No tenía miedo, pero desconocía cómo acabaría aquel interrogatorio. Todo cambió cuando el Obispo me espetó: «¡acaso no hueles a brandy!» «Sí», respondí. «¿Entonces puedes darle una respuesta más convincente a este tribunal eclesial de tu presencia en la sacristía», me inquirió con una voz de pocos amigos. «Sí, soy el monaguillo de la catedral», le contesté. «¿Y tú crees que eso te exime de responsabilidad?», me volvió a preguntar. «No sé a qué se refiere señor Obispo», le dije a punto de llorar. «Al destrozo del valioso códice de Derecho Canónico», me dijo casi gritando. Guardé silencio mientras veía como el padre Ángel me miraba de reojo, asustado. No le delaté, y simplemente recordé las tardes en las que le ayudaba a subirse encima de unos gruesos volúmenes de pastas oscuras, para que él, con el auxilio de su paraguas, llegara hasta el lugar donde se escondía la llave que abría la gaveta del vino de las misas. Después, yo me comía las castañas cubiertas de chocolate negro maceradas al brandy que a veces le regalaban, y él, se bebía el jerez rescatado de las alturas. Luego, para limpiar nuestros pecados, le ofrecíamos nuestros alimentos al Santo Cristo que había en la sacristía a la voz de: «¡Ave María Purísima!», a la que siempre añadíamos: «sin pecado concebida».Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel