¿Qué ocurre cuando no tienes miedo a que te dejen, sino a ser tú quién lo haga?
Pongamos que no eres una hermanita de la Caridad, ni un ser de luz, ni un adalid del amor incondicional. Pongamos que eres una persona normal, que un día te enamoraste de alguien, pensaste que sería la persona indicada, y que con el tiempo, te has ido consumiendo en una relación que por h o por b, no te encajaba del todo.
Pongamos que intentaste autoconvencerte de todas las maneras posibles de que el amor tiene sus baches, que si la rutina, que si hay que luchar y toda estas creencias impuestas que ya conocemos de sobra.
Pongamos que en algún punto de ese proceso, empezaste a ver claro que tenías que dejarlo.
Pongamos que a partir de ese punto, has entrado en MODO ATASCO MONUMENTAL.
Si pudiera abrir una ventanita ahora mismo para observar tu mente, lo que vería es una intensísima y contradictoria conversación entre dos voces opuestas. Una voz corresponde a tu ser real y a su deseo, que es claro y diáfano como un cielo de primavera; y otra voz responde a todas las ideas, conceptos y prejuicios que has mamado a lo largo de tu vida.
No estás haciendo ningún favor a tu pareja. Sabes que realmente estaría bien sin ti, que se recuperaría, que pasaría el desamor y que merece estar con alguien que le pueda amar de la manera que tú no puedes.
No es eso lo que te frena. Eres tú.
Y aquí viene la cuestión más peliaguda.
Si yo sé que mi pareja, como todo ser humano, está capacitado para salir adelante, que yo no soy responsable de su vida, que tengo derecho a ser feliz, que no dependo emocionalmente de él o ella, que incluso estoy sintiendo algo por otra persona…¿por qué siento esta tremenda y paralizante incapacidad de dejarlo?
La respuesta está atrás, muy atrás.
En alguna etapa de tu vida, durante mucho tiempo, recibiste un mensaje que se entretejió en tus patrones neuronales y se quedó a vivir ahí para siempre.
Ese mensaje proviene normalmente de la infancia. De absorber los roles de tus padres. La mayoría de las parejas de antaño responden a un tipo de relación jerarquizada en la que existe un cabeza de familia, una pareja infantilizada y unos hijos envueltos en unos referentes afectivos totalmente ambivalentes y desiguales. A ver si creéis que las relaciones tóxicas aparecen de la nada en pleno siglo XXI.
Tú llevas interiorizada una codependencia. Una codependencia que seguramente hayas trabajado en cierto sentido: has aprendido a cuidar de ti mismo, a no depender de otra persona, te has empoderado. Ahora ya no necesitas a alguien que no te quiere, pero de repente, has pasado al otro lado del espejo.
Te has liberado de tu dependencia.
Pero no te has librado de la dependencia del otro.
La primera parte de esta gran lección sentimental es fácil de resolver: la persona dependiente teme al abandono y cuando el abandono ocurre (siempre ocurre), entra en un túnel de sufrimiento y vacío que atraviesa a ciegas hasta que empieza a encontrarse a sí misma. Y entonces, esa persona dependiente que lloró, suplicó, que creía no saber vivir sin la figura protectora de una pareja, descubre que en la habitación cerrada de sus miedos, se han abierto de pronto mil puertas.
La persona dependiente, cuando pasa por este proceso, vive una transformación muy dura, pero absolutamente fascinante. Como la consabida mariposa que emerge de un capullo y se descubre unas alas que desconocía, así es un ser humano que por primera vez en su vida, es consciente de sus propias capacidades y se asombra de tantos años viviendo a oscuras en mundo plagado de luces.
Ahora bien (cuidaíto, como decimos en Cádiz).
¿Qué hacemos cuando ya hemos pasado por ahí y de repente nos encontramos ante esa carambola perversa de nuestros patrones emocionales?
Ocurre que nos desgarramos entre la necesidad inconsciente de permanecer donde no queremos estar y el deseo de irnos a vivir la vida que de verdad deseamos.
Estar atrapados nos conduce a sentir rechazo por la relación, un rechazo que se muestra de forma cada vez más evidente, hasta que acabamos cargando la historia de conflictos y discusiones absurdas de modo que inconscientemente nos lleven a la ruptura.
Estar atrapados también nos lleva a desarrollar una especie de vida aparte de nuestra pareja donde podamos ser libres a ratos.
En casos más extremos, se puede llegar a tener dos relaciones paralelas, durante años, con absoluta incapacidad de abandonar ninguna de las dos.
Si nos ocurre este problema, debemos ser conscientes de que nuestro yo dependiente no ha sido enteramente sanado. En la resistencia terrible a abandonar a una pareja que ya no amamos, lo que subyace es la herida abierta de nuestro propio abandono. Nos aterra confrontar a una persona que pueda sentirse de alguna manera como nosotros nos hemos sentido.
En lo positivo, esto muestra una gran capacidad de empatía, hasta el punto de identificarnos, casi demasiado, con el dolor del otro.
Si lo sintetizamos: el problema reside en una creencia encallada en el subconsciente. La misma de siempre,
La mejor manera de empezar es iniciar conscientemente un proceso de duelo por esta relación que deseamos dejar y aceptarnos a nosotros mismos como personas co-dependientes. Seguimos anclados en el problema de hacer de los sentimientos de la pareja algo más importante que nosotros mismos. Si antes intentábamos cerrar nuestras heridas infantiles con el amor de la otra persona, ahora estamos intentando cerrarlas evitando su dolor.
Pensamos en el dejador como en alguien que está en muchas mejores condiciones que el dejado, porque tiene a otra persona, porque está iniciando una vida nueva que ha escogido o porque ya no estaba enamorado y por eso, no tiene porqué sufrir tanto. Error. Cada duelo es profunda y absolutamente personal. Lo que vemos desde fuera no es más que la punta de un iceberg.
A los que estéis pasando por este proceso, recordaros lo que ya sabéis. Aprendisteis que la pareja no es responsable de vuestra felicidad; pero no olvidéis que la felicidad de vuestras parejas, tampoco es responsabilidad vuestra. Seguid aprendiendo. La lección no ha terminado.