Teresa tiene ocho años. Y es la más traviesa de sus diez hermanos. Es como las culebras. No para quieta ni un segundo. Por eso se cayó hace un mes. Por eso se hizo la herida en la pierna que luego se le infectó. Por eso hace hoy cola en el dispensario con Mariana, su madre, para ver a los médicos españoles. Ya había ido a ver al chamán y había hecho una ofrenda a Dios, pero no había dado resultado. Teresa se mira la pierna desnuda que Pablo, el cirujano, le explora con cuidado. Tiene mal aspecto, está oscura y de la herida sale un líquido amarillento mezclado con un poco de sangre. Su pie, por debajo, está hinchado y del color de las nubes cuando hay tormenta. De hecho, Teresa siente la fuerza de la tormenta en su pie. Sobre todo, por las noches. Pablo menea la cabeza y sus ojos se cruzan con los de Carlos, el anestesista. "Hay que amputarle la pierna" - dice su mirada. Teresa sabe lo que dicen sus ojos aunque él no haya abierto la boca para pronunciar una palabra. Se encoge de hombros. A Margarita le pasó lo mismo y el carpintero de Bata le hizo una pierna de madera. Se la pagaron los españoles. Teresa espera que a ella también se la paguen porque sabe que si no, se quedará sin pierna. Se encoge de hombros pero no llora. Y Carlos la apunta para operar. La primera. Del primer día. La vía apenas le duele. Es como el pinchazo de un mosquito. Teresa cierra los ojos. Cuando los abra, no tendrá herida. Ni pierna. Pero lágrimas tampoco. ¿No sabéis que los niños de Bata no lloran?
Para Carlos Román y Ernesto Martínez, que me abrieron los ojos a lo que significa anestesiar en el Tercer Mundo.