Mamut, la última película del sueco Lukas Moodysson, es el debut del director fuera de su país rodando en inglés, después de labrarse una sólida reputación con Show me love, Together o Lilja 4ever. Con un presupuesto poco desdeñable -comprado con las condiciones de rodaje de las anteriores- los personajes principales están interpretados por Michelle Williams y Gael García Bernal. Con Mamut, Moodysson entra en el territorio de la familia, la deshumanización y las aspiraciones personales en el mundo de la globalización desde perspectivas muy alejadas tanto filosófica como materialmente: la primera, la que nos ofrecen Leo y Ellen, pareja que vive en Nueva York con su hija de ocho años, ella médico y él exitoso empresario de videojuegos en la industria del software; la segunda, desde la óptica de Gloria, la niñera filipina (Marifé Necesito) que trata de ganar suficiente dinero en los Estados Unidos para regresar con sus dos hijos y ofrecerles un hogar y una vida dignos. La crítica se ha dado prisa en menoscabar este trabajo tachándolo de mera secuela estructural de la Babel de González Iñárritu, porque ambas se interesan por el modo en que personas de distintas culturas se conectan en un mundo globalizado, pero yo creo que, al margen de esta fachada, se trata de films completamente distintos. Moodysson no siempre es sutil a la hora de abordar sus personajes, cuanto hay es lo que vemos delante de nuestros ojos y están casi siempre tratados con distancia, sin primeros planos ni escenas contemplativas que pudieran haber añadido el esperado plus de tensión dramática tan manido en las películas de Hollywood. Mamut está más interesada en las formas que no en los propios personajes, que no son sino un medio para retratar la sociedad en la que vivimos y sus aspiraciones desde puntos de vista tan antagónicos como lo son el de la clase alta neoyorkina y las personas forzadas a la emigración en los países del tercer mundo, cuyo destino más probable sería de otro modo el hambre o la prostitución turística para sobrevivir.
Ellen es una mujer abocada a correr de manera constante: corre en el trabajo, con su hija, con su agitada vida e incluso con sus sentimientos, corre y corre. Se pone en forma en la terraza del rascacielos donde se encuentra su moderno apartamento. Su mirada da siempre la sensación de estar huyendo de algo. Junto a Leo y su pequeña hija Jackie (Sophie Nyweide) viven una vida de post-modernidad como muchos quisiéramos hoy en nuestra sociedad. Son buenos profesionales, ella es médico de urgencias en un hospital, tienen un envidiable apartamento en el Soho de Nueva York y una confiable niñera filipina que se ha convertido para Jackie en una segunda madre. Consumen. Consumen y su vida, tan superpoblada como el inmenso frigorífico que preside la cocina, está repleta de artículos que la hacen atractiva: iBook, iPhone, iPod y todas las íes deseables. Yo, yo, yo, mientras el nosotros se compone casi siempre de un puñado de gustos compartidos. Comen comida biológica, hacen deporte a diario en un costoso equipo para cuidar su salud, pagan sumas importantes a un seguro médico privado -paradigma de los yuppies- y están bastante alejados del ideal conservador: son sostenibles, conscientes y, en sustitución del neoliberalismo hace pocos años intrínseco a este modus vivendi, son orgánicos. Ellen ha logrado cuanto quiere pero su existencia se asemeja mucho a la de un hámster encerrado girando permanentemente dentro de la rueda de su, en este caso, hermosa jaula. Es la representación clara de las aspiraciones de nuestra cultura, del agotamiento general de occidente.
Paralelamente a la narración principal, la película cuenta dos historias: la de los hijos de la niñera Gloria, que viven en Filipinas con su abuela, y la de las prostitutas tailandesas ocasionales, a expensas del turismo. El nexo que une a estas últimas con los personajes principales es el viaje de negocios de Leo a Tailandia, a fin de firmar un contrato millonario para la web que ha creado. Allí conoce a Cockie (Natthamonkarn Srinikornchot), una jovencísima madre que ejerce la prostitución con la esperanza de encontrar un buen partido que la saque del país. Pero ya sea en Filipinas o en Nueva York, la fragmentación a la que son sometidos los individuos en la vida moderna es evidente en cualquiera de las circunstancias. La alineación es el tema básico, la esencia de cada escena de la película. Cuando los personajes hablan entre sí, ya sea directamente o por teléfono, están intrínsecamente separados, casi nunca se reconocen en los sentimientos del otro. La falta de empatía con los demás y el individualismo justificado con las necesidades propias o de los otros es lo que les separa. Lo más interesante de esta película es la distancia con la que Moodysson trata a los personajes, ya que la mayoría del público no se puede sentir identificado ni con una rica familia neoyorquina ni con los apuros de otra del tercer mundo en su constante lucha por la supervivencia. Además, en ambos casos están tratados con la carga dramática suficiente para crear el interés necesario por sus vidas, al tiempo que logra no caer en el melodrama fácil que conferiría al film tintes de sermón acusador. Pero son estos mismos aspectos positivos los que hacen que la película sea distante, que no consiga crear empatía con ninguno de sus personajes. No se le puede reprochar a Moodysson el intento, porque hasta la fecha creo que ningún cineasta ha logrado hacer una película que retrate las contradicciones del individuo en la sociedad moderna sin excederse en el dramatismo o el aleccionamiento, y conseguir, al tiempo, que tenga el calado suficiente para sentirnos identificados con su contenido. Mientras no llegue, Mamut es uno de los mejores retratos de los problemas inherentes a las personas en el recién comenzado siglo XXI. Un film con cierto calado filosófico, logrado a base de extraer -hasta cierto punto- a sus personajes del contexto socio-político en el que están inmersos, lo que le aleja de cualquier atisbo de maniqueísmo. Del mismo modo que carece de dramatismo, tampoco se atisba intención alguna de ofrecer esperanzas o cualquier tipo de alternativa al espectador. El resultado es algo así como un inventario triste de todo cuanto la sociedad moderna ofrece hoy a la mayor parte de la humanidad mientras la vida sigue, imparable e imperturbable. El final de la película es, en este sentido, revelador: todo vuelve donde estaba al principio, solo que ahora tendrán que contratar una nueva niñera.