En el suelo de algunas catedrales hay un mal llamado laberinto. Es una alegoría de la vida. Se entra por un punto señalado y se va recorriendo hasta llegar al centro, que es la muerte y la resurrección. Ese camino es enrevesado, da muchas vueltas, hace que vayamos hacia el norte y de repente hacia el sur, hacia el este y de pronto hacia el oeste. Muestra la desorientación de la vida, el desconcierto. Pero al final se llega al triunfo. Es costumbre recorrer ese aparente laberinto en oración o en meditación. Sin embargo, no es un laberinto en absoluto. No tiene pérdida. No admite ninguna opción, ninguna decisión. Sólo hay que seguirlo atenta y disciplinadamente. Es imposible perderse en él, pero también es imposible tomar ningún camino imprevisto. Es la dictadura absoluta. "Yo soy el camino, la verdad y la vida". Si seguimos el trazado señalado nos salvaremos. Es muy fácil, pero también muy árido y muy rígido. Es tan fácil que es imposible hacerlo mal. No hay manera de perderse.
Otra alegoría del camino de la vida, que sí tiene algo más de laberíntica, es esta:
(De hecho, una de sus casillas es el laberinto).
También es una alegoría de la trayectoria vital, con sus éxitos y fracasos. En este caso sí hay diversas circunstancias que pueden dar al traste con nuestros proyectos. Aquí no se gana siempre, como en las catedrales. A veces se pierde momentáneamente y luego se gana, y a veces se pierde definitivamente. Pero ello no es fruto de nuestras decisiones, sino de la mera suerte, del dado. Es una alegoría desasosegadora. Somos juguetes en manos de la fatalidad. Pasan cosas diversas, pero tampoco tomamos decisiones ni podemos hacer nada.
Un laberinto, según la RAE, es un "lugar formado artificiosamente por calles y encrucijadas, para confundir a quien se adentre en él, de modo que no pueda acertar con la salida". Creo que el quid de esa definición está en la palabra "encrucijadas". En los laberintos de las catedrales no hay encrucijadas. En el juego de la oca sí las hay, pero el dado decide por nosotros. Observemos que la definición de la RAE es sólo aparentemente cruel, pero en realidad alberga una esperanza. Quien nos mete en un laberinto nos da una oportunidad de escapar. Al Minotauro no le encerraron en una jaula, sino en un laberinto, lo que es muchísimo mejor. Por muy bien diseñado que estuviera (y Dédalo lo diseñó realmente bien) tenía una posibilidad de escapar. El laberinto es una oportunidad. (Por otra parte, estoy convencido de que el Minotauro, después de tanto tiempo, ya conocía de sobra el trazado del laberinto, y si no salía era porque no quería. Vivía con comodidad, y le alimentaban regularmente con jóvenes, que atrapados en aquella trampa desconocida para ellos quedaban a merced del monstruo).
Mi primer recuerdo de laberintos data de los tebeos de mi infancia. "Ayuda a Pedrito a encontrar sus libros", "Haz que el coche llegue a la playa". Ahí sí había dudas. A cada paso había que elegir.
La vista privilegiada desde arriba me permitía dominar el laberinto en planta, y el uso de un lápiz me ayudaba a no repetir errores. Así que con apenas dos o tres correcciones lograba el objetivo. Habría que imaginar qué se siente caminando por un laberinto sin ver más allá y sin saber si se ha pasado ya antes por el mismo punto. Recuerdo los de las películas La Huella y El Resplandor.
(En esta última el niño tiene una idea genial aprovechando que la nieve puede actuar como mi lápiz en los tebeos).
¿Qué es un laberinto? Un camino que constantemente solicita elección. Una maldita colección de encrucijadas. ¿Por la derecha o por la izquierda? Esa sí es una alegoría verdadera de la vida.
¿Sigo estudiando o lo dejo ya y me quedo en la zapatería de mis padres? ¿Acepto esa oferta de trabajo que no me gusta o sigo persiguiendo mi sueño? ¿Me quedo en mi país o me voy? ¿Le digo de una vez lo que siento o sigo callado? En fin. La vida.
Ese es el verdadero laberinto, el que nos ofrece todas las opciones con el mismo énfasis (ninguno), el que nos deja en un espacio indiferenciado, el que está totalmente abierto y, dándonos la completa libertad, nos propone la completa desorientación.
El laberinto nos enseña que la libertad total es también la más alta entropía y supone la muerte, mientras que la vida es, por el contrario, el milagro de la reducción de la entropía, de las coerciones.
El laberinto, como espacio indiferenciado, es también ruido. Lo permite todo, y por eso mismo no nos dice nada ni nos señala nada.
(Como toda mezquita, está orientada por el mihrab, pero en la gran
extensión de la nave las columnas y los arcos puntean el infinito).
Todo es elección y, por lo tanto, error. Quien no obra no yerra. Pues eso: Bendito Minotauro, que rehúsa resolver el laberinto.
Llegando a una cierta edad uno ve las oportunidades perdidas, los trenes que se dejaron pasar, y le invade una infinita tristeza.
Así que esto eran los laberintos: la angustia de elegir, la ansiedad de vivir, los errores, los desengaños, las insatisfacciones y la tragedia. Toda esa tragedia. Toda esa tragedia disfrazada de pasatiempo infantil, de aventura, de buenas historias y de vida.