El pintor británico Joseph Mallord William Turner (1775-1851) fue un avezado seguidor de la teoría sobre los colores que ideara el gran pensador, poeta y novelista Goethe en 1810. Éste, el extraordinario creador alemán de Fausto, había sido tan audaz de enfrentarse nada menos que a Newton, que cien años antes había traído, por fin, la luz a los colores, a su esencia física, a su realidad. Pero Goethe, imbuido quizás de una complejidad que iba más allá de lo científico, de lo físico y de su naturaleza, desarrolló su propia Teoría de los Colores, que no tenía nada que ver con la que el científico inglés dejara ya escrita en su obra Óptica de 1704.
Para Goethe no era el blanco la conjunción de todos los colores, como Newton decía, sino el rojo, que según aquél escribió disponía el rojo así por ello de una gran seriedad y dignidad. Los colores principales para el pensador alemán provenían no de la luz, como Newton argüía, sino de los pigmentos amarillo, azul y rojo. Justo los secundarios obtenidos de éstos, el naranja, el violeta y el verde, eran los fundamentales -por contra- que el gran científico inglés afirmaba. El problema era que Goethe no llegó a comprender que la explicación física de la luz, y su generación del color, fuese distinta -existiesen de hecho las dos- de la de los propios pigmentos.
Para los románticos como Turner la luz, y en la misma medida el color, eran por entonces -1843- la mejor característica para destacar, además, la nueva tendencia artística romántica frente al clasicismo racional anterior. Los reflejos de los colores y de su luz se encontraban ya, así, más cercanos a lo espiritual, a lo metafísico, que a lo físico. En su obra Luz y Color, la mañana después del Diluvio, nos presenta la fuerza atronadora de los colores amarillo, rojo y azul, que lo dominan casi todo, que apenas dejan vislumbrar acaso la figura de un pequeño hombre, sentado, escribiendo algo, Moisés y su Génesis, ya que el título completo del lienzo incluía además esta reseña bíblica.
Años después, un físico y pensador alemán vino a conciliar a los dos genios del color y sus teorías. Eberhard Bunchenwald (1886-1975) admiraba a los dos personajes, entendía que ambos aportaban diferentes y, a la vez, unas mismas singladuras para llegar al Conocimiento. De este modo, Bunchenwald opinaba que para acercarse y conocer la Naturaleza podían existir tres planos o dimensiones diferentes. El primero, el plano Material, el segundo el Subjetivo, y el tercero el Reflexivo. Así, en la dimensión material los colores, por ejemplo, existen como un hecho sólamente físico; aquí Newton y su teoría óptica explicaban el fenómeno, y sostenían esta verdad. En la segunda dimensión los receptores, nuestros ojos, pueden distinguir unos colores de otros, porque éstos tan sólo se muestran así, como aparecen ante nosotros. En el tercer plano pensamos, comprendemos, por ejemplo, que si al azul le sumamos el amarillo, obtenemos el verde; estamos ejerciendo, aquí ya, nuestra especial sensación metafísica.
Es por ello que, también, estos tres diferentes planos palpitan además en nuestra propia vida humana, en lo que somos cuando la naturaleza de las cosas viene a desnudarnos, a dejarnos marcados por la esencia de una de esas partes en la que podemos acercamos a la realidad, a la realidad así de una vida incomprensible, infame a veces, desolada, patibularia, también sorprendente, y mágica. Así, compleja y refulgente, alocada y fugaz, todos esos distintos planos vitales anudados a nosotros potencialmente, como para no delimitarnos, entonces, de una manera tan simple y unilateral. Tres dimensiones vitales: la Material, la exclusivamente real y física, la aséptica, la dura, la que es; en este caso la obra del pintor español Ignacio Zuloaga, Celestina, de 1906, refleja así de este modo la crudeza material, la insensible transacción a la que algunos seres se abocan, dirigidos o no, manejados o no, en donde la realidad descarnada es ahora la incuestionable presencia ya, desnuda, hiriente y resignada.
Luego, la dimensión Subjetiva, la que nos lleva a ver sólo lo que parece que vemos, lo que no proviene de ninguna realidad, sólo de los gestos, de los pareceres personales, de las debilidades y de las pasiones zaheridas; que nos llegan así y, sin modificarlas, la digerimos ya trágica y temerariamente. Aquí, la obra maestra del gran pintor Edvard Munch, Cenizas, de 1894, nos ayuda ahora a comprender mejor este plano vital, que nos persigue a veces, que nos atenaza acechador y carroñero. Dos seres que sólo ven, sin esfuerzo, lo que les domina y les aprieta. Opuestos, desesperados, avivan así, sin remedio, la llama que los alejará definitiva y totalmente.
Por último, el lienzo del pintor Edward Hopper, Habitación de hotel, de 1931, nos presenta la escena Reflexiva, pero condicionada además por el medio, en donde este pensamiento reflexivo debe alcanzar ahora cotas de elevación para poder, así, salir del atolladero, de la necesidad que tenemos, a veces, de huir para volver, de recuperar fuerzas para regresar, de encontrar elementos fuera de uno, pero también dentro, que nos iluminen para vencernos, para llegar a comprender metafísicamente casi siempre que la vida es algo más que lo que esperábamos de ella, es algo más que una luz cegadora que nos tuerce en los momentos duros de nuestra existencia.
(Óleo de Joseph William Turner, Luz y Color, mañana después del Diluvio, 1843, Tate Gallery, Londres; Cuadro del pintor americano Edward Hopper, Habitación de hotel, 1931, Museo Thyssen; Lienzo del pintor español Ignacio Zuloaga, Celestina o las pupilas de Matilde, 1906; Cuadro de Edvard Munch, Cenizas, 1894, Oslo, Noruega.)