Lobotomías a gran escala en norteamérica y la píldora revolucionaria

Por Gonzalo

En 1946 la prestigiosa revista norteamericana Life publica “Bedlam” un reportaje sobre dos centros psiquiátricos estatales, uno en Cleveland y otro en una ciudad dePensilvania. El texto se acompaña de fotos estremecedoras en las que aparecen los enfermos en condiciones infrahumanas, amontonados, acuclillados semidesnudos contra las paredes, o atados a los bancos.

Acaba de finalizar la segunda guerra mundial y el impacto de las imágenes es enorme porque esas escenas recuerdan a las fotografías de los campos de concentración nazis, aún frescas en la retina de la gente.

Y con el agravante de que esto no sucede en ultramar sino allí, en el propio país; de modo que la reacción general es que urge hacer algo en los psiquiátricos americanos. A Walter Freeman estas imágenes le evocan sus primeros momentos en  el Elizabeth de Washington y está convencido de que tiene en sus manos el remedio para la situación; en otras palabras, se plantea la aplicación de lobotomías a gran escala para, según su criterio, mejorar y dar de alta a un buen número de enfermos mentales.

Walter Freeman en plena actividad

Antes de que las lobotomías puedan practicarse en serie, hay que simplificar el procedimiento. En palabras de El-Hai, “resultaba caro, requería los servicios de un neurocirujano, un anestesista, un quirófano. Y estas instituciones estatales, incluso aunque se llamaran hospitales, carecían de todas esas cosas”.

Tras meses de pruebas, Freeman cree que ha encontrado una ruta anatómica más directa hacia el cerebro: en lugar de trepanar el duro cráneo, podría acceder a los lóbulos frontales desde abajo, directamente a través de las órbitas oculares. La cavidad ósea que rodea a los ojos tiene un tabique superior relativamente fino; en una secuencia de archivo Freeman sostiene un cráneo en sus manos y señala “aquí el hueso es lo suficientemente delgado que deja traslucir la luz, y puede ser fácilmente perforado”.

Nacían así las célebres e infaustas lobotomías transorbitales. La historia nos dice  que Freeman ideó la nueva técnica en su propia casa, en la cocina con un picahielo y un martillo, ensayando sobre un cráneo.

A partir de ese momento, realizar una lobotomía era coser y cantar. El nuevo procedimiento es el siguiente. Primero se adormece ligeramente al paciente mediante uno o varios electroshocks; según Freeman, “habitualmente con tres descargas sucesivas es suficiente, pero en gente anciana basta una sola; si se es un joven robusto, pueden administrarse cuatro, o incluso seis descargas, sin peligro”.

Acto seguido, un instrumento punzante, que en algunas ocasiones era literalmente un picahielo, se inserta en la cavidad orbital entre el párpado y el ojo, y con unos golpes de mazo se perfora el tabique superior, penetrando unos siete centímetros en el cerebro.

A continuación, mediante un movimiento de vaivén, como si fuera un limpiaparabrisas, se procede a la destrucción de tejido cerebral, supuestamente de las conexiones entre los lóbulos prefrontales y el tálamo, de donde, según Freeman, procedían los impulsos emocionales desajustados.

Luego se repite la operación a través del otro ojo. Todo ello consumía escasamente tres o cuatro minutos y las únicas huellas visibles eran dos ojos amoratados, a la funerala.

Un día de 1946, su ayudante, el cirujano James Watts, irrumpió en la oficina mientras Freeman empezaba a aplicar el nuevo procedimiento sobre un paciente. Sostenía el picahielo en un mano y el martillo en la otra, sin las mínimas condiciones quirúrgicas de asepsia, etcétera, y Freeman le pidió que sostuviera el instrumental para sacar una fotografía. Watts no dijo nada, dio media vuelta y salió. Aquí terminó la colaboración entre ambos.

Esta nueva forma de lobotomía transorbital resultaba rápida, barata, y capaz de realizarse de forma ambulatoria porque no requería un quirófano ni equipamiento quirúrgico. Podía, además, enseñarse a otros ayudantes con un entrenamiento mínimo.

Freeman gustaba de practicarla con desparpajo, rodeado de público y dejándose fotografiar por los medios; se vanagloriaba de que, incluso, cirujanos hechos y derechos habían vomitado o caído redondos al presenciarlo. Sentía cierta necesidad morbosa de impresinar a los demás; aparte del picahielo, utilizaba con frecuencia un martillo de carpintero en lugar de otro instrumento con apariencia más quirúrgica.

Walter Freeman se embarcó en una campaña nacional de lobotomías ambulantes por los hospitales psiquiátricos de todo el país, al volante de su furgoneta, que él llamaba el “lobotomobile”. Cuando llegaba a un hospital, muchas veces rodeado de prensa y fotógrafos, el personal colocaba en fila, sobre camas, a los enfermos que consideraban candidatos para la intervención, y él procedía a practicar las lobotomías en serie, una tras otra.

El consentimiento informado y otras sutilizas por el estilo no eran propios de la época. En su etapa de máxima popularidad, a Freeman se le esperaba como una especie de salvador, pertrechado con una metodología de vanguardia capaz de curary, de paso, aliviar el agobio de un personal hospitalario desbordado por la sobrecarga de internos.

No hay que olvidar que la guerra mundial había generado un incremento dramático de los trastornos mentales, como secuelas físicas y psicológicas del conflicto.Quedaban lejos los tiempos en que Freeman prometió que la lobotomía sería sólo“una operación de último recurso”.

Contagiada por el entusiasmo popular, una parte de la profesión médica acabó aceptando la técnica y se practicaron lobotomías en centros de élite como la Johns Hopkins, el Hospital General de Massachussets, o la Clínica Mayo. Se calcula que el número de intervenciones anuales ascendió de ciento cincuenta en el año 1945 amás de cinco mil en 1949.

En este año la lobotomía recibió el máximo respaldo con la concesión del Premio Nobel a su iniciador, el portugués Egas Moniz. (Moniz dirige la primera lobotomía de la historia, que dura unos treinta minutos,  el 12 de noviembre de 1935 en el hospital de Lisboa, realizada por el cirujano Almeida de Lima).

Un caso célebre de lobotomía fue el de Rosemay Kennedy, una hermana menor de quien luego sería presidente de Estados Unidos. A su padre, el influyente Joseph Kennedy, entonces embajador  en Gran Bretaña, le preocupaba la conducta de su hija, difícil de manejar en casa, y temía que un día apareciera embarazada o con una enfermedad venérea, lo que sería un descrédito para la posición familiar.

Su médico le habló acerca de un nuevo tratamiento, un tipo de operación que podría calmar el comportamiento errático y le aconsejó que se pusiera en contacto con el Dr. Freeman. Dicho y hecho, Rosemary fue lobotomizada a la edad de veintitrés años, en 1941, mediante el procedimiento previo al transorbital. Fue la lobotomía número 66 en la carrera del neurólogo y parece que el padre tomó esta decisión por su cuenta, sin informar al resto de la familia.

Lo cierto es que la operación resultó un desastre y Rosemary quedó mentalmente incapacitada para el resto de sus días, sin posibilidad de vida autónoma. Tuvo que pasar toda su existencia institucionalizada hasta que en 2005 murió a la edad de ochenta y seis años. Una historia muy triste.

Por otra parte, se ha especulado sobre si la actriz americana Frances Farmer sufrió una lobotomía durante su internamiento de cinco años en el Western State Hospital de Seattle, pero no hay evidencia de ello.

En los años cincuenta empiezan a publicarse en las revistas especializadas los primeros estudios a largo plazo sobre las lobotomías. Es el momento de evaluar de forma serena y científica su verdadero impacto, y los resultados no son alentadores.

En palabras del escritor Robert Whitaker, “algunas personas  no pueden abandonar la institución y se hallan en un estado casi vegetativo. Otras personas vuelven a casa, pero están como si fueran niños… Lo mejor que se podría ver es gente que tiene un puesto de trabajo, pero a menudo no están motivados para acudir al mismo. De esta manera, ahora tenemos un período largo, diez años, doce años, y empieza a ser difícil justificar esto como un milagro de la cirugía, precisamente porque vemos estos resultados a largo plazo”.

Muchos de los que  habían llegado a apoyarla, ahora la desaprueban. La Asociación Médica Americana declara que “es inconcebible que un procedimiento que efectivamente destruye el cerebro pudiera restarar un estado normal en el paciente”.

Hablar del éxito de la lobotomía es como hablar del éxito de un accidente de automóvil. Para muchos antiguos defensores, ahora la lobotomía les parece tan sutil como un tiro en la cabeza. Pero Freeman es tozudo y ante este tipo de críticas su respuesta siempre es del mismo tenor: ¿qué técnica alternativa sugieren los detractores, especialmente para los casos más graves con tendencias suicidas?

Los psicoanalistas no tratan a esquizofrénicos y con ellos de poco servirían sus sesiones de diván. La opinión pública se divide; muchas familias se sienten agradecidas con el neurólogo; otras lo aborrecen.

En una ocasión en que Freeman es abucheado por una audiencia de psiquiatras, su respuesta consistió en vaciar sobre la mesa una caja con unas quinientas tarjetas navideñas de felicitación mientras les espetaba: “¿Cuántas tarjetas de navidad han recibido ustedes de sus pacientes?

En esta situación, lo que de verdad daría la puntilla final a las lobotomías sería la aparición de un nuevo tratamiento. Y esto ocurrió a mediados de la década de 1950 en forma de una píldora que barrió los psiquiátricos norteamericanos y europeos.

El descubrimiento de las propiedades de la clorpromazina, la primera sustancia con efectos antipsicóticos, se considera hoy como la primera gran revolución de la psiquiatría. El hallazgo fue casual, como ocurriría con tantas otras drogas; de hecho, no podía ser de otro modo pues aún faltaba una teoría sobre la bioquímica del cerebro.

Un neurocirujano francés, Henri Laborit, buscaba un producto que calmara la ansiedad que muchos individuos sufrían antes de someterse a una operación. Entre sus ensayos, probó con una sustancia nueva que una compañía farmacéutica francesa había desarrollado muy recientemente, la clorpromazina, y quedó impresionado al observar la potente acción tranquilizadora que causaba en los pacientes.

Laborit pensó que quizá este compuesto podría ayudar a los enfermos mentales aquejados de extrema ansiedad y agitación. Y efectivamente, resultó que los efectos fueron espectaculares, porque los calmaba de un modo muy notorio, pero, al mismo tiempo, sin adormecerlos o postrarlos en un estado de embotamiento.

Y además reducía drásticamente las alucinaciones y los síntomas psicóticos de la esquizofrenia; se trataba, en realidad, del primer medicamento que tenía una acción genuinamente antipsicótica. No es difícil imaginar el gran cambio que supuso para la psiquiatría de mediados de siglo.

En Estados Unidos se comercializó bajo el nombre de Thorazine y en Europa comoLargactil. La publicidad americana hablaba inicialmente de una verdadera“lobotomía química”, pero sin los inconvenientes de la cirugía. Como era de esperar, muy pronto la lobotomía perdió terreno a favor del nuevo tratamiento, éste si, realmente revolucionario.

Fuente:  Breve historia del cerebro  (Julio González Álvarez)