El éxito y la prosperidad de una empresa puede depender de múltiples factores, muchos de ellos circunstanciales y colaterales aunque a la luz de un superficial análisis puedan parecer decisivos. Por ejemplo, la ubicación geográfica aparentemente parece decisiva para explicar el desarrollo de una organización. Sin embargo, existen infinitos ejemplos de empresas nacidas en entornos mal comunicados que pese a todo no sólo crecen sino que triunfan. Nokia, pese a sus actuales dificultades, ha sido un referente en telecomunicaciones aunque su posición geoestratégica dejara mucho que desear en los confines de Finlandia. Mondragón Cooperativa es un ejemplo más cercano, encajonada en un valle de difícil comunicación, ha demostrado que la geografía puede ser un condicionante pero nunca insalvable. Más allá de esos lugares comunes que son los condicionantes circunstanciales, el éxito y la prosperidad de las empresas depende fundamentalmente de la solidez y fiabilidad de sus estructuras de gestión junto a una cultura propia perfectamente definida y asumida por la totalidad de las personas. Pero el factor crucial resultan ser finalmente las PERSONAS porque ellas y sólo ellas son quienes pueden asegurar esa solidez y fiabilidad, consolidando así el ADN cultural que será su mejor garantía. La solidez y fiabilidad de sus estructuras de gestión no dependen exclusivamente de refinados diseños orquestales, complejos cuadros de mando, mapas estratégicos de gestión o interminables manuales de procesos. A poco que nos descuidemos, estaremos hablando de literatura de consumo. La solidez y fiabilidad se alcanza con compromiso y liderazgo, tesón y honestidad. Si no existen estas condiciones, las estructuras pueden relucir al sol en su perfecto diseño, pero no pasarán de ser otra cosa que atractivos escaparates sin contenido real. Las empresas no están ahí para gestionarlas sino para liderarlas, haciéndolas vivir por parte de todos quienes en ellas participan, sean accionistas, directivos o trabajadores. Puede parecer una utopía para quienes no saben hacer otra cosa que mandar u obedecer. Pero es una necesidad para quienes desean trascender con su talento. El término “cultura” resulta tan polisémico como el de “calidad de vida” pero el consenso se generaliza cuando hablamos de los saberes, valores y pautas de actuación de un colectivo. Las interpretaciones de lo que denominamos “cultura empresarial” parecen no tener fin según cual sea la intencionalidad de quien las suscribe, pero una vez más, buscando su esencia real, podemos decir que la cultura de una empresa se manifiesta fundamentalmente en sus reacción ante situaciones de incertidumbre que exigen procesos de cambio. En otras palabras, su capacidad de reacción frente a problemas y oportunidades surgidas tanto en el contexto interior como exterior de la misma. Esa capacidad de reacción va moldeando una forma de ser y actuar, interiorizada y asumida por el conjunto de sus personas, dando lugar a su vez a un progresivo asentamiento de valores propios que marcarán su conducta. El proceso de generación de la cultura empresarial propia es prácticamente inconsciente pero sustentado en un compromiso tácito de las personas. Cuando una empresa “reflexiona” sobre su ser tan sólo pueden ocurrir dos cosas. Si el proceso resulta complejo y las dificultades se centran en la expresión y precisión de aquello que se quiere comunicar, el veredicto es claro: no existe una cultura asentada, se carece de valores reconocidos y asumidos como propios. Si, por el contrario, la reflexión se traduce en confirmación de una costumbre inconsciente, nos encontraremos ante una organización que ha sabido crecer gracias a sus personas, únicos motores de creación cultural. En este caso, existe aún una prueba más evidente que no es otra cosa que el orgullo que aflora al saberse poseedor de unos valores compartidos y asumidos que dan lugar a unas pautas reconocidas de actuación tanto ante las situaciones rutinarias como inesperadas, la certeza o la incertidumbre, la explosión o la depresión. No resulta gratuito desear plasmar y comunicar el Propósito, la Misión, los Valores y las Políticas de la empresa. Pero antes que todo eso se impone una pregunta: ¿sabemos quienes somos, cómo somos, qué queremos continuar siendo, qué deseamos llegar a ser? Si no somos capaces de responder de forma espontanea, sincera y, sobre todo, orgullosa a esta simple cuestión, la conclusión resulta más que evidente: debemos empezar a construir nuestra cultura antes de escribir nuestras memorias.
