Cuando Agnes, Inés, descubrió la fe cristiana en la antigua Roma, a principios del siglo IV, la persecución de éstos, los seguidores de Cristo de entonces, fue especialmente dura y trágica. Pero para esta bella adolescente, impresionable y decidida, no hubo otra cosa que la alejara de aquel deseo ferviente y poderoso. Su acción rebelde fue contestada por uno de sus pretendientes, el hijo orgulloso del prefecto de Roma. Denunciada y apresada ya, no pudo evitar así el martirio y la muerte. Su providencial castidad sorprendió a todos cuando, incluso, fue llevada como castigo por su irredentora actitud a uno de los peores prostíbulos de Roma. Allí permaneció virgen milagrosamente. Y con su festividad, el 21 de enero, se estableció una tradición virginal y núbil para las jóvenes que abrigaban el deseo de encontrar pareja. Así, en su víspera, había pues que encerrarse en su cuarto, desnudarse por completo y acostarse boca arriba, con las manos ocultas tras la almohada, y dejar que el sueño anheloso vagara por la mente hasta completar el deseo, deseo que se vería cumplido al amanecer.
El poeta John Keats compuso en 1819 su obra lírica La víspera de Santa Inés. Relata la leyenda de Magdalena y Porfirio, amantes clandestinos que aprovecharon la famosa víspera para huir. Cuando todos estaban o borrachos o dormidos, ellos escaparon así para siempre. Los pintores prerrafaelitas comenzaron su singladura curiosamente a partir de la obra que sobre este tema pintara uno de sus primeros miembros, William Holman Hunt, que en 1848 compone la escena medieval de esa huida. Por aquellos años, mediados del siglo XIX, uno de los críticos más singulares de Inglaterra, John Ruskin, alabó la idea prerrafaelita y sostuvo la teoría en la que estos creadores se apoyaron para prevalecer. El pintor John Everett Millais, otro de los primeros miembros, fue muy admirado por Ruskin. Ambos recorrieron Italia para adentrarse así en las profundas e inspiradoras fuentes de lo anhelado.
John Ruskin se había casado ese mismo año, 1848, con la joven y bella Effie Gray (1828-1897), aunque nunca llegaron a consumar su inútil matrimonio. Al parecer, él no pudo contener su negado íntimo desprecio hacia ella, aunque a cambio la respetara y la adorara. Sin embargo, ella sufrió mucho esos años hasta que conoció a Millais, amigo de su esposo, y admirado pintor prerrafaelita. Consiguió por fin anular su enlace, y unirse de nuevo, para siempre, con su deseado amante pintor. Éste, años después, se acordó de aquel lienzo que su amigo Holman pintara entonces, basado en la tradicional leyenda festiva y en los románticos versos de Keats. Así, compuso Millais su magnífica obra, el lienzo La Víspera de Santa Inés. En el relato poético, ella, Magdalena, lleva a cabo la tradición, paso a paso, de lo que el sortilegio milagroso prometía acontecer. El creador ahora recrea simbólicamente a su propia amada de entonces, su mujer ahora, en un gran dormitorio victoriano, cuando él deseaba lo mismo sin atreverse. Como describe el poema, ella es espiada una vez por su amante, antes de que puedan reconocerse como tales. Y es así como la pinta, observada desde el mismo lugar en que, ahora, la vemos a ella. Se sitúa ante un espejo, y comienza a desvestirse, sólo los hombros relucen sombríos aún ante la penumbra de la grandiosa habitación dividida. Parte de la misma se encuentra, desde el deseo, en lo oscuro; parte, desde el anhelo luminoso y esperanzador, en su regazo.
En Física se describen cuatro estados, llamados estados de agregación además, en donde la materia conocida cambia según incorpore o no elementos de esa misma materia. Son los estados líquido, sólido, gaseoso y plasmático. La transformación es absoluta, y pasa de ser una cosa a ser otra distinta. Algo interviene, algo que está en la naturaleza de las cosas y en la Naturaleza del ambiente. Del mismo modo, así sucede en la vida de los seres humanos. Hay un estado germinal, inicial, individual, absoluto también, que no precisa más que ser para existir. Situado el ser en un medio imprevisible y caótico, ordenado sin embargo también ya que, además, dirige y controla los fenómenos vitales, ahora se encuentra éste vulnerable, solícita y perturbadoramente además, igual que como toda aquella materia física, transformable, agregable y aleatoria.
Podemos pasar de la individualidad, que es un estado absoluto, suficiente, propio, merecedor, y del cual menos de eso ya no podemos así ser nada, a lo dual, a lo doble. Cambia el estado, así cambia el deseo, cambia la vida y lo cambia todo. Y sigue. También hay un posible cambio al tres, al estado trío. Aquí se produce una agregación inestable pero, a veces, aun latente. Es la necesidad de demostrar ahora que lo otro, lo dual, existe, que está ahí, o que no lo está... Más adelante se llega al cuarteto y, de aquí, a más. Así deambulan los seres, así se desarrolla la historia vital de sus estados. Podemos pasar de uno a otro, saltar o combinarlos, lo seguro es que cambiamos nuestra íntima estructura con ello. Como en el ámbito de lo físico. Es algo inevitable; es algo ¿necesario? ¿Se puede decir que el agua, el agua que recorre transparente el cauce de los vívidos ríos, no puede ser agua líquida por siempre? No, y sí. Ya que sin ese cambio no podría existir la vida siquiera. Esto es así. Aquélla debe evaporarse alguna vez, y luego solidificarse otra, sin esto no habría atmósfera, clima ni vida. Sin embargo, nunca jamás concebiriamos ésta sin la maravillosa, ágil, acomodaticia e incolora bella forma líquida del agua.
(Óleo La Víspera de Santa Inés, 1863, del pintor prerrafaelita John Everett Millais, Particular; Cuadro del pintor adscrito a la hermandad Nazarena -pintores románticos alemanes rebeldes que volvían al ideal medieval-, Franz Pforr, Regreso a casa por la noche, 1808; Lienzo del pintor Eugéne Delacroix, El duque de Orleans mostrando a su amante, 1826, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Poco después de la boda, 1843, del pintor William Hogarth, National Gallery, Londres.)