La escritura se ha convertido en un prostíbulo barato entre escritores y editores, donde solo triunfan quienes salen en la tele
El otro día, sin ir más lejos, conversé con Alberto – un viejo compañero de trabajo – acerca de educación y literatura. Hablamos sobre el maltrato que está sufriendo la lengua española por el uso de los móviles, tabletas y toda la parafernalia de "las nuevas tecnologías de la información y comunicación", por parte de los jóvenes. Tan grave es el problema, me decía, que la mayoría de sus alumnos han reducido sus lecturas a "los monosílabos" y "palabras mal escritas" que reciben por "wasaps". Así las cosas, "la lectura de mala calidad" se ha convertido en un hábito social que empobrece el gusto por las letras de los tiempos de Quevedo. Sin una masa lectora exigente en el horizonte, el oficio de la escritura enfermará por no resultar rentable a la industria de la cultura. No olvidemos que el 35 por ciento de los encuestados, según el último barómetro del CIS, no lee nunca o casi nunca. Sin lectores, la Hispania de Rajoy se convertirá, con el paso de los años, en un país de ciudadanos alienados por los discursos del poder. Es, precisamente, esta razón, y no otra, la que enciende la luz roja de la crítica e invita a la intelectualidad a buscar soluciones al problema. Para ello, es necesario que nos preguntemos: ¿por qué no lee la gente? Según los encuestados, el hábito de leer ha sido sustituido por otras alternativas de entretenimiento, tales como cine, televisión, música, videojuegos, botellones y un sinfín de razones que invitan al sujeto a prescindir de lo aburrido, la lectura. Sin tales alternativas, la caída de lectores no sería la misma. Renunciar al progreso y a las nuevas formas de entretenimiento sería, por tanto, la solución para encender las luces del siglo XVIII. Ahora bien esta solución, como ustedes comprobarán, es una utopía.
Es una utopía, como les digo, porque el progreso es imparable y, por mucho que queramos volver al siglo de las letras, el nuestro es el de las pantallas. Luego tendremos que buscar la fórmula para que leer se convierta en una necesidad para el crecimiento personal y no en algo aburrido, al servicio de los raros.
Esta semana, a pesar de la crisis lectora que atraviesa el país, El Rincón de la Crítica ha cumplido cuatro años. Cada día se crean en el mundo miles de blogs; pero son, la verdad sea dicha, muy pocos los que resisten la erosión del tiempo. No la resisten, como les digo, porque un blog necesita mucha perseverancia y paciencia hasta que se recogen sus primeros frutos, una audiencia mínima exigible. Una bitácora, y lo he dicho en más de una ocasión, es como una planta a la que tienes que regar todos los días si no quieres que se muera. Sin mi pasión por la escritura, hoy, probablemente, este blog sería un cadáver del olvido. Como ustedes saben, el Rincón no es un documento "populista". No tiene una línea editorial definida. Y no la tiene, cierto, porque yo no escribo para los otros, sino como un ejercicio de salud mental para amueblar mis pensamientos; sin preocuparme, lo más mínimo, por si los artículos reciben más o menos "me gusta" en Facebook, o si son “Treding Topic" en los mentideros de Twitter. Si quisiera que el Rincón fuera un blog de renombre, solo tendría que escribir para un público definido, como lo hacen los redactores de Marhuenda o los escribas de Rubido. Escribir para los otros implicaría convertirme en un Pablo Iglesias de la literatura que junta palabras con las ilusiones de la gente. Es, por ello, por lo que algunos periódicos se niegan a publicar mis tribunas de opinión. Se niegan porque no están acostumbrados a que sus páginas sean manchadas por el ácido de la crítica. Una crítica libre, plural e independiente; que lo único que busca es repensar el presente sin las mordazas de la censura, siempre desde el respeto y la asertividad del relato. Aunque el Rincón sea un blog incómodo, lo cierto y verdad, es que la mayoría de sus seguidores – sociólogos, politólogos, escritores, profesores, entre otros – son lectores exigentes. Lectores, como les digo, cansados de tanta mediocridad mediática y en búsqueda constante de lecturas selectivas.
En más de una ocasión he reivindicado la escritura como asignatura obligatoria en enseñanza secundaria. Escribir – en palabras del filósofo – es algo más que juntar palabras en la frialdad del pergamino. Los libros son la suma de millones de miradas acerca de una misma realidad. Es, precisamente, la forma de mirar, la que diferencia los textos de Galdós de los escritos de Rosalía; la que diferencia, cierto, a la España de ABC de la Hispania republicana y, la que nos separa entre Sanchos del Pesoe y Quijotes de Podemos. Mientras todos los que juntan palabras "ven", solamente los escritores "miran". Mientras "ver" es un ejercicio de contemplación y gusto por el paisaje, "mirar" es una tarea de reflexión y crítica con lo visto. Así las cosas, "mirar" se convierte en una búsqueda de metáforas entre las malezas de los árboles, y "ver" es un oficio de budistas en búsqueda de silencio. Es por ello que; los escritores de pedigrí – aquellos que buscan la verdad en medio de la hipocresía – son quienes fracasan en la industria de la cultura. Fracasan, como les digo, porque todo lo que huela a independiente – cine, música y literatura – no es bienvenido en las junglas del mercado. Así las cosas, la escritura se convierte en un prostíbulo barato, entre escritores y editores, donde solo triunfan quienes salen en la tele. Según mis detractores, "El pensamiento atrapado" - mi libro - es un producto fracasado, lo es porque no se ha vendido lo esperado. Lo es porque no salgo en la tele ni hago presentaciones y, lo es porque en sus páginas busqué la verdad en medio de la hipocresía. Ojalá lo hubiese escrito en los tiempos de Quevedo.
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