El éxito y la prosperidad de una empresa puede depender de múltiples factores, muchos de ellos circunstanciales y colaterales aunque a la luz de un superficial análisis puedan parecer decisivos. Por ejemplo, la ubicación geográfica aparentemente parece decisiva para explicar el desarrollo de una organización. Sin embargo, existen infinitos ejemplos de empresas nacidas en entornos mal comunicados que pese a todo no sólo crecen sino que triunfan. Nokia, pese a sus actuales dificultades, ha sido un referente en telecomunicaciones aunque su posición geoestratégica dejara mucho que desear en los confines de Finlandia. Mondragón Cooperativa es un ejemplo más cercano, encajonada en un valle de difícil comunicación, ha demostrado que la geografía puede ser un condicionante pero nunca insalvable. Más allá de esos lugares comunes que son los condicionantes circunstanciales, el éxito y la prosperidad de las empresas depende fundamentalmente de la solidez y fiabilidad de sus estructuras de gestión junto a una cultura propia perfectamente definida y asumida por la totalidad de las personas. Pero el factor crucial resultan ser finalmente las PERSONAS porque ellas y sólo ellas son quienes pueden asegurar esa solidez y fiabilidad, consolidando así el ADN cultural que será su mejor garantía. La solidez y fiabilidad de sus estructuras de gestión no dependen exclusivamente de refinados diseños orquestales, complejos cuadros de mando, mapas estratégicos de gestión o interminables manuales de procesos. A poco que nos descuidemos, estaremos hablando de literatura de consumo. La solidez y fiabilidad se alcanza con compromiso y liderazgo, tesón y honestidad. Si no existen estas condiciones, las estructuras pueden relucir al sol en su perfecto diseño, pero no pasarán de ser otra cosa que atractivos escaparates sin contenido real. Las empresas no están ahí para gestionarlas sino para liderarlas, haciéndolas vivir por parte de todos quienes en ellas participan, sean accionistas, directivos o trabajadores. Puede parecer una utopía para quienes no saben hacer otra cosa que mandar u obedecer. Pero es una necesidad para quienes desean trascender con su talento. El término “cultura” resulta tan polisémico como el de “calidad de vida” pero el consenso se generaliza cuando hablamos de los saberes, valores y pautas de actuación de un colectivo. Las interpretaciones de lo que denominamos “cultura empresarial” parecen no tener fin según cual sea la intencionalidad de quien las suscribe, pero una vez más, buscando su esencia real, podemos decir que la cultura de una empresa se manifiesta fundamentalmente en sus reacción ante situaciones de incertidumbre que exigen procesos de cambio. En otras palabras, su capacidad de reacción frente a problemas y oportunidades surgidas tanto en el contexto interior como exterior de la misma. Esa capacidad de reacción va moldeando una forma de ser y actuar, interiorizada y asumida por el conjunto de sus personas, dando lugar a su vez a un progresivo asentamiento de valores propios que marcarán su conducta. El proceso de generación de la cultura empresarial propia es prácticamente inconsciente pero sustentado en un compromiso tácito de las personas. Cuando una empresa “reflexiona” sobre su ser tan sólo pueden ocurrir dos cosas. Si el proceso resulta complejo y las dificultades se centran en la expresión y precisión de aquello que se quiere comunicar, el veredicto es claro: no existe una cultura asentada, se carece de valores reconocidos y asumidos como propios. Si, por el contrario, la reflexión se traduce en confirmación de una costumbre inconsciente, nos encontraremos ante una organización que ha sabido crecer gracias a sus personas, únicos motores de creación cultural. En este caso, existe aún una prueba más evidente que no es otra cosa que el orgullo que aflora al saberse poseedor de unos valores compartidos y asumidos que dan lugar a unas pautas reconocidas de actuación tanto ante las situaciones rutinarias como inesperadas, la certeza o la incertidumbre, la explosión o la depresión. No resulta gratuito desear plasmar y comunicar el Propósito, la Misión, los Valores y las Políticas de la empresa. Pero antes que todo eso se impone una pregunta: ¿sabemos quienes somos, cómo somos, qué queremos continuar siendo, qué deseamos llegar a ser? Si no somos capaces de responder de forma espontanea, sincera y, sobre todo, orgullosa a esta simple cuestión, la conclusión resulta más que evidente: debemos empezar a construir nuestra cultura antes de escribir nuestras memorias.