Llevaba varias jornadas sin ver a Bob, y no comprendía por qué había tanto revuelo en la aldea o pā, que era como denominaban los nativos a su rudimentaria empalizada. Su idioma le resultaba absolutamente ininteligible, y por mucho tiempo que permaneciese allí confinada, no se sentía capaz de llegar a aprenderlo.
Con dos niños pequeños, y el padre desaparecido, el trabajo en la modesta casa de Joseph Butler, al cuidado de su esposa e hijos, no le daba para mantener su hogar. Creyó que sus veniales hurtos pasarían desapercibidos, pero no tardaron en descubrirle.
Por aquellas pocas prendas que robó (una bata, una enagua, dos delantales, un vestido, un pañuelo, un mantel...), por las que apenas obtuvo unos chelines, no aguardaba una sentencia tan severa. El juez de la Corte de Middlesex le condenó el 13 de enero a siete años de cárcel, que los cumpliría en las antípodas.
Sus hijos quedarían al cuidado de su hermana, y confiaba que estarían bien. Juró no desaprovechar la oportunidad que le brindaban de labrarse un porvenir, y regresar cuanto antes junto a ellos.
Tras una travesía de seis meses, el Britannia III arribó a Port Jackson, en Nueva Gales del Sur, un 18 de julio. Los noventa y ocho convictos que integraban el cargamento sonreían al pisar tierra firme, ilusionados por la posibilidad de establecerse en el nuevo continente como colonos, una vez que cumpliesen sus penas.
Advirtió que ya nadie le sonreía en el poblado. Eran constantes las reuniones de los miembros de la tribu en el wharenui, una especie de edificación cubierta, y abierta en el frontal, en la que se estaban produciendo agrias discusiones. Lamentaba que Bob no estuviese allí para contarle lo que ocurría.
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Durante el día, la gente cantaba canciones que a ella se le antojaban gritos de guerra, y en más de una ocasión ensayaban una terrorífica danza, a la que denominaban haka.Los participantes marcaban el ritmo con los golpes de sus pies en el suelo, avanzaban sus lanzas, y esbozaban expresiones amenazantes con sus caras, con las que pretendían atemorizar al adversario, sacándole la lengua como indicación de que estaba próximo a convertirse en su codiciado banquete tras la batalla.
Era un pueblo acostumbrado a pelear, conforme le había explicado Bob. Los maoríes navegaron hasta Aotearoa desde la mítica tierra de Hawaiki en siete barcas, muchas generaciones atrás, según la leyenda que contaban los hechiceros. Los siete clanes originales se subdividieron a lo largo de los años en iwis o tribus, hapūs o subtribus, y whānaus o familias.
Ann Yates, o Nancy, como le gustaba que le llamasen, no conocía nada de esto cuando embarcó en Port Jackson, en la magnífica bahía del sur de Australia, puesto que jamás había sentido curiosidad por preguntarle a Bob acerca de su pueblo y sus costumbres, y ni siquiera su verdadero nombre.
Una mañana de primavera le habían encontrado abandonado, cerca de su casa, y ella insistió a su marido para que le diesen cobijo en su hogar, pues tenía siempre en mente la suerte que estarían corriendo sus hijos en la metrópoli.
A Joseph Parker Morley le conoció el mismo día que puso el pie en el continente austral, y ocho semanas después se casaba con él. En siete años de feliz matrimonio, tuvieron cuatro hijas: Jane, Elizabeth, Eleanor y Ann, de las que solo sobrevivían las dos últimas.
Aquel bergantín, el Boyd, estaba listo para volver a Gran Bretaña a por otro contingente de presos, tras su limpieza y reaprovisionamiento. En su trayecto, haría escala en Nueva Zelanda, pues según lo referido por el capitán Cook durante sus exploraciones por la costa septentrional del archipiélago, allí crecían unos árboles cuyos troncos eran muy válidos para confeccionar mástiles con ellos, por su anchura, resistencia y rectitud.
Entre sus pasajeros, no más de setenta personas, incluidos oficiales, marineros, ex convictos con la pena cumplida, y algunos maoríes que regresaban a Aoteraoa, la tierra de la gran nube blanca, se hallaba su amiga Elizabeth Glossop y su hijita Betsey. Al igual que ella, su prolongada relación con el comisario William Broughton había llegado a su fin.
A mitad de travesía se produjo un desagradable incidente. Te Ara desobedeció las órdenes del capitán John Thompson, no se sabía muy bien si porque estaba enfermo, porque las consideraba denigrantes para su categoría, o por ambas causas a la vez.
Por otro lado, el cocinero le atribuyó la desaparición de parte de la cubertería. Bob le contó que el tripulante la había arrojado por la borda sin percatarse, junto con el resto de la basura, y que estaba tratando de inculpar al maorí para ocultar su incompetencia. Pero el testimonio de un indígena carecía de credibilidad alguna.
Te Ara recibió más de treinta latigazos por parte del contramaestre, y fue encerrado en la bodega, castigado sin comer. Nancy sentía lástima por él, y bajó varias veces a curarle las heridas. Por su parte, el grumete Thomas Davis, un joven de catorce años que arrastraba un pie deforme, y que había congeniado con el maorí desde que se enrolaron en el Boyd, conseguía sustraer alimentos de la cocina para él, hasta que le levantaron la sanción.
A los tres días, el capitán Thompson y varios miembros de la tripulación montaron en una barca y acompañaron por la mañana a un par de canoas indígenas. Te Puhi, el jefe de clan local, les guiaría hacia la zona, en la desembocadura del río Kaeo, donde crecían los singulares árboles kauri, y les ayudarían a talar unos cuantos. No tuvieron más noticias de ellos, hasta que regresaron al navío al anochecer.
Los oficiales que quedaron al mando del Boyd no recelaron de aquel bote que se aproximaba, hasta que detectaron el engaño. Aprovechando la oscuridad, en la canoa no volvían los marineros expedicionarios, sino un grupo de maoríes disfrazados con sus ropas.
Ella estaba con la niña en su camarote, preparándose para ir a cenar, cuando comenzó a oir unos ruidos extraños. Desde cubierta, alguien ordenaba en un inglés primitivo a los pasajeros que subieran. En aquel instante abrió la puerta Bob, que le aconsejó que se escondiese y que no saliera hasta que él le indicara.
Posteriormente, Bob le contó que, tras la masacre, al amanecer, se allegó hasta el barco una expedición de la tribu de Rangihoua, de la Bahía de las Islas, comandada por su jefe Te Pahi. Enterados de que había fondeado un velero en Whangaroa, se habían acercado a comerciar con los occidentales, como en otras ocasiones.
Su líder mantenía buenas relaciones con los blancos. Había vivido una larga temporada en Australia, y conocía bien el idioma inglés. Incluso había sido galardonado con una medalla como símbolo de confraternización. Cuando reparó en los cuerpos mutilados de los británicos, le asaltó la indignación y reprendió severamente a sus ejecutores.
Bob prefirió ser prudente, a tenor de los comentarios que oyó, y no le avisó para que salieran del camarote y huyeran también en la barca. Gracias a él salvó por segunda vez su vida, ya que los guerreros de Whangaroa siguieron a la embarcación del jefe Te Pahi, y cuando este liberó a los ingleses en la playa, enseguida fueron a por ellos para cazarlos y descuartizarlos con sus palos y hachas, del mismo modo que había sucedido con la avanzadilla que había partido en busca de los troncos.
Cuando el astuto Bob vio la oportunidad idónea, le reveló a Te Ara que Nancy y su niña todavía permanecían en el Boyd. Te Ara suplicó a su padre, el jefe Piopio, para que les perdonasen la vida, al igual que había hecho con el grumete Davis, puesto que habían sido los únicos que le habían mostrado una pizca de compasión.
En el consejo de la aldea, determinaron que de momento no les aplicarían la utu o venganza. No faltaba quien opinaba que debían extender a ella y a su hija las represalias por el trato humillante sufrido por el hijo del jefe, y comérselas, como habían procedido con los demás enemigos. No obstante, les mantendrían bajo cautiverio, a la espera de una decisión definitiva.
Nancy agradeció la hangi, una ración de vegetales cocidos al vapor con unos trozos de carne, que en el mejor de los casos prefería pensar que era de perro, que le ofrecieron las mujeres del poblado. Esta vez pudo percibir en ellas una creciente actitud hostil hacia su persona.
Alguna de ellas vestía sus propios trajes, los de Elizabeth, o los del resto de pasajeras. Además de los que habían sido arrancados de los cuerpos de sus dueñas tras la matanza, que se distinguían por sus manchas de sangre, los maoríes habían saqueado los camarotes en busca de ropa y otros enseres.
