A las 23:03, sus ojos vagabundeando por las líneas de Rosa Schwarzer vuelve a la vida, el lector recuerda que a media mañana su día ya reunía méritos suficientes para ser considerado un día de mierda. Y, sin embargo, esa sensación de chapotear en el estiércol se le antoja ahora lejana, muy lejana. ¿Será que hay dos tipos de días de mierda −reflexiona−, los dias de mierda propiamente dichos y los días de mierda que admiten redención?
Avanzando con pereza entre las líneas del cuento de Enrique Vila-Matas, el lector se entretiene recordando la canción de Sidonie que dice hoy será un día de mierda y que viene a ser un himno a las pequeñas o grandes cosas que a veces se tuercen, un mensaje negro que cabalga sobre una melodía alegre, contradicción que vendría a significar, según el cándido juicio del lector, que lo que descarrila por la mañana a la tarde podría encauzarse. A Sidonie la pizza se le quema en el horno, vaya por Dios, mientras que, ignorada por sus seres queridos en el día de su cincuenta cumpleaños, Rosa Schwarzer estalla y lanza dos botes de mermelada a la cabeza de su marido, fallando ambos intentos, tras lo cual se va a la cama para rumiar durante toda la noche la sensación de −Vila-Matas no emplea estas palabras pero el lector no tiene reparo en aplicarlas al caso− haber tenido un auténtico día de mierda.
Lo que a estas alturas le interesa al lector es analizar qué es lo que hace falta para que un día de mierda se redima sobre la marcha. ¿Qué hace falta para que un día de mierda, de una forma que puede ser brusca o progresiva, se transforme en un día? Vuelve pues a su experiencia reciente y sospecha que han sido cosas livianas las que hoy han obrado el prodigio: una taza de café sobre la mesa, una conversación amistosa, un gato que salta al regazo, un perro que da las buenas tardes. Poco más halla en su memoria.
A las 23:43 cierra el libro. Ha alcanzado el final del cuento muy a pesar de la letra raquítica elegida por la editorial Anagrama. Rosa Schwarzer ha dado marcha atrás en su decisión de dejar este mundo cruel. Con amargura pero también con alivio, ha vuelto a las cosas “reales, vulgares, mediocres y profundamente estúpidas” en que consiste su vida. El lector piensa en las cosas reales, vulgares, mediocres y profundamente estúpidas que hay en la suya, cosas capaces de darse cita a media mañana y elevar el día a la condición de día de mierda. Sin embargo le reconforta la idea de que es posible, como Sidonie, cantar a las jornadas aciagas con melodía alegre, o encontrar los resortes de la redención mientras la pizza se hace carbón. Una taza de café sobre la mesa, una conversación amistosa, un gato que salta al regazo, un perro que da las buenas tardes… Antes de apagar la luz, el lector se pregunta si también son cosas reales.