Ni una sinopsis del retorcido argumento -un solitario empleado de Hacienda (Bruce Greenwood), que está haciendo una inspección al dueño de una tienda de animales (Don McKellar), sospechoso de fraude, acude cada noche a Exótica, un club de striptease de las afueras de Toronto, para ver bailar a Christina (Mia Kirchner), antigua amante del animador del local (Elias Koteas) y actual pareja de la propietaria (Arsinée Khanjian, paisana de Egoyan, presencia habitual delante y detrás de la cámara, como coproductora en su filmografía), sobre la que proyecta la ausencia de su hija perdida; otro tanto hace con su sobrina (Sarah Polley), cuyo padre (Victor Garber) está anclado en una silla de ruedas-, ni una sucinta enumeración de los recursos cinematográficos empleados por su director y guionista, el canadiense de origen armenio, aunque nacido en Egipto, Atom Egoyan -guion estructurado sobre la base de vidas cruzadas tan de moda en los noventa y primeros dos mil; contraste de las secuencias urbanas, nocturnas y en la penumbra del club frente a las escenas diurnas en barrios residenciales o en el campo; uso de la ecléctica e inquietante música de Mychael Danna; elocuente utilización de ventanas-falsos espejos para observar sin ser visto; construcción de secuencias paralelas a partir de un mismo recurso, objeto o situación (huevos, pájaros, paseos en coche, baile… ya sean exhibicionismo sexual o ballet clásico…, explotación del voyerismo erótico…)- sirven para hacerse una idea real del grado de complejidad y de sofisticación que alcanza el entrelazado de fondo y forma en esta espléndida muestra del valor narrativo que, más allá de la letra del guion, de las interpretaciones y de las posibilidades técnicas, puede llegar a poseer la puesta en escena. De este modo, un relato que expuesto al modo lineal convencional resultaría sin duda en exceso rebuscado, intrincado, caprichoso, teledirigido, adquiere, gracias a su meticulosa reconstrucción mediante una narración en espiral que va colocando teselas en el mosaico del conjunto, una densa corporeidad, un volumen de sensaciones y recovecos dramáticos y psicológicos que termina de conformarse en el último plano de la película.
A partir de un estilo monocorde, apagado y distante, fundamentado en el predominio de los colores fríos (la oscuridad de la noche y de la penumbra, los tonos azules en el interior de los apartamentos, los bares y las tiendas, los colores cálidos amortiguados, en particular los amarillos, de las estancias más iluminadas e incluso de los exteriores diurnos filmados en campos y jardines) y en un ritmo lánguido y cadencioso, la película va dotando de humanidad a unos personajes que desde el inicio son mostrados desde el prisma de un observador -esto es, un voyeur– neutro, desapasionado, azaroso (es el azar lo que lleva la acción a las puertas del club Exótica, un taxi que, trasladando a unos viajeros desde el aeropuerto, se detiene en el exterior, y unas entradas para el ballet que cambian de manos se convierten en uno de los disparaderos narrativos de la trama, como otro de esos encuentros casuales determina, al menos en parte, la conclusión), casi científico, que se limita a examinar sus evoluciones sin filtros moralizantes ni juicios éticos, como por el visor del microscopio de un naturalista estudioso de los comportamientos humanos que no aspira a condenar o a absolver, solo a comprender. Y eso es justamente lo que ofrece la película, una satisfacción de esa necesidad, convenientemente administrada para rellenar los huecos de la trama de manera que vaya tejiéndose paulatinamente la tela de araña que conecta los oscuros secretos y anhelos de unos personajes a priori ignorados los unos por los otros, pero cuyas conexiones existen y los condicionan más de lo que imaginan. Nada de lo que sucede es gratuito ni aleatorio, tampoco el tiempo exacto en que se disparan los acontecimientos, se mantienen determinadas conversaciones o se revela información concreta al espectador: cada pieza se coloca en su lugar exacto en el momento justo para ampliar el ángulo de visión del público, para aderezar las imágenes con una nueva connotación, un detalle adicional, una adicional dimensión de datos, sensaciones, estados de ánimo, que conduce el argumento a la final eclosión de una perfecta estructura circular dentro de la cual los personajes se mueven en aparente caos, como cuerpos vivos observados en una plaqueta, pero dentro de un orden superior que les impone una armonía convergente.
Las sensaciones de pérdida, dolor y erotismo se logran a través de la minuciosa recreación de una atmósfera en la que todos los elementos, tratamiento de la luz, música (ritmos electrónicos se mezclan con inquietantes melodías étnicas de inspiración oriental), color, movimientos de cámara y de los personajes (especialmente, los sensuales y serpenteantes bailes de Christina), diálogos, gestos y actitudes, conforman un universo único, pleno de crudeza y voluptuosidad, en el que la muerte y el sexo van de la mano. Todos los personajes han perdido o carecen de algo que anhelan, y se mueven en su búsqueda (la familia perdida o nunca tenida, el amor truncado y deseado, el sexo vetado) vacilantes, inseguros, desorientados, ajustando cuentas pendientes con el pasado (infidelidades traumáticas, muertes prematuras, figuras paternas y maternas ausentes, infancias atormentadas, herencias indebidas, condicionamientos emocionales…) y exponiéndose a un futuro incierto, promesa de insatisfacciones y frustraciones mantenidas en el tiempo. Este es, en resumidas cuentas, el elemento central, el tiempo. El juego de espejos, secretos y misterios que propone la película no resultaría satisfactorio si no fuera acompañado de un sabio manejo de los tiempos, que desestructura la historia de cada personaje y la hace conectar con otro en el momento preciso, en el único posible. Los saltos en el tiempo, los fragmentos retrospectivos, algunos de ellos de gran belleza (las cabezas que aparecen alineadas sobre lo alto de las espigas del campo en el que se está realizando la batida en busca de la niña desaparecida, durante la cual traban amistad y amor Christina y su ex novio), no solo sirven al propósito de que los espectadores se sitúen en el entramado de ópticas cruzadas que compone la estructura dramática del filme, sino que, al mismo tiempo que sus descubrimientos, sospechas y revelaciones, tienen lugar las de los personajes. Esa constituye la mayor virtud de la película: Egoyan logra que el espectador vea por los ojos de todos los personajes, que piense y sienta a través de todos ellos, sin que se extravíe o tenga que presuponer o imaginar, pero al mismo tiempo sin contarlo todo, dejando una zona oscura, un poso secreto que es, justamente, lo que. a través de la música, el lenguaje de cámara y el tono velado de diálogos y personajes, de esa meticulosa construcción de la sensualidad, atrapa al público desde la voluptuosidad inquietante y sugestiva que es propia del misterio que a la vez ansiamos y tememos dilucidar.