A estas alturas de la intriga, cada vez son más claras las señales y más profundas las certezas de que todo esto es algo más que una crisis por muy sistémica y estructural que queramos disfrazarla. Decir que la reactivación está cercana es una solemne majadería propia de quienes no entienden ni imaginan otro estado de cosas más allá del que han conocido. Nos pondremos de nuevo en marcha, esto es indudable porque de lo contrario asistiríamos a una eutanasia colectiva. Pero será eso, levantarse una vez más para retomar el camino. Un camino que será largo y promete muchas aventuras, pero también desventuras que nos harán tropezar y caer de nuevo. No se trata tan sólo de recuperar el tono económico, hablamos de un profundo desorden de identidad que nos obligará a rearmarnos ética y moralmente como sociedad antes de tratar de encontrar una solución política porque, no nos engañemos, solo existen dos opciones: una vía pacífica físicamente hablando aunque dolorosa desde el punto de vista moral y una alternativa violenta en toda su dimensión. La primera no es otra que la vía de la política, pero no concebida como posibilista sino auténticamente realista. La segunda acostumbra a llamarse revolución, confrontación o como se quiera ocultar la ausencia total de inteligencia que no es otra cosa que la violencia. Hemos confiado demasiado en las instituciones, en su neutralidad, ilusoria objetividad. Hemos delegado en exceso a cambio de la comodidad de quien se siente protegido por la invulnerabilidad del sistema. Hemos relajado nuestras obligaciones como ciudadanos responsables ante la ilusión del milagro económico y el ejemplarizante modelo de transición democrática. Pero nos olvidamos de algo tan evidente como las personas. Las personas que habitaban en las instituciones, las que tomaban decisiones ante nuestra pasiva delegación, las que construían su futuro y condenaban el nuestro. Personas, tan sólo eso, personas con sus virtudes y defectos, tentaciones y ambiciones y una creencia cada vez más firme en su inviolabilidad. El resultado final no ha sido otro que un proyecto fallido porque eso es España, un proyecto fallido, una sociedad desarticulada, frustrada, confundida, impotente frente a una pequeña minoría que ha vaciado a las instituciones de todo sentido. Las razones pueden ser múltiples, pero todas ellas confluyen en un solo hecho, la extracción. Hemos permitido y alimentado una clase dirigente, tanto política como económica, que se ha acabado convirtiendo en una institución extractiva en sí misma y tenemos por delante el reto de desmontar un profundo entramado de conspiraciones, corrupciones y complicidades. Con toda probabilidad, tan sólo pagarán unos pocos, los menos culpables, pero no nos quedará otra que contentarnos con ello porque si persistimos en mover la inmundicia, al final nos acabará tragando con ella. Aceptemos los hechos, asumamos los errores, aprendamos de ellos y cuanto antes reiniciemos el camino. Quizás la única duda es la más importante: cómo. Pasaron los tiempos de revoluciones, pero también los del posibilismo político. Necesitamos rearmarnos ética y moralmente como sociedad. Si no lo conseguimos, querrá decir que nunca existió ni existirá un proyecto compartido y quizás debamos tomar caminos distintos. Pero antes, intentemos recuperar nuestras responsabilidades que no son otra cosa que derechos frente a aquellos que nos han vendido a cambio de humo. No es la hora de los derechos sino de los hechos. No es la hora de la comprensión sino de la reacción. No es el momento del sacrificio compartido con quienes nos lo han impuesto. Es la hora de levantarse y dejarles atrás.
A estas alturas de la intriga, cada vez son más claras las señales y más profundas las certezas de que todo esto es algo más que una crisis por muy sistémica y estructural que queramos disfrazarla. Decir que la reactivación está cercana es una solemne majadería propia de quienes no entienden ni imaginan otro estado de cosas más allá del que han conocido. Nos pondremos de nuevo en marcha, esto es indudable porque de lo contrario asistiríamos a una eutanasia colectiva. Pero será eso, levantarse una vez más para retomar el camino. Un camino que será largo y promete muchas aventuras, pero también desventuras que nos harán tropezar y caer de nuevo. No se trata tan sólo de recuperar el tono económico, hablamos de un profundo desorden de identidad que nos obligará a rearmarnos ética y moralmente como sociedad antes de tratar de encontrar una solución política porque, no nos engañemos, solo existen dos opciones: una vía pacífica físicamente hablando aunque dolorosa desde el punto de vista moral y una alternativa violenta en toda su dimensión. La primera no es otra que la vía de la política, pero no concebida como posibilista sino auténticamente realista. La segunda acostumbra a llamarse revolución, confrontación o como se quiera ocultar la ausencia total de inteligencia que no es otra cosa que la violencia. Hemos confiado demasiado en las instituciones, en su neutralidad, ilusoria objetividad. Hemos delegado en exceso a cambio de la comodidad de quien se siente protegido por la invulnerabilidad del sistema. Hemos relajado nuestras obligaciones como ciudadanos responsables ante la ilusión del milagro económico y el ejemplarizante modelo de transición democrática. Pero nos olvidamos de algo tan evidente como las personas. Las personas que habitaban en las instituciones, las que tomaban decisiones ante nuestra pasiva delegación, las que construían su futuro y condenaban el nuestro. Personas, tan sólo eso, personas con sus virtudes y defectos, tentaciones y ambiciones y una creencia cada vez más firme en su inviolabilidad. El resultado final no ha sido otro que un proyecto fallido porque eso es España, un proyecto fallido, una sociedad desarticulada, frustrada, confundida, impotente frente a una pequeña minoría que ha vaciado a las instituciones de todo sentido. Las razones pueden ser múltiples, pero todas ellas confluyen en un solo hecho, la extracción. Hemos permitido y alimentado una clase dirigente, tanto política como económica, que se ha acabado convirtiendo en una institución extractiva en sí misma y tenemos por delante el reto de desmontar un profundo entramado de conspiraciones, corrupciones y complicidades. Con toda probabilidad, tan sólo pagarán unos pocos, los menos culpables, pero no nos quedará otra que contentarnos con ello porque si persistimos en mover la inmundicia, al final nos acabará tragando con ella. Aceptemos los hechos, asumamos los errores, aprendamos de ellos y cuanto antes reiniciemos el camino. Quizás la única duda es la más importante: cómo. Pasaron los tiempos de revoluciones, pero también los del posibilismo político. Necesitamos rearmarnos ética y moralmente como sociedad. Si no lo conseguimos, querrá decir que nunca existió ni existirá un proyecto compartido y quizás debamos tomar caminos distintos. Pero antes, intentemos recuperar nuestras responsabilidades que no son otra cosa que derechos frente a aquellos que nos han vendido a cambio de humo. No es la hora de los derechos sino de los hechos. No es la hora de la comprensión sino de la reacción. No es el momento del sacrificio compartido con quienes nos lo han impuesto. Es la hora de levantarse y dejarles atrás.