisis institucional y social que provocase la Revolución francesa y las guerras napoleónicas posteriores llevaron a un necesitado clamor espiritual, metafísico y, a la vez, muy emocional del hombre. Por eso el Romanticismo enraizó bastante en aquellos años. Pero, cuando toda aquella convulsión agitada pasó, el mundo restauraría su sociedad amable y sus tranquilas y -aparentemente- satisfactorias formas de vivir. Pero, no duraría más de treinta años. Y la sociedad se revolvería de nuevo ante la incapacidad de entender los verdaderos motivos de las cosas.
Así que cuando las revoluciones sociales de 1848, heredadas de aquélla de antes, ahora advenidas desde una insatisfacción más social que ideológica, fueron desarrollándose por Europa, algunos creadores buscaron la tranquilidad y el sosiego que necesitaban para crear. Y no tanto ya en el sentido metafísico, espiritual o ideológico de las cosas, sino entonces más bien en lo cercano, en el entorno natural desprovisto -y purificador- de cualquier connotación idealizada, huyendo así -eso sí- de una realidad cruel, dura y tan desmotivadora. Fue el pintor Theodore Rousseau quien, en 1848, decidirá huir a la boscosa población de Barbizón, al norte de París, donde encontraría entre sus paisajes el sentido más profundo de lo que él sentiría entonces como el verdadero motivo de una creación. Y ahí se materializó una forma de crear que ya habría sido sospechada y compuesta por algunos pintores británicos años antes -John Constable-, y que acusaba o subrayaba ahora más el espíritu natural de lo representado que la metáfora espiritual que lo representado expresara. Y esa escuela -La Escuela de Barbizón- inspiraría una verdadera revolución en el Arte años después, cuando el Realismo tampoco satisfaciera -como esa escuela- el sentido más expresivo de una realidad -la que aparece efímeramente a nuestros ojos- y de una necesidad -la que sentiremos huérfanos de una espiritualidad desconocida-: el aséptico y equidistante Impresionismo.
George Inness (1825-1894) fue un pintor norteamericano que navegaría por las aguas románticas que el paisajista Thomas Cole y la Escuela del Río Hudson habían formado ya en los EEUU. Pero, en 1851, decide viajar a Europa y descubre así, asombrado, otra cosa diferente, no muy diferente pero sí algo diferente... Porque la diferencia de los creadores franceses de paisajes -Barbizón- frente a los norteamericanos -Hudson- era que aquellos expresaban sus composiciones directamente en el sitio que pintaban, frente a la luz y al color mismos que ellos veían delante, sintiéndolos. En contraste con la escuela norteamericana, que intelectualizaba, racionalizaba o pensaba -en el estudio- mucho más el sentido creativo de lo que ese paisaje les inspiraba, aunque fuesen sentimientos muy parecidos. En definitiva, había una inspiración sentida: o por lo que el sentimiento desnudo se dejara guiar o por lo que el intelecto reflexivo pudiera sentir. Pero, en Inness el momento y las emociones que le produjo aquella experiencia francesa en Barbizón le cambiaría la vida para siempre. Así que, de regreso a su país, a los inicios de la década de 1860, se trasladará de Nueva York a Medfield, en Massachusetts, y de aquí a Nueva Jersey, y es cuando ahora descubrirá las obras del filósofo, científico y místico sueco Emanuel Swedenborg, y entonces compondrá unas obras de una expresividad mística y espiritual muy determinada.
Cuando los fuertes descubrimientos de las cosas, para espíritus sensibles y reflexivos, les lleva a preguntarse y replantearse esas cosas, determinarán ellos una elección en sus vidas. Tal fue el caso de Emanuel Swedenborg (1688-1772), un inquieto hombre de la ilustración, científico, inventor y descubridor que, casi al final de su vida, decidirá dedicar -con su nueva elección- todos sus conocimientos a explicar a la humanidad una teología más asequible, necesitada de cercanía y, a la vez, de una justificación prometedora de una realidad más trascendente. Tanto como para trastornar los sentidos clásicos de espiritualidad hasta entonces conocidos en Europa. Pero, no prosperaría. La razón y el sentimiento -el racionalismo y el romanticismo-, junto con la religiosidad oficial establecida entonces, dejaron en una anécdota intelectual y metafísica lo que, según para algunos budistas, llevaría a cabo el -para ellos- Buda del Norte. En la difícil recopilación de algunas teorías filosóficas o religiosas, como la de Swedenborg, hay que tratar de sintetizar sin dejar de ser riguroso pero sin extenderse. Y aquí prefiero mencionar un artículo de internet: Lo que Borges me contó de Emanuel Swedenborg.
Y en él se establece una curiosa e interesante teoría de Swedenborg que al escritor argentino Borges le inspiró y gustó bastante. Tiene que ver con las elecciones. Lo que decidimos, lo que asociamos a nuestra afinidad -o no- de algunas cosas de la vida, son lo que, libremente, decidiremos elegir, y esto determinará el sentido de benignidad, bondad o placer espiritual frente a la tosquedad de lo abrupto por ser maligno, aniquilador o displacentero espiritualmente. Y en ese artículo se expresa más o menos lo que el pensador sueco defendería con sus teorías místicas. Algo que puede resumirse en que nosotros mismos elegiremos qué cielo o qué infierno queremos padecer. Primero, expresa un dualismo claro: hay una oposición entre un mundo material o corporal y otro espiritual. Segundo, hay también un dualismo moral: el bien y el mal. Unos viven -y vivirán- en un mundo (exterior/interior) placentero y bondadoso -cielo-, y otros en uno terrible y violento -infierno-. Pero, y aquí está lo que más inspiró a Borges -y es más interesante-, ni el cielo es un premio ni el infierno es un castigo. Es cada ser humano el que los creará, según la disposición de su alma personal -su propia elección-. Porque los buenos, por un lado, irán adonde están los otros buenos, y su resultado será la celestial bondad elegida. Y los malos buscarán la compañía de otros malos, y sus envidias, conspiraciones y violencias serán el infierno elegido. Pero, en cierto sentido, los malos son felices en su infierno, es donde ellos desean estar. Si se acercan demasiado al cielo lo percibirán con dolor y repugnancia. Porque son las elecciones que hacemos en la vida las que nos llevarán a ese estado -ese mismo donde ahora vivimos..., ¿y luego viviremos?...- y no otra cosa.
(Óleo del pintor George Inness, Amanecer, 1887, Museo Metropolitan, Nueva York; Cuadro Atardecer en Medfield, 1875, del pintor George Inness, Metropolitan; Fotografía realista de la mezquita turca de Santa Sofía, Estambul; Óleo del pintor impresionista John Singer Sargent, Santa Sofía, 1881, Museo Metropolitan de Nueva York.)