Las ciudades, espejos del alma humana

Por Lasnuevemusas @semanario9musas
El aire se amodorra asfixiante y hediondo, el paisaje yace gris asfáltico y de cristal, la estética se escurre entre jaulas de hormigón, el estruendo es el hilo musical ensordecedor y las filas tortuosas y humeantes de los coches encarnan nidos bullentes de irascibilidad y aversión al prójimo.

Y el tiempo veloz y estresante, como telón de fondo, arranca cada bocanada de aliento al ciudadano y le va robando la vida, mientras ingenuamente cree vivirla: son las modernas ciudades.

Terminologías como medio ambiente urbano o ecosistema urbano se incorporaron en décadas muy recientes al estudio de las relaciones de los seres vivos entre ellos y con el entorno, es decir, a la ecología.

Al fin y al cabo, si etimológicamente la ecología es el estudio del hogar y más de la mitad de la población mundial vive ya en las ciudades -en Europa y EEUU el 80% de sus poblaciones-, era hora de incluir nuestro hábitat más característico dentro de esta rama de la ciencia de lo seres vivos.

¿Será esta novedosa intrusión una señal de la reciente y tímida preocupación de la población hacia los asuntos medioambientales, ante la desnaturalización casi enfermiza del ser humano en el medio actual que le rodea, tras ser arrancado de su auténtico hogar, la naturaleza, a la que siempre ha pertenecido?

Y señal, por añadidura, del enmarañado atolladero ecológico que las grandes urbes suponen, no ya para el planeta -en realidad, las ciudades solo suponen el 2% de la superficie del planeta-, sino para el propio individuo y su calidad de vida.

Desde el Renacimiento se produjo un importante desarrollo de las ciudades, pero fue con la Revolución Industrial cuando brotó su crecimiento expansivo y absorción de población desde el medio rural, hasta alcanzar en la actualidad el 90% de la población de países como Gran Bretaña o Argentina.

La ciudad viene a ser un hábitat, creado por y para el hombre, que este adaptó a sus necesidades específicas humanas, a diferencia de las animales y vegetales.

El contrasentido arranca cuando es el hombre el que acaba adaptándose a su propia creación y sufre las consecuencias de su deshumanización, en un medio artificial que le es hostil y desde el que ignora el bienestar del resto de seres vivos y, con ello, el suyo propio.

Las urbes fueron creadas para facilitarle la vida al ser humano, que para ello sustituyó el impredecible ecosistema natural y su contacto con él, y se rodeó de un mejor y privilegiado nivel de vida, en el que él es la especie dominante. Ofertan una amplia gama de servicios culturales y de ocio, tecnológicos, políticos, sociales y económicos, y un abanico de mejoras y comodidades.

El interrogante es: ¿a qué duro precio? Incluso, ¿hasta qué punto esas ventajas son reales?

La marabunta caótica y molesta de muy dudoso valor en la que se ha transformado la ciudad decrece no solo la calidad del aire, del clima, del agua, del suelo, de la vegetación, sino la de la vida misma, acarreando neurosis, cansancio, individualismo e insolidaridad; la facilitada vida no siempre es fácil de vivir.

Los defensores de la biofilia -término elaborado por el biólogo estadounidense Edward O. Wilson, ganador de dos Premios Pulitzer y coautor también del concepto de biodiversidad- nos ilustran sobre la pasión innata que siente el ser humano por la naturaleza y todo lo viviente, vínculo que la evolución le brindó desde siempre para su supervivencia.

La nueva incógnita que se confiesa en esta trama es: ¿podemos entonces seguir siendo humanos -llevando esta afinidad natural intrínseca- en un medio aislado de la naturaleza y cuya conexión con el exterior y la realidad se basa, en gran proporción, en un mundo creado de forma virtual por la tecnología, a través de las pantallas de televisores, ordenadores o móviles?

Es indiscutible el problema de la contaminación atmosférica -incluida la contaminación por malos olores-, cuyo promotor principal de su proliferación es el tráfico rodado, y tras él, las industrias.

