La vida real se hace ajena. Hay que estar revisando el teléfono contínuamente. Los que nos rodean no importan, sea una fiesta, un almuerzo o una reunión de trabajo. Sean nuestros compañeros de trabajo, nuestra familia o nuestros amigos. No interesan. El mundo virtual es inmensamente más interesante que cualquier atisbo de realidad que nos rodea, porque nos otorga dopamina.
Placer instantáneo y gratuito. O no tan gratuito. Esa desconexión de lo real se paga. Las relaciones se deterioran. Incluso nuestro organismo se resiente. Lo inmediato lo domina todo. Tenemos que tuitear esto, postearaquello, repostear–ojalá fuera el transitivo de hacer repostería- lo de más allá.
Hace 10 años, casi nada, comentábamos en este mismo espacio que los blogs eran mentira. Parecían el intento individualista por trascender más allá del escritorio para muchos, pero acababan siendo algo sin sentido sino tenían una buena acogida entre el grupo de afines. Incluyéndome, por supuesto.
Buscamos tener influencia más allá de nuestra casa, nuestra oficina o nuestro círculo de amigos a cambio de mermar nuestra vida y desatender lo que más debería importarnos. Buscamos una salida, una huida, un paso al vacío cibernético y exponencial. A la vez que nos olvidamos de lo mundano, lo cercano, lo real. Nos están matando.