Se
alquila, el cartel, escrito a mano, apenas se sostiene en el mar de polvo que
se ha convertido la cristalera de la lonja, ni excesivamente grande, ni
demasiado pequeña, el tamaño ideal en una zona de actividad comercial
aceptable, clase media tirando a alta, amplias aceras, jardines, negocios de
alimentación, hostelería y comercios especializados. Durante los años del
milagro franquista fue un taller mecánico de barrio, pero la tecnología acabó
con el chapuzas que apenas había oído hablar de electrónica. Después llegó el
videoclub que hasta contaba con dispensador automático pero las televisiones de
pago primero y la dictadura bolchevique de las descargas en la red acabaron por
reconvertir el negocio en una tienda de móviles en la que un tránsfuga maquinero
intentaba repetir el milagro democrático a base de chanchullos y tropelías.
Llegó el ladrillo y el mercado dictó su sentencia cambiando los móviles de pega
por carteles de se vende, se alquila, promoción única, materiales de lujo,
crédito concedido y todo lo demás, pero hasta aquello tocó a su fin y después
de unos meses en blanco, llegó la panadería artesana, horno tradicional,
variedades cien mil aunque todas ellas llegadas de una nave industrial allende
los montes, aquello parecía marchar, pero hasta las bicocas se agotan y ahora,
hoy, el polvo y el silencio dominan el negocio.
La
historia de las lonjas, perdón, locales comerciales, es la historia reciente de
este país y ahora su vacío y tristeza nos recuerdan cada día lo que
insensatamente quisimos creer que éramos, lo que en realidad fuimos y lo que
finalmente hemos acabado por ser.
Las
lonjas son esos lugares donde duermen los sueños de miles de emprendedores que
han acabado por convertirse en pesadillas de las que difícilmente se
recuperarán. Son el espejo de una sociedad, en ellas se comercia, se negocia,
pero también se convive, se demuestra el afán de superación, la voluntad de
futuro y hasta se comprueba la educación del cliente, la profesionalidad del
servicio, la calidad del producto como pruebas irrefutables de la madurez
económica de una sociedad. Pero hasta en esto hemos perdido nuestra identidad
dejándonos llevar por las excelencias de la globalización que no ha hecho sino
clonar ciudad tras ciudad hasta
convertirlas en un parque temático del consumo estúpido y alocado.
Pero,
al final, la realidad está ahí en forma de lonjas y lonjas vacías, abandonadas,
anónimas y, sobre todo, horriblemente deprimentes, constante recuerdo de
nuestro fracaso, freno de nuestras inquietudes y deseos.
Hace
ya unas semanas, comía con mi buen amigo Javier Rodriguez, maquis impenitente
del emprendimiento en ese extraño lugar económico que se llama Baracaldo o
Barakaldo, como prefieran. Hablamos de casi todo lo que se puede hablar y sin
quererlo, acabamos en las lonjas y en un proyecto que Javier impulsa este otoño
para cambiarles la cara a todos los locales vacíos, pintar, decorar, dignificar
y, sobre todo, contribuir a que lejos de ser un recordatorio de nuestros
pecados, se conviertan en una sugerencia de futuro. No es un proyecto faraónico,
tampoco necesitará de demasiados fondos, pero es importante, vital diría yo. Es
difícil emprender en un medio hostil, pero si no somos capaces de cambiar
nuestro paisaje diario, difícilmente podremos divisar nuevos horizontes,
¡Suerte
Javier!