Carlos Martorell 2014
Nuevamente Laura Martín López-Andrade es protagonista en Tira los Muros, esta vez comparto con vosotros parte de su artículo "Subjetivismo crítico: una respuesta a los manuales diagnósticos" donde desarrolla una intervención realizada en las XX Jornadas de la Asociación Madrileña de Salud Mental, celebradas en Madrid, en Febrero de 2014. Su contenido se refiere a la discusión programada, tras la intervención del Dr. David Pilgrim sobre el realismo crítico, en una mesa destinada a responder al sistema de clasificación DSM-V.El artículo lo merece, frases como "El profesional debe ser una herramienta del loco", "El DSM es una prolongación moderna de la bata", relevante y realista, para y por el cambio en Salud Mental, preguntas y principios con los que Tira los Muros se identifica.
En la llamada red de Salud Mental, no podemos valernos de instrumentos propios de la investigación, sino de los que la clínica nos proporciona. Así, la posición que hoy adoptamos para argumentar la crítica al positivismo, a la uniformidad que conllevan las clasificaciones, a sus oscuros intereses y a su ignorancia frente a lo que ocurre en torno a las llamadas «enfermedades mentales», aun siendo una crítica que poco podría añadir a la explicaciones del Profesor Pilgrim, puede que no sea tan realista. De poder calificarse, diríamos que nuestra posición clínica defiende y contrapone, si se nos permite el término, un subjetivismo crítico.
Todos debemos tener una postura en la clínica. Todo profesional precisa de una teoría.
Ahora bien, necesitamos de un modelo teórico, pero esto no implica ajustarnos a un dogma. Las conjeturas y suposiciones que de una teoría se derivan sirven a los profesionales, nunca a los pacientes. No consiste en imponer presupuestos ni esforzarnos en reproducir lo que las pruebas evidencian, sino en construir el armazón psicopatológico que mejor nos permita acercarnos a la experiencia del loco. Y serle, así, de la máxima utilidad posible.
El principal problema de la psiquiatría mayoritaria, centrada en la biología y las neurociencias, es que carece de una teoría propiamente dicha. La mayor prueba de ello son los manuales que, como el DSM, traducen datos epidemiológicos y económicos en categorías clínicas que, sin entrar en lo poco que dicen sobre la locura, nada nos dicen de los que la sufren. Si el DSM-IV multiplicaba exponencialmente sus diagnósticos, su reciente edición, el DSM-V, nos abre el maravilloso mundo de los «espectros» y los «riesgos de».
Si lo pensamos, el Espectro Psicótico o el Síndrome de Riesgo de Psicosis, por poner algún ejemplo, no hacen sino utilizar las provechosas herramientas que construyeron hace años el Trastorno Bipolar. Este diagnóstico se conformó como un gran cajón de sastre en el que todo cabía. Así, clínicas tan distintas en su base como la de las estructuras límite, la ya olvidada locura histérica, la tristeza neurótica y la clásica melancolía, respectivamente, pueden englobarse todas en un único trastorno que aconsejan, por supuesto, medicar con tres fármacos y, cómo no, de por vida. Un grupo tan amplio como rentable que ha permitido a algunos sentenciar la psicopatología al olvido, a la voz de «toda depresión es bipolar si no se demuestra lo contrario».
Así las cosas, no sorprende que la histeria, la paranoia, la melancolía y, ahora, la esquizofrenia, desaparezcan de los manuales. No interesan la escisión psicótica, el origen de la angustia o la función del delirio. Parece que es mucho más científico y riguroso centrarse en los hechos, en lo evidente. El desplazamiento cartesiano llevado a su máxima expresión: delira, luego es psicótico.
¿Quién explica hoy en día qué son las voces? ¿O el delirio? ¿O en qué consiste la angustia? ¿Y quién se hace esas preguntas? Este tipo de fenómenos y experiencias del psicótico se dan por sentado sin saber de qué se está hablando. Se anotan como síntomas, como elementos reales, independientemente de qué signifiquen para el paciente. Bien es cierto que esto facilita el trabajo de diagnosticar, prescribir y derivar, movimiento automático e imprescindible de un profesional actualizado, pero también que, a la vez que nos convierte en sordos frente al malestar, catapulta al enfermo al lugar que ya nos decía Foucault que la Psiquiatría le tenía preparado desde que aparece como ciencia: el silencio.