Solo con apuntar que un coche emite al año una media de tres veces su propio peso en monóxido de carbono, nos da una idea bien aparente de las toneladas que miles de coches arrojan a la atmósfera urbana, más una tercera parte de óxido de nitrógeno y algo menos de anhídrido sulfuroso y otras partículas, como el ozono artificial, contaminante indirecto. Los índices tolerables se sobrepasan en muchas ciudades.

Pero a este nocivo inconveniente -y a su indeseable incidencia en la salud de las personas- hay que sumar otro que al ciudadano se le antoja engorroso y crispante: la accesibilidad se reduce, sobre todo en los accesos de entrada y en las vías de los centros urbanos, debido a los niveles de saturación de la red viaria, provocando situaciones estresantes de embotellamiento.

La velocidad media de los coches en tales situaciones se asemeja a la de un carro de caballos cuando atravesaba estas mismas calles hace un siglo. Realmente paradójico, ¿no es así? La movilidad es primordial para la fluidez funcional de las ciudades y, sin embargo, la velocidad de circulación es cada vez menor y los desplazamientos más dificultosos.

El vehículo es, además, un come espacio, pues necesita grandes superficies, no solo para rodar (calles, carreteras, autovías), sino para estacionar (aparcamientos de superficie o subterráneos, áreas de servicio).

Porque no solo las edificaciones de las ciudades -habitualmente en expansión- van devorando terreno rural (cultivos, espacios naturales), los coches con su proliferación también lo reclaman.

Pero hay metrópolis en las que se trabaja para revertir esta perjudicial situación, con planes de fomento de vehículos y combustibles menos contaminantes, transporte colectivo limpio y silencioso, como los tranvías y autobuses eléctricos -con considerable reducción además del consumo energético-, y peatonalización de los centros históricos, o bien creando viarios específicos para tráficos no motorizados (peatones y carriles bici), rondas de circunvalación descongestionantes y aportando innovaciones tecnológicas para las industrias, que minimicen el impacto de sus emisiones a la atmósfera.

En 1972, la Organización Mundial de la Salud (OMS) catalogó un nuevo agente contaminante, muy característico de las urbes: la contaminación acústica a través del ruido.

A pesar de existir legislaciones locales de protección del medio ambiente en las que se incluyen los niveles salubres permitidos de ruido, muchos municipios soportan actualmente cotas de ruido no deseables.

Además de la molestia y de los efectos en sí en el aparato auditivo, el ruido altera el ritmo respiratorio y el cardíaco, la tensión arterial y la muscular, incrementa la secreción de adrenalina y provoca estrés, ansiedad y cansancio, interrupción del sueño y falta de concentración, como respuesta inconsciente del organismo a la agresión auditiva. Algunos psicólogos afirman que influye en el grado de irascibilidad y egoísmo que atrapa al urbanita de las grandes metrópolis.

El causante primordial de la contaminación acústica en el medio urbano es también el tráfico rodado, seguido por el transporte aéreo y ferroviario, las industrias, las obras públicas y de construcción, y las actividades recreativas, además de las alarmas de los servicios de urgencia y seguridad, y de los ruidos domésticos (aparatos eléctricos).

Habría que añadir a este conflicto el deficiente aislamiento acústico que sufren los edificios (fachadas, muros y ventanas) por simple incumplimiento de las normativas.

Las soluciones que están llevando a cabo algunas ciudades se basan en tres aspectos: reducción del ruido en los focos emisores que lo originan, amortiguación entre las viviendas y los focos emisores -pasillos verdes o márgenes arboladas- y prevención del ruido en los focos receptores mediante el aislamiento acústico.

Respecto a este último aspecto, la bioclimatización de las viviendas tradicionales es una práctica que cayó en desuso ante el voraz desarrollo de los mastodónticos bloques de pisos -y rascacielos- en los que se apilan oficinas y viviendas y se hacinan sus huéspedes. El consumo de energía además llega a ser diez veces mayor que en edificaciones antiguas.

