Los amores famélicos

Por Cristina Lago @CrisMalago
Consigues parejas con facilidad: en ocasiones incluso las solapas. Eres experto en jugar al príncipe o a la princesa y llevar al otro a tu terreno:  pero en cuanto consigues el objetivo, de repente te aburres, te frustras y buscas un nuevo reto. ¿Qué sucede si te encuentras con alguien que juega a lo mismo que tú? Con tantas personas en este planeta tierra dispuestas a cuidarte, mimarte, hacer sentir bien y cubrir tus necesidades afectivas…¿para qué voy a estar solo/a?. Como un niño muerto de hambre que llega a la tierra de la abundancia, así funcionamos cuando dependemos afectivamente de otros y nos es sencillo darles lo que necesitan, para que nos den lo que necestiamos. Esta mentalidad, te sonará: ya sea por ti mismo/a, ya sea por la cantidad de personas que te rodean y que empalman una relación tras otra con una pasmosa celeridad y para las cuales, estar consigo mismos les suena a superchería de autoayuda inventada por alguien que nunca follaba. Emparejarse constantemente, para el dependiente, es la medida de su valor como personas: si tanta gente me desea como pareja, entonces debo ser alguien excepcionalmente seductor, interesante o atractivo. Sin embargo, éste es el punto de partida a muchas relaciones mediocres con personas a las que hemos elegido sin mucho más criterio que unos cuantos rasgos superficiales (su físico, su cultura, su patrimonio, su estatus, o simplemente, su disposición a querernos). A medida que pasa el tiempo y la persona emerge desnuda del traje de idealización que nuestras expectativas le han calzado, nos encontramos con un perfecto extraño con el que jamás conectamos del todo, porque estábamos demasiado ocupados construyendo una fantasía narcisista para compensar quién sabe qué lejano abandono afectivo de nuestro pasado.  Y no en conocer realmente a la persona que tenemos al lado y a quien llamamos pareja. Así pues, no conseguimos parejas por ser extraordinarios, sino porque nos unimos a cualquiera. Mientras seamos los que dependamos en menor medida, podremos seguir cambiando de vínculo superficial a vínculo superficial, sin aparentes daños, hasta pudiéndonos dar una palmadita imaginaria en la espalda con esta aleccionadora frase: es que aún no he encontrado a la persona adecuada. Ten cuidado con lo que deseas, porque podría hacerse realidad. Es cuestión de tiempo que en esta espiral progresiva de dependencia, encuentres a alguien que se convierta en el reto inalcanzable. Te encontrará ya desgastado/a, con un vacío cada vez más urgente y más dependiente que nunca: y será alguien a quien tú necesites más de lo que te necesite a ti. Por supuesto, esta persona se convertirá automáticamente todo lo que siempre has buscado y nunca has conocido: alguien que te quiera tan poco como tú te quieres a ti mismo. No lo sabrás en ese momento. Sentirás una imparable ansia de conquista. Necesitarás estar constantemente a su lado. Harás lo que sea y cuanto sea, para que este príncipe o esta princesa no pierdan su corona y no pasen a formar parte del montón desechable de personas que al final, no eran las adecuadas.  Será el amor de tu vida, la persona que te completa, aquel o aquella que por fin te ha curado, te ha salvado y te ha llenado. Pronto, te darás cuenta de tu error de cálculo. Si te correspondiese en la misma medida en la que tú lo deseas, comprenderías que el proceso hubiera seguido su curso como siempre: una vez cazada la presa, te hubieras aburrido y habrías saltado tarde o temprano, a una nueva conquista. Pero no se deja. La diferencia no es en que esta nueva persona sea especial, ni la bomba, ni el hombre o mujer de tus sueños. La diferencia reside en que no te acaba de dar el dulce: te lo pone entre los dientes y lo retira antes de saborearlo del todo, en ese juego de egos que, desde el otro lado, tú has desempeñado tantas veces. Este te doy y te quito, te mantienen en un estado de idealización permanente, de enamoramiento que no trasciende al amor: un estado de carencia perpetua que te hace sentir condenadamente bien y condenadamente mal al mismo t iempo. La otra persona no parece atenerse a esa especie de ley cósmica que dice que todo amor inefable ha de ser irremediablemente correspondido. ¿Cómo no puede sentir lo mismo que tú? Se aburre, se distancia, se agobia, pide tiempos, va y viene, aparece y desparece y todo este proceso opera en ti como la mejor de las drogas duras, alternando éxtasis y desesperación en adictivas dosis mientras te devanas para hacer lo posible e imposible que mantenga el interés fugitivo del otro. Te conviertes en tu mejor versión, o mejor dicho, en tu versión irreal: eres su terapeuta, su Sandokán, su geisha, su animador sociocultural, su galán de película, su princesa desvalida, su cocinera, su showman…  Y lo peor no es esto. Lo peor es que pese a todos tus esfuerzos, el vacío sigue ahí, congelándote la nuca.

Juegas a la frialdad, reprimes cuanto sientes para no perder el poder: pero ya lo has perdido. La seducción, los juegos, el tira y afloja…no sirven. Este es un juego nuevo, con reglas que ya no conoces.

En realidad, sí sabes cómo se juega. Pero siempre has jugado en la posición de dominio: nunca de dominado. Has rechazado la necesidad de otras personas y ahora, como una maldición kármica, empiezas a ver como alguien rechaza la necesidad que hay en ti. ¿Pudieron hacer algo tus otras parejas para que no las dejases; para que las quisieses? Es hora de afrontar que tú tampoco puedes hacer nada para que otra persona te quiera. Es hora de afrontar los duelos pendientes, el dolor sobre el que has ido apilando viejas y nuevas relaciones, las pérdidas, las despedidas que no hiciste, los perdones que no pediste o concediste. Es hora de hacer las paces con lo que has sido, con lo que eres y prepararte para lo que hayas de ser. Quizás esta persona no sea el amor de tu vida: pero puede que sea la lección de tu vida. Seguir o no seguir con en este juego corre de tu cuenta: cada persona tiene su propio límite de sufrimiento. Quizás, lo que tú eres en este momento, sólo puede contemplar un único camino. A veces hay que quemarse hasta las cenizas para convertirse en alguien distinto, capaz de encontrar caminos diferentes. ¿Porqué necesitamos encadenar relaciones compulsivamente? Al igual que cuando respiramos, inspiramos y exhalamos, necesitamos pasar tiempos fuera y dentro de nosotros para conservar nuestro bienestar emocional. Cuando esto último se torna insoportable por la angustia que produce, existe algo -que proviene de nuestras relaciones más tempranas- que falló o faltó en nuestro sistema afectivo y que es el sustrato para una buena autoestima. Los amores famélicos son relaciones parasitarias en las que te refugias en las faldas o en los pantalones de tus parejas para no afrontar la responsabilidad emocional de tu propia vida. Siempre que exista esta necesidad de fondo, todo vínculo que generes, acabará enfermando.

Antes de buscar otra pareja para encubrir estas carencias, date un tiempo para descubrirte, reflexionar sobre tus antiguas relaciones y comprender tu papel en ellas y averigua lo que realmente deseas de esta vida y qué buscas. Construye tu propia tierra de la abundancia.

Sólo al elaborar este proceso, podrás estar en paz contigo mismo y empezar a vivir relaciones en plenitud, en lugar de amores famélicos.