Existen dos elementos inconciliables: la ciencia y el sujeto. Resulta imposible aunar la objetividad y la subjetividad pues, en lo que concierne a lo humano, no podemos hacer coincidir el dato, el hecho, el signo, la prueba o el presente con la biografía, el síntoma y la historia.
Los manuales diagnósticos de las enfermedades mentales establecen una flecha rígida cada vez con más puntos de partida pero un único lugar de destino, el de un tratamiento que pasa por el fármaco y la reordenación de la conducta. Parten de datos epidemiológicos, se basan en hechos observables y elaboran cada vez mayor número de categorías clínicas, siempre persiguiendo la reparación farmacológica de lo supuestamente alterado.
En el mejor de los casos, este fin terapéutico se completa con una derivación al psicólogo para que hable un rato y piense bien antes de actuar como lo hace, y a algún dispositivo de rehabilitación para que se entretenga. A esto, lamentablemente, es a lo que se suele llamar enfoque biopsicosocial. Si lo pensamos, todo se basa en una serie de supuestos y medidas físicas. Es decir, dirigidos al cuerpo. Por eso el mayor problema del positivismo es que siempre conduce a medidas coercitivas. Cualquier hipótesis organicista, tanto si incluye factores causales coadyuvantes como determinantes de la locura, incluye la idea de que el organismo está enfermo, por lo que se debe corregir -luego dominar- mediante el medicamento y la conducta.
Nos encontramos ante la sordera psicopatológica de la psiquiatría y la psicología basadas en la evidencia. Minusvalía del saber clínico que se hace presente en las tendencias actuales de nuestra práctica. Términos como patología dual, co-morbilidad, adherencia al tratamiento o conciencia de enfermedad se utilizan cada vez con mayor frecuencia e impunidad.
A la vez, asistimos al auge de un nuevo hospitalocentrismo. Las Unidades de Agudos tienden a convertirse en el eje de la atención psiquiátrica y vemos dirigir los esfuerzos y recursos a crear centros y programas específicos para determinados diagnósticos psiquiátricos. Tales directrices hacen pensar que los manuales y guías clínicas han sustituido a los libros de psicopatología, los estudios de los laboratorios a la observación de los pacientes y la preocupación por la indicación farmacéutica a la escucha del psicótico.
Cuando hablamos de subjetivismo aludimos a una forma de acercarnos a la persona reconociendo en su compresión dos elementos imprescindibles, el lenguaje y la historia. El primero, porque el hombre se relaciona con el mundo a través del lenguaje. Es el elemento que le permite acercarse a la realidad, el vehículo de su deseo y el secretario de su experiencia. Desde este punto de vista, la locura no es más que el testimonio de la dificultad de muchos individuos para acceder al deseo. En segundo lugar, el subjetivismo se preocupa y siempre tiene en cuenta la biografía del sujeto. Los deseos sobre los que cada uno llega al mundo, la relación que establece con ellos y los mecanismos con los que se las ingenia para ir saliendo del paso configuran una suerte de huella dactilar irreproducible que aparece cada vez que flaquea el deseo, que éste se hace imposible o que choca con la realidad. Es la marca individual de cada uno que no puede catalogarse ni etiquetarse. De ahí que no exista nada más individual que el síntoma y que no pueda encontrarse síntoma sin pasado. Si el positivismo psiquiátrico se preocupa por lo observable del presente, la propuesta subjetivista que defendemos fija su atención en lo que el sujeto individual -histórico y único- dice y en lo que le es imposible mencionar.
En este orden de cosas, puede resultar de utilidad plantear la clínica desde un modelo de estructuras clínicas. Según éste, la estructura constituye el armazón, el bloque subjetivo de la persona, dentro del cual existirán unas determinadas líneas de fractura que, según nos recordaba Freud, podrían quebrarlo dando lugar a los síntomas. Resumido en pocas palabras, existirían dos grandes estructuras, neurótica y psicótica, y una tercera que puede tomarse como intermedia o tener una entidad propia, la estructura límite. Cada persona tendría, así, una estructura, con una serie de líneas individuales de fractura, pero ello no implica que exista clínica. Uno puede tener una estructura neurótica y nunca enfermar, o psicótica y jamás desencadenarse. Distinguimos la estructura según el tipo de angustia, las relaciones que establece –las llamadas relaciones de objeto y los síntomas que presenta. Información a la que no se puede tener acceso sin el lenguaje y la historia de cada sujeto. De ahí que, aunque hablemos de grandes estructuras, la subjetividad se impone ante cualquier intento de clasificación.