Los nativos habían remolcado el barco a las inmediaciones de Motu Wai, para extraer del mismo todo lo que les parecía de interés, a la vez que arrojaban al mar la harina, las botellas de vino o los barriles de sal, que aparentemente no poseían ningún valor para ellos.
El fuego se propagó rápidamente tras la explosión, debido a los barriles de aceite de ballena que transportaban, y el casco quedó reducido en pocos minutos a un esqueleto carbonizado. Los tohunga o sacerdotes ejecutaron una serie de rituales y declararon la zona como tapu sagrada o prohibida.
Se celebró un gran duelo, a cuyo término se nombró a un nuevo ariki rangi, el representante del cielo para la tribu, que tenía la cara completamente tatuada. Casi todos los guerreros y los nobles lucían el moko o tatuaje facial, y a menudo se extendía por el torso y los muslos. Era una manifestación artística que trascendía la propia estética, y que solía reflejar la jerarquía que ocupaban dentro del clan.
Pasó la tarde viendo cómo las maoríes entrelazaban aquel lino fino que llamaban harakere, y con el que confeccionaban capas, canastas y alfombras. En las más lujosas, añadían tiras de cuero de perro.
Otros artesanos estaban realizando pendientes, peinetas, anillos y agujas, con marfil de cachalote, huesos de ballena, dientes de tiburón y algunos huesos alargados que le resultaban dolorosamente familiares, y con los que también elaboraban flautas y anzuelos.
En el extremo sur del pā, varios hombres tallaban sus armas. Le sorprendía que, con el carácter extraordinariamente belicoso de aquel pueblo, contasen con armas tan rudimentarias, que fabricaban con materiales naturales como el jade verde, el basalto, la madera o los huesos de ballena, ya que no conocían el hierro.
Tan solo confeccionaban hachas, una especie de mazas cortas en forma de espátula y venablos adornados con plumas, que se pasaban más de un año puliendo y decorando, hasta que los hechiceros les practicaban un encantamiento para convertirlos en sagrados.
No entraba dentro de las intenciones de sus captores convertirlas en nuevos miembros de la tribu, por lo que su hija y ella hubieron de dormir una noche más al raso. Afortunadamente, el clima del lugar era benigno en aquella época.
A la mañana siguiente, una gran algarada les despertó. Cuatro fieros aborígenes, con el cráneo recién rasurado, como cuando partían a la guerra, vinieron a recogerlas. Les agarraron firmemente del brazo, y les condujeron en dirección hacia la costa, tanto a ellas como al grumete Davis.
Al llegar a la costa, divisó un impresionante navío inglés varado junto al bergantín siniestrado. Los nativos le indicaron que subiesen a un bote, con el que llegaron hasta el velero en unos minutos. Su mente era incapaz de reaccionar a todos los acontecimientos que estaban teniendo lugar en tan poco tiempo.
Allí les recibió el capitán del City of Edimburgh, Alexander Berry. En su viaje por Nueva Zelanda, se enteró del episodio del Boyd, y al saber que había supervivientes, había puesto rumbo hacia Whangaroa, acompañado de Metenangha, un líder maorí de la Bahía de las Islas.
Nancy miró a su alrededor y vio a Te Puhi, Te Ara y otros guerreros maoríes, algunos de los cuales también portaba las ropas de los marinos asesinados, el joven Bob, que había acudido en su calidad de intérprete, y Betsey, la hija de su amiga Elizabeth, que había sido cuidada durante los dos meses por el jefe de un campamento cercano a la entrada del puerto.
La pena que establecía la legislación inglesa para los delitos perpetrados por los maoríes era la horca, pero Berry decidió que serían fusilados. Nancy estaba agradecida por el trato que, al fin y al cabo, le habían dispensado, e intercedió por ellos. Comprendía que el detonante de aquella situación había sido la irresponsabilidad y la arbitrariedad del capitán del Boyd.
El clima ante los pākehā o forasteros estaba enrarecido desde el año anterior, cuando una expedición comercial británica les había contagiado una enfermedad, debido a la cual murieron bastantes miembros de la tribu. Así que con esta nueva afrenta, la tribu no dudó en proclamar el estado de utu o venganza.
Ella respiró aliviada al oír la sentencia. A través de la escotilla, veía cómo la pequeña Ann corría por cubierto con su recuperada compañera de juegos Betsey, ajenas a la tremenda situación que habían vivido, mientras se saludaban frotándose sus naricillas, al estilo maorí.
y...