Cuando la ciudad se cayó – literalmente- por un terrible terremoto en 1755 tan solo quedó en pie el 10 por ciento de los edificios, murieron más de 90000 personas y ¿sabéis qué dijo el primer ministro, el Marqués de Pombal? Se cuenta que respondió a quien la preguntó qué hacer: “Cuidar de los vivos, enterrar a los muertos”.
Las ciudades son de quien las camina y pocos saben que ese empedrado tan característico de Lisboa está formado -en parte- por las ruinas de los edificios que cayeron en el terremoto y que demuestran que caminamos sobre la Historia, a cada paso que damos.
Cualquiera puede ir a Lisboa y visitar la Torre de Belém, el Monumento a los Descubridores, los Jerónimos, la Catedral, el Castillo o comer unos pasteles de nata. De hecho, es un buen plan, pero también es bueno perderse en sus calles, descubrir rincones más ocultos o disfrutar de algunas de sus curiosidades.
Allí está la librería más antigua del mundo, Livraria Bertrand, fundada en 1732 y escondida en la Calle Garrett, en medio de una vorágine de turistas que entran en todas las tiendas del barrio Chiado. Allí se esconden los clásicos de Saramago y Pessoa y también los curiosísimos libros de las editoriales Tangerina, Orpheu Negro o Pato Lógico, solo algunas de las más destacadas en el panorama de la edición de literatura infantil en portugués.
Mas lejos – accesible en tranvía o a pie para los valientes- está el LX Factory, un histórico complejo industrial reconvertido en el mercado más vanguardista de Lisboa: tiendas de diseño, restaurantes y arte urbano que se presenta como una fábrica de experiencias donde es posible intervenir, pensar, producir, presentar ideas y productos.
Y para descansar nada mejor que una bonita puesta de Sol a orillas del Tejo – Tajo para los más españoles-, con una Sagres o un vinho branco de la mano.
La gastronómia lisboeta es ideal para reponer fuerzas. Hay mil lugares que merecen la pena para disfrutar del bacalao a bras, sardinhas grelhadas, bifes, … especialmente recomendables son los que conservan el espíritu portugués más tradicional, con manteles blancos de papel sobre manteles de tela de cuadros y bandejas de latón hasta arriba de patatas y arroz. Pero también hay otros espacios más de vanguardias como el Mercado de Ourique y el Mercado de la Ribeira, ideales para experimentar nuevos sabores, mezclar culturas gastronómicas y vincular al antiguo con lo nuevo.
Para los más pacientes, la marisquería Uma, con el mejor arroz de marisco de la ciudad (y probablemente el mejor que he comido en mi vida), y colas para entrar de mínimo una hora.
Y después otro paseo por los secretos de la ciudad a través de sus miradores, algunos más conocidos y trendys- como el De San Pedro de Alcántara- y otros escondidos como los de La Mouraria, un barrio vivo en cuyas callejuelas nació el fado y donde hoy se mezclan las nuevas tendencias con una orgullosa historia de siglos. Merece la pena perderse por sus recovecos.
Lo siento por no insistir más en el Barrio Alto con su vida nocturna o en la plaza del Comercio con sus miles de turistas, en montar en el tranvía 28 o ponerse hasta arriba de pastelitos de Belém. Que también. Pero la ciudad que yo he visto no es esa, al menos no es así como me gusta verla.
La Lisboa que yo he vivido está hecha de experiencias, de momentos bonitos, de historias, de manteles de cuadros y bandejas. Está llena de saudades, y como decía Fernando Pessoa: “So portugueses conseguem senti-las bem, porque tem essa palavra para dizer que as tem”.