Los paisajes de Abbas Kiarostami

Por Avellanal

Al promediar el (fatídico) año 2001 se estrenó en Buenos Aires una película de Abbas Kiarostami dotada de una peculiar belleza. Ciertamente demandaba un innegable esfuerzo por parte del espectador, pues en ella era muy poco lo que acontecía. Se llamaba Le vent nous emportera, como el último verso de un poema de amor que se escuchaba en penumbras, avanzada la escueta historia que, desde las primeras escenas, se presentaba como un larguísimo recorrido por la geografía austera del Kurdistán iraní.

En aquella cinta y en tantas otras del deslumbrante cineasta, el paisaje se desplegaba silenciosamente a la distancia, con una fuerza sobrecogedora, tal como en la serie de fotos en blanco y negro que se exhibieron en 2006 en el MALBA, formando parte de la retrospectiva que se le dedicó en el marco del BAFICI. En aquella oportunidad también se presentó  “Sleeping”, una instalación en la que afloraba la extrema curiosidad que el artista profesa por el universo de los niños, o mejor dicho, por esa patria llamada infancia.

Las fotografías son tan depuradas en sus tonos y en el tratamiento de la imagen que, por momentos, parecen tintas. Como si una mancha y no la luz se hubiera derramado sobre el papel, dibujando esos larguísimos planos horizontales, subrayados o atravesados por caminos, lomas, luces y sombras de diverso contraste. En ellos, los seres sólo irrumpen como siluetas a la distancia. ¿Acaso una mujer, un hombre, un árbol modelado por el viento o un poste de luz? Quizás se pueda rastrear aquí la impronta del diseñador gráfico que precedió al fotógrafo y al cineasta en su formación.

Y así como en las secuencias demoradas de los filmes de Kiarostami, el conjunto de fotografías que integraban esa muestra se sucedía como un desplazamiento en el tiempo. Pero fundamentalmente como una aproximación a ese espacio inabarcable que expresa también un viaje interior y una mirada que se construye en la experiencia de esa naturaleza árida, misteriosa, que absorbe a los seres que la habitan. Kiarostami conoce bien esos parajes rurales: por años los visitó, en invierno, primavera y verano, y como los protagonistas de sus películas, condujo en auto en interminables viajes de ascenso y descenso por esa geografía que ha terminado por identificarlo.

A él, que no es precisamente un profeta en su tierra, y nunca gozó del beneplácito oficial, se le preguntó una vez por qué no dejaba Irán. Respondió algo así: si trasladas un árbol de su lugar muy probablemente no vuelva a dar frutos. Pero aun si los diera, nunca serán tan buenos como en su propia tierra. ¡Pues siga quedándose en Irán, señor Kiarostami!