Los Trabajos de Hércules, de Zurbarán

Por Lparmino @lparmino

Lucha de Hércules con el león de Nemea, 1634, Francisco de Zurbarán
Museo del Prado


No podría entenderse el arte español del Barroco sin hacer referencia al Buen Retiro que el conde – duque de Olivares proyectó para el descanso y divertimento de Felipe IV. Las obras significaron el levantamiento de un palacio campestre de asueto regio que no ofrecía especial singularidad ni espectacularidad arquitectónica. Sin embargo, esa sobriedad y austeridad externa se compensaron mediante la riqueza decorativa interna. Todo este vasto programa debía componer un claro mensaje iconográfico destinado a la mayor gloria del rey y su reino, sirviendo de ejemplo del buen gobierno que debía servir de inspiración al futuro monarca, el príncipe Baltasar Carlos, y de motivo de orgullo frente a los embajadores de las potencias extranjeras que presentasen sus credenciales ante Felipe IV. Fue por ello que el llamado Salón de Reino, el salón del trono, recibió una especial atención destinada a glorificar al máximo los designios reales.


El Salón de Reinos, verdadero eje vertebrador del conjunto palaciego, era así llamado por la decoración que incluía todos los escudos de los dominios gobernados por Felipe IV. El programa decorativo de este espacio, el más distinguido de todo el Buen Retiro por su papel en la diplomacia española, se completaba con un complejo conjunto pictórico cuyo único fin era realzar la grandeza y nobleza de los Austrias españoles. Por una parte, los mejores pintores españoles del momento llevaron a cabo una serie de doce lienzos que representaban las grandes victorias militares españolas durante el reinado de Felipe IV. A este conjunto, se añadían los retratos reales, de la mano de Velázquez. Por último, el pintor sevillano Zurbarán tuvo que componer un ciclo muy especial, los Trabajos de Hércules, destinado a las sobreventanas del salón.

Lucha de Hércules con la Hidra de Lerna, 1634, de Francisco de Zurbarán
Museo del Prado

Como señala Jonathan Brown, “En el contexto de su época, el Salón de Reinos pecaba quizás de anticuado, pero jamás se ideó una declaración más efectiva del poder, la gloria y la virtud de los Habsburgos españoles” (Brown, J. y Elliot, J., 1990, Un palacio para el rey: el Buen Retiro y la corte de Felipe IV, Alianza Forma. Madrid. Pág. 161)
Era común entre las clases dirigentes europeas durante el siglo XVI y el XVII la asimilación de las virtudes del príncipe con las cualidades del héroe griego Heracles. El Hércules romano personificaba la fortaleza y la astucia, demostrados con creces en cada uno de los complicados doce trabajos que le son encargados por Euristeo. Y en todo ese panorama alegórico, el monarca español estaba decidido a utilizar la figura del héroe para otorgar legitimidad a su reinado, ofreciendo una lectura cuidadosa de la grandeza de su dinastía, tanto por su pasado glorioso como por el futuro que debería llegar. En la Europa de las guerras de religión, Felipe IV, como un Heracles moderno, debería someter a la discordia mediante su fortaleza y astucia devolviendo a los territorios europeos la paz y la prosperidad perdidas por el conflicto contra la herejía.
El conjunto de los Trabajos de Hércules se encomendó al pintor extremeño Zurbarán. No deja de resultar extraño este encargo al pintor por excelencia de los ciclos monásticos y de las calidades de los objetos. Zurbarán había conseguido una importante clientela monástica en Sevilla creando un taller con una abundante carga de trabajo que le convirtió en uno de los pintores más importantes y demandados de su momento. Y, al parecer, fue fundamental la decisión de Velázquez de hacer llamar a Zurbarán a la Corte para llevar a cabo esta importante serie.

Hércules desvía el curso del río Alfeo, 1634, de Francisco de Zurbarán
Museo del Prado

Uno de los primeros inconvenientes surgió por el número de lienzos. El ciclo mitológico de Hércules comprende un total de doce trabajos, desde la muerte del león de Nemea al robo de las manzanas del jardín de las Hespérides, incluyendo el de los bueyes de Gerión, directamente relacionado con la península Ibérica. Sin embargo, el ciclo de Zurbarán se compone tan sólo de diez escenas, y una de ellas representa la muerte y apoteosis de Hércules. En principio, la única explicación aceptable a esta reducción y adaptación del relato mitológico un tanto incoherente se encontraría en la conciliación del encargo con el espacio arquitectónico. Por otra parte, siempre la crítica consideró la falta de pericia de Zurbarán para desarrollar un tema hasta cierto punto extraño para él como el mitológico, sin considerar la especial disposición de los cuadros, destinados para ser vistos desde abajo, así como un excesivo academicismo, como sostiene Odile Delenda, en la figura musculada y potente del héroe, verdadero protagonista de cada lienzo resaltando sobre el tenebrismo imperante en cada escena.
Todas las características nos hablan de la singularidad de este trabajo, único en la España del momento. Sólo determinados clientes, reducidos al círculo de la corte, con la suficiente capacidad intelectual podían concebir un ciclo mitológico. Y normalmente, los temas profanos eran encomendados a pintores foráneos. La oportunidad que se le presentó a Zurbarán fue excepcional y todavía hoy sorprende la elección del pintor extremeño, el pintor por excelencia de la vida monástica de la España del Barroco.
Luis Pérez Armiño