Bajo este punto de vista, en la clínica siempre debemos hacernos dos preguntas: qué hay de común y qué hay de diferente. ¿Qué asemeja la experiencia de un psicótico a la del resto de psicóticos? E inmediatamente ¿qué la diferencia? La primera, nos sirve a nosotros, los profesionales, para posicionarnos; la segunda, le sirve al paciente, pues es en la búsqueda de esa respuesta donde hallaremos el elemento terapéutico más importante: la defensa de su invidualidad.
Igual ocurre con los fenómenos y detalles clínicos a los que antes aludíamos por permanecer olvidados como hechos y datos cuantificables: las alucinaciones, el delirio, la angustia, la tristeza. Ante una voz, surgen muchas más cuestiones además de la de si está «dentro o fuera de la cabeza». Preguntémonos si es psicótica o histérica, qué dice el sujeto de ella, cuándo aparece y para qué –en el sentido subjetivo- le sirve.En definitiva, la mitad subjetivista de nuestro particular andrógino consiste en utilizar instrumentos que pasan por lo que dice el sujeto, lo que no dice, quién es y quién ha sido.
Es decir, por la realidad individual del síntoma. Promueve abandonar el diagnóstico y la tipificación que estandariza y uniformiza la clínica, a favor de la experiencia subjetiva del malestar, que lleva al sentido y el respeto por lo que sucede. No olvidemos que todos los síntomas son herramientas del individuo. Si los tomamos como meros hechos molestos que hay que extirpar de inmediato mediante la cirugía del fármaco, podemos dejar al sujeto desprovisto de la única defensa que seguramente hasta el momento ha podido elaborar. Con ello, corremos el riesgo de dejarlos en una posición aún más desamparada, pues apartamos el sentido del síntoma. Hasta el delirio más angustiante debe considerarse una experiencia reparadora que, aunque frágil e incompleta, permite al psicótico acceder al lenguaje. Es un discurso ortopédico que proporciona una forma de vincularse al mundo. Así, saberse perseguido proporciona al psicótico una relación con el otro que, aunque puede llegar a ser aterradora, no lo es más que el punto de vacío y desamparo donde comenzaron las primeras interpretaciones del delirio.
Un paciente diagnosticado de psicosis afirmó recientemente: «A veces puedo sanar a la gente, pero ahora se me quiebra todo, porque no soy nada». Seguramente, tras una ojeada al DSM, podríamos llegar a un diagnóstico partiendo de la omnipotencia y el delirio mesiánico que ya existían y que, ahora, se aderezan con una considerable cantidad de tristeza e ideas de ruina. Seguro que de esta receta sale algo parecido a una esquizofrenia co-mórbida con depresión. Una doble etiqueta que no dice nada de él y le remite al silencio. Sin embargo, resulta diametralmente opuesta la postura que escucha sus palabras como un lamento tras la introducción de un neuroléptico. El fármaco ha producido una mejoría suficiente para que parte del delirio se desvanezca y se descubra ante sus ojos la necesidad de representar un ser todopoderoso que salva vidas en lugar de un chico de treinta y cuatro años sin trabajo, que vive con su madre, sin novia ni amigos, incapacitado y con una pensión mensual que no llega a cuatrocientos euros.
Estas consideraciones sobre el aspecto defensivo del síntoma y la experiencia subjetiva sobre la que se asienta, nos hace dirigirnos a la parte crítica que conlleva el subjetivismo. Confrontándonos con la vertiente hoy dominante de las ciencias psi, el subjetivismo crítico sostiene que de lo primero que debemos sospechar en la clínica es, precisamente, de lo evidente. De ahí que la Medicina Basada en la Evidencia no tenga cabida cuando hablamos de individuos, pues lo privado es todo menos indiscutible, axiomático, positivo o innegable. En otras palabras, el sujeto nunca puede ser evidente.
Ni la palabra ni la biografía de cada uno pueden ser objeto de dominio, control o reproducción científica. El lenguaje es un instrumento que siempre se resbala. Nunca está por completo a nuestra disposición, se pierde entre lo que decimos y lo que el otro escucha, jamás podemos dominarlo y llegar a lo exacto a través del discurso. Es un elemento serpenteado que se escapa de las manos del neurótico y que ni tan siquiera está accesible para el psicótico. Del otro lado, la historia de cada uno se dispone como una película entrecortada, un «corta y pega» de palabras, imágenes y deseo que hacemos nuestro a través del mismo escurridizo lenguaje. Todo conforma una rueda imposible de reproducir o experimentar. Imposible de prever o estudiar mediante el método científico.