Pero está surgiendo una nueva arquitectura bioclimática, gracias a la cual, los acondicionamientos de estos edificios ecológicos conllevan un ahorro eficiente energético y económico: nuevos materiales de construcción -no contaminantes, más naturales, duraderos, reciclados o reciclables, y mejores aislantes de la temperatura y el ruido-, energías renovables, diseños arquitectónicos basados en la orientación, temperatura y luminosidad -con sistemas de corrientes convectivas de aire-, y alumbrados y electrodomésticos de bajo consumo.

Otro tipo de impacto ambiental más reciente en la consciencia es la contaminación lumínica nocturna, que nos roba algo tan trascendental e inexpresable como un cielo cuajado de galaxias y estrellas centelleantes. Nos habituamos a ello hace tiempo, como también a olvidar las distancias largas e infinitas de un horizonte lejano inexistente entre los edificios de la ciudad, obviando casi la luna, nuestro sol, las nubes o cualquier sublime atardecer.

Este gran resplandor de luz en el cielo es producido por fuentes exteriores de luz y su reflexión en paredes y suelo, que incrementan el brillo natural del cielo, menguando la observación de los objetos astronómicos. En el caso de un alumbrado público ineficiente o innecesario supone además una pérdida energética y económica.

Sin embargo, en algunas ciudades pioneras están llevando a cabo medidas de protección del cielo nocturno, combatiendo este tipo de contaminación con una iluminación más uniforme, con proyectos que suponen una menor incidencia lumínica, diseños más apropiados del alumbrado viario y distintas intensidades lumínicas según los tipos de vías y horarios.

El impacto paisajístico en las urbes es otro trastorno ecológico, que consiste en el deterioro visual y estético del territorio en el que se desarrolla la vida de sus ciudadanos.

No obstante, cada vez en más ciudades, gracias al tratamiento que dan al paisaje como recurso ambiental y a sus planes de reordenación del territorio, han apostado desde hace unos años por paisajes de mayor valor natural y cultural, al restaurar áreas degradadas y transformarlas en espacios integrados paisajísticamente en el entorno: recuperan graveras, antiguos vertederos y zonas degeneradas sin cubierta vegetal mediante corredores verdes, o constituyen parques vertebrados a todo lo largo de la ciudad, que minimizan el impacto en el paisaje.

Respecto al complejo ciclo de los residuos urbanos, tiende hoy en día a concebirse de forma integral, aminorando su impacto ambiental y potenciando su aprovechamiento, mediante vertederos controlados y plantas de reciclaje, aunque los sistemas de gestión más controvertidos son los relacionados con los residuos peligrosos, perjudiciales para el medio ambiente y la salud humana: los depósitos de seguridad y la incineración.

Un habitante de una ciudad genera una media de un kilo de basura al día, de la que cierta fracción aún va a basureros no controlados, por lo que se hace imprescindible potenciar, como ya se procura en tantas ciudades, la recogida selectiva de residuos y la utilización de puntos verdes, limpios o ecoparques.

El lema de las tres erres es un hábito que solo puede beneficiarnos a todos: reducir, reutilizar y reciclar, en este orden de preferencia.

Otro de los problemas del ecosistema metropolitano es el déficit de zonas verdes que presentan muchas localidades, reduciéndose a menos de cinco metros cuadrados de vegetación por habitante, y en algunas no llega al medio metro.

Sin entrar en consideraciones estéticas paisajísticas o en aspectos profundos relacionados con los beneficios psicológicos y saludables para nosotros como lugares reparadores y de ocio natural, son una solución vital en la suavización de los perjuicios ambientales de la gestión errónea en las ciudades.

El mundo verde urbano, única señal vestigial de aquel hábitat originario al que perteneció el hombre, ejerce en la ciudad una función esencial de regulación del clima, sobre todo en aquellas urbes que, por condiciones climatológicas, se constituyen en las llamadas islas de calor, tapizadas por una cúpula térmica caliente que contrasta con el exterior.

Las arboledas compensan las temperaturas extremas estivales, elevan la humedad y disminuyen hasta cinco veces el nivel sonoro del ruido, mediante la absorción de las ondas acústicas por sus ramas.

Son sumideros de CO 2, lo que significa que fijan este compuesto emitido en exceso en las ciudades, junto a otras partículas contaminantes, como óxidos de nitrógeno y azufre, y emiten el máximo purificador de nuestro enrarecido aire: el oxígeno.

Producen fitocidas, lo que disminuye el contenido de gérmenes en la atmósfera, al ser unos compuestos con función antibiótica.

Los espacios verdes pueden conformar pantallas naturales de atenuación, no solo del ruido, sino también del viento, el polvo y los malos olores, siendo un regulador lumínico que reduce el exceso reflectante de los rayos solares sobre el pavimento urbano.

Constituyen el pulmón verde de la ciudad y son el refugio de una flora y fauna silvestres adaptadas a ella, que merecen una política ambiental de protección, sobre todo para aquellas especies en peligro de extinción.

Algunas especies animales, además de soportar la contaminación atmosférica y acústica que nos rodea y muchas aprovechar la presencia cotidiana del hombre -desde sus basuras y residuos, como insectos, aves carroñeras y roedores, hasta la convivencia con él, como los animales domésticos-, le reportan beneficios, como en los casos de reptiles, aves y mamíferos insectívoros.

Toda esta complejísima problemática medioambiental aquí esbozada no ha de resolverse solamente en base a las preocupantes consecuencias que originan y ofreciendo alternativas más saludables y menos contaminantes, sino que ha de incidirse con predominancia en la raíz del asunto.

Ya en 1990, en el Libro Verde sobre el medio ambiente urbano presentado por la Comisión Europea, se trataban los factores sociales y económicos que generan esta alarmante degradación ecológica de las metrópolis.

¿No es más bien el hábito consumista, el despiadado modelo económico y de desarrollo lo que mayor peso tiene en este empobrecimiento medioambiental y personal? No podemos seguir consumiendo y despilfarrando de forma ilimitada ni generar hasta el infinito humos, basuras, ruidos, secuestrando más y más terreno a la naturaleza tras sepultarlo con cemento y asfalto.

O, mejor dicho, sí podemos -de hecho, lo hacemos-, pero no pretendamos ser congruentes al hacerlo ni nos autoengañemos creyendo que en las ciudades, por el hecho de serlo, radica la felicidad.

Porque en los días ociosos, el ciudadano encarcelado abre su reja y sale despedido y sin mirar atrás hacia el mar, el bosque o la montaña, como si anhelara una libertad que él mismo se coarta, como si desease atrapar el hálito puro de un hogar más placentero y familiar que ese otro que construyó a golpe de martillo y grúa. Se recarga y así puede soportar el resto del tiempo -casi todo el tiempo- en su propia cárcel de cristal, espejo de su alma atormentada.

La enrevesada organización de las avanzadas urbes nos aporta grandes recursos culturales, sociales, económicos y tecnológicos, pero a la par nos asfixia y se nos indigesta, y entierra en sofocantes hornos humeantes nuestra capacidad más instintiva y sabia de hermanamiento con el entorno natural y vivo, desconectándonos.

Como sabiamente dicen aquellos biófilos, no se trata de rechazar las sociedades urbanas contemporáneas, sino de sanarlas, e introducir en ellas lo que antaño repudiamos, la naturaleza.

Esperanzados, descubrimos acciones verdes cada vez en más ciudades, en las que se concibe el crecimiento urbano de una forma sostenible y no agresiva para sus habitantes. La educación ambiental, impregnada de información veraz, puede resultar una útil herramienta que origine una transformación en la conciencia ciudadana.

Podremos recuperar nuestra salud -y, por ende, la de nuestras urbes- física, mental, emocional y social. Pues no habremos de olvidar que lo que hagamos con y en nuestras ciudades es el préstamo que devolveremos algún día a nuestros hijos.