Gracias a películas como Boyhood (2014) o Me & Earl & the Dying Girl (2015), durante estos últimos años, muchos cinéfilos hemos vuelto a desempolvar los clásicos del Nouvelle Vague, ese movimiento francés de mediados del siglo veinte que nos sumergía en un vaivén emocional mientras hacíamos un viaje introspectivo de la mano de directores como Jean-Luc Godard o Claude Chabrol. Como alternativa al cinema de qualité de la época, La Nueva Ola no trata de plasmar viejas glorias del pasado; ni siquiera de contar una historia determinada. Tutelados por la revista Cahiers du cinemá (fundada en 1951), los guionistas y productores de este movimiento crean obras en estética muy similares al neorrealismo italiano pero atiborradas de contradicción e ironía, donde la realidad opaca del argumento permite que la interpretación del film quede en manos del espectador.
Y es en este contexto donde surge Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), dirigida por Francois Truffaut, una de las figuras más importantes (sino la mayor) de esta reforma cinematográfica. Truffaut, inspirado por las ideas de André Bazin (a quien dedica su obra nada más empezar el film) al igual que sus compañeros, creía que representar un relato épico, una historia de amor o incluso una biografía, era relativamente fácil y hasta cierto punto, aburrido o tedioso… pero ¿Cómo mostrar en pantalla el mundo interno de un personaje sin aludir a imágenes oníricas? ¿Cómo filmar al niño que todos llevamos dentro? ¿Cómo plasmar la construcción activa y dinámica del self, el desarrollo psicológico de la identidad o la consciencia del ser? Los cuatrocientos golpes se convierte de esta manera, en una herramienta introspectiva, una ventana al Yo muy pocas veces visto en el cine donde, entre otras cosas, el director francés se pregunta ¿Cómo dejamos de ser niños?
Los golpes
La expresión faire les quatre cents coups podría traducirse en castellano como hacer las mil y una o más actual, liarla parda. Sin embargo, después de la hora y media de película, al espectador no le cabe la menor duda de que esos cuatrocientos golpes no sólo se refieren a las travesuras de un niño pícaro, sino también a los embistes de la vida que azotan al joven personaje: con cada bofetada que le propinan a Antoine Doinel, este despierta en un mundo cada vez más crudo.
- La bofetada de la familia: para los padres de Antoine, su hijo ya no es un niño y aunque a veces le guiñan el ojo o le acarician su perenne pelo despeinado, estas situaciones sólo se dan si es para conseguir algo del joven Doinel. A lo largo del film el pequeño Antoine es cada vez más consciente del ensimismamiento de su madre y la inseguridad de su padrastro. Los planos cortos de su rostro mientras escucha las discusiones de sus padres a medianoche o el momento en el que descubre la infidelidad de su madre mientras hace novillos, se muestran con tal crudeza que es imposible evitar sentir cada golpe que recibe el protagonista en el contexto familiar.
- La bofetada de la escuela: no se llegan a los cinco minutos de película y el pequeño Doinel yace en el rincón de clase castigado injustamente por su profesor. Son pocas las escenas en las que Antoine aparece en el aula sin que su tutor le insulte o le coja por el cuello sin especial cuidado. El golpe definitivo viene cuando su intento por destacar académicamente es interpretado como plagio; su rostro se ilumina al recordar la frase de Balzac: “¡Eureka, lo encontré!” y la redacción acerca de la muerte de su abuelo se convierte en su última esperanza. La paráfrasis y metáfora que había escrito inspirado por la novela del autor parisino es interpretado por su profesor como una vil copia y Antoine ve todo su esfuerzo convertido en un castigo. A partir de entonces, jamás vuelve a la escuela.
- La bofetada de la vida: una vez en el reformatorio en el que es internado al final del film, Antoine come el pan antes de que se de la orden. El responsable se quita el reloj, le enseña con cinismo las palmas de la mano y le pregunta al protagonista con qué mano prefiere que le de la bofetada. En ese momento, el espectador descubre con congoja que da igual de dónde provenga el golpe: Antoine seguirá recibiendo bofetadas a lo largo de su vida sin que éste pueda hacer nada.
Aunque el relato de Truffaut se sitúa en la Francia de la posguerra con Argelia y sea bastante trágico por momentos, la metáfora de la bofetada refleja con sumo realismo el shock of reality que sufrimos todos durante la adolescencia (sobre todo en occidente), en una cultura donde en muy poco tiempo los niños pasan de estar en una burbuja, sin apenas responsabilidades o preocupaciones, a una vida donde la familia, la sociedad y las instituciones demandan rápidamente que los jóvenes adopten un rol y una actitud determinadas en medio de una cantidad ingente de posibilidades.
Niños hombres
Pero no todo es crudeza en la obra de Truffaut. Gran parte de la belleza del largometraje francés reside en la exaltación de la cotidianidad en el universo cambiante de Antoine Doinel.
En contraste con la manera de hacer cine de aquel entonces, los directores de la Nouvelle Vague daban gran importancia y especial cuidado al montaje de la película. Experimentando con distintos planos daban a la espontaneidad el guión de las secuencias. La alabanza a la rutina en el guión y estos juegos de cámara son los que nos permiten disfrutar de la transición niño-hombre que Los cuatrocientos golpes nos ofrece sin parangón alguno.
La cámara se eleva sobre los hombros de Antoine mientras éste añade carbón a la hornilla, el objetivo sigue a un joven responsable que sabe llevar las tareas de casa y de pronto, el protagonista se limpia las manos con la cortina. El joven Doinel sale a regañadientes para comprar harina; no entiende las mentiras de su madre y la pasividad de su padrastro y de repente, se marea escuchando la conversación de dos ancianas que comentan un parto por cesárea. El protagonista hace novillos junto a su fiel compañero y compran entradas para una atracción de feria; el rostro eufórico y jubiloso de Antoine se entremezcla con secuencias donde la cámara parece girar al ritmo del zoótropo gigante en el que, aunque muy pocos lo saben, el director de la película también disfruta de la atracción. Truffaut planta la cámara por debajo de un escenario de títeres, haciendo planos cortos y rápidos de decenas de niños que contemplan la obra: niños riendo, gritando, abriendo la boca o metiéndose los dedos en la nariz. Es la viva imagen de la infancia y mientras tanto, Antoine y su amigo planean cometer un delito.
Por último, nos gustaría destacar (¡Cómo no hacerlo!) la entrevista con la psicóloga. A los profesionales de la conducta y amantes de la psique esta escena nos llena de orgullo; a modo de documental, la cámara sólo nos permite ver al joven Doinel, quien juega con sus manos mientras contesta a las preguntas. A pesar de los mitos y leyendas que su compañero de reformatorio le cuenta en torno a la labor de la psicóloga, la entrevista se convierte en el único momento en el que Antoine puede contar su versión de todo lo sucedido: en sus respuestas no sólo descubrimos hechos que el espectador desconocía, sino que también nos percatamos de que detrás de la dulce mirada de Antoine, a veces picarona e ingenua, hay un hombre totalmente consciente de los sucesos que lo han llevado hasta dicha entrevista, recordándonos una vez más que los niños, aunque poco elocuentes y a veces traviesos, no son tontos; también son personas.
¿Cómo dejamos de ser niños?
Lo de Boyhood queda minimizado cuando descubrimos que la relación director-protagonista entre Francois Truffaut y Jean-Pierre Léaud (el actor que da vida a Antoine Doinel) duró más de veinte años. Los cuatrocientos golpes sólo fue el comienzo de una secuela de películas, casi autobiográficas, que Truffaut llevó a cabo hasta mediados de los setenta donde el protagonista siempre fue Léaud. En todos estos filmes el director francés nos invitaba a hacer un viaje retrospectivo para hablarnos de las grandes crisis y los dilemas a los que se había enfrentado a lo largo de la vida.
Los judíos tienen el Benei Mitzvá, los navajos su primera caza con halcón y en España por mucho tiempo fue la primera comunión. Sin embargo ¿Cómo sabemos que hemos dejado de ser niños hoy en día? Los rituales de paso quedaron atrás en occidente y de ahí que el film de Truffaut sea una oportunidad irrepetible para plantearnos estas cuestiones. En los últimos años, la psicología constructivista nos ha permitido descubrir cómo un mismo suceso puede ser contado de manera distinta y tener una relevancia diametralmente opuesta para un individuo u otro; la narrativa biográfica se convierte así en una manera de acomodar los sucesos en una historia de vida congruente (de hecho, los problemas surgen cuando hechos traumáticos o significativos no pueden ser asimilados en el hilo conductor de la historia) ¿Qué significado puede tener la última escena de la película? ¿Es el mar una metáfora de la incertidumbre del futuro o sólo la culminación de una etapa? Para Truffaut el significado depende de quien vea su largometraje… pero eso sí, antes de ello nos plantea la cuestión de un modo brillante:
Antoine Doinel es llevado al calabozo por petición de su padrastro. Después de una noche junto a criminales y prostitutas, lo suben a un furgón policial para llevarlo a su destino final (el reformatorio) y vemos la cara del joven Doinel pegado a la ventana trasera: es la última vez que verá Paris. Truffaut se monta en el furgón con la cámara acuestas y vemos en treinta segundos inolvidables cómo Antoine, con lágrimas en sus mejillas, se despide de su infancia mientras contempla un tiovivo. El hombre ha dejado de ser niño.
Y ¿tú? ¿Cómo dejaste de ser niño?