Pero el subjetivismo también es crítico porque se opone a la propia naturaleza de la Psiquiatría. La Psiquiatría tiene muchos lenguajes, pero siempre es un instrumento de poder. Sepa más o menos, se apoye en una u otra teoría, es preciso asumir que siempre será una forma de control y represión de lo diferente. Ante un hecho como éste, el profesional únicamente debe intentar desdibujar ese poder lo más que pueda. Esta es la posición asistencial que, definitivamente, embiste a la uniformidad de la sociedad que promete el nuevo DSM-V. Este nuevo texto, a través de los «espectros», supone una multiplicación de indicaciones. Prácticamente todo lo que se salga de una norma epidemiológica puede ser diagnosticable y corregible. La timidez, el duelo, la suspicacia, la meticulosidad pasan de ser rasgos de lo humano a síntomas que anuncian patología. La clínica, de este modo, pierde el verdadero motor que la caracteriza, la individualidad. Si el peso cae del lado de lo observable y evidente, es decir, el diagnóstico, las consecuencias se extienden desde lo sanitario -fabricamos grupos uniformes de sujetos diagnosticados- a lo social -las epidemias de incapacitación civil a las que asistimos o la propuesta de reforma del Código Penal que nos anuncian, serían algunos ejemplos-. En este orden de cosas, no es lo mismo un espectro que una estructura, del mismo modo que no puede equiparse un listado de síntomas que una configuración individual y subjetiva donde éstos pueden o no surgir.
El subjetivismo crítico viene a advertir que los manuales diagnósticos están creando generaciones de profesionales de la salud mental que no quieren «perder el tiempo» hablando con los locos, apresurándose a dar con un diagnóstico y empezar cuanto antes la prescripción.
Una vez se ha diagnosticado, dicen que ya sólo queda comenzar el tratamiento, cuando, en realidad, es cuando ya creemos saber qué tiene el paciente cuando empieza la clínica, es decir, cuando tenemos que preguntarnos qué le pasa.
El DSM, decíamos, actúa como freno del saber psicopatológico, pero también como el escudo que muchos parecen necesitar ante la locura, como una prolongación moderna de la bata. Atuendo simbólico del poder de la psiquiatría que, fuera de registros estéticos, intenta salvaguardar la soberbia, el desinterés, la jerarquía, comodidad, caridad y frustración del profesional para protegerse de las salpicaduras de la locura y la incomprensión que genera.
Defender lo singular y único del psicótico es la única herramienta del profesional para devolverle la calidad de sujeto que el diagnóstico le arrebata. Reunir esta perspectiva con la crítica interna que debemos dirigir a la disciplina psiquiátrica y su configuración como instrumento de poder permite que el profesional se acerque a la posición de no saber, pero intentar comprender. Pues hay que resignarse a no entender o explicar al loco; en todo caso, aspiremos a servirle de algo.
El profesional debe ser una herramienta del loco, nunca su director; un acompañante en la búsqueda de quién es, jamás un profesor que se lo enseñe.
El verdadero trabajo en salud mental es el que permite al profesional ser únicamente un mediador. Primero, entre la locura y la sociedad. Devolviendo la responsabilidad al psicótico sobre lo que le pasa, permitiendo que sea el que dirige su vida y su angustia y, además, luchando para disminuir el mayor generador de estigma social que existe, que no es ni la peligrosidad ni el desconocimiento, sino el diagnóstico. En segundo lugar, intermediando como instrumento para el propio psicótico, entre su parte loca, desconocida e innombrable que le lleva al autismo y la sana, social y creativa que le configura como ciudadano. Y, por último, el profesional de la salud mental debe mediar entre el saber psiquiátrico y su disolución, entre lo evidente y lo cuestionable, lo uniforme y lo subjetivo. Consiste, a la par, en aceptar y renunciar a nuestra posición de poder y a nuestro supuesto saber.
La Psiquiatría, como la locura, está llena de contradicciones. Son dos experiencias demasiado similares para separarlas tanto. La mesa del despacho, la bata o los protocolos aumentan las distancias entre el que quiere saber y el que realmente sabe: el psicótico. La verdadera revolución ocurre cuando esas barreras de contención se disuelven y nos acercamos a la locura con los sentimientos de Gramsci en la cabeza, es decir, con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad.