Haz lo que debas es una película inteligente, y por eso se presenta como lo que no es: una comedia al uso, igual que los filmes que trata de desmontar. Para empezar, mantiene la unidad de espacio --el degradado Bed-Stuy (Brooklyn) de los años ochenta--, de tiempo --un caluroso día de verano-- y un narrador/aglutinador --el DJ de una emisora de radio local que puntúa la historia-- que facilitan la identificación. En segundo lugar, recurre a prácticamente toda la galería de personajes negros del cine estadounidense de los últimos cuarenta años: los jóvenes airados y zumbados, los militantes de la causa, hoscos y silenciosos, el tendido de los sastres del barrio, formado por haraganes y fantasmones, la viejita malhumorada, el patriarca borrachín; incluso los blancos que fingen no tener prejuicios raciales y los que sí lo tienen y no lo fingen. Por lo visto no fue suficiente la catarsis populista de la serie Raíces (1977), porque determinadas cosas continúan sorprendiendo en Haz lo que debas.
Pero no es sólo una vuelta de tuerca (o un ajuste de cuentas, según se mire) con todo un género que Hollywood había banalizado hasta convertir la cultura afroamericana urbana en una parodia, es también una obra que maneja con aplomo el tiempo narrativo, revelando el estilo de un cineasta que no es únicamente un activista. El filme alterna constantemente sucesos cómicos, discusiones y pequeños conflictos latentes, pero siempre sin que llegue la sangre al río. Así prácticamente toda la película, hasta que nos convencemos que la tensión racial y las diferencias, a pesar de resultar una evidencia problemática, no impiden una convivencia de baja calidad. Hasta que en los últimos diez minutos el sentido de la historia cambia radicalmente debido a un incidente estúpido, quizá inicialmente divertido, que desemboca en tragedia, y cuyas consecuencias hemos visto más de una vez en las noticias: disturbios de raíz étnica que desembocan en una revuelta violenta sin apenas contenido reivindicativo. Lo bueno es que eso no agota el significado ni la carga crítica del filme: además de la reivindicación de una cultura, una etnia o una ¿minoría? social, contiene una declaración universal sobre el racismo y sus nefastas consecuencias. Pero no en plan pedagogía ni asimilación ni tolerancia ni nada parecido; simplemente se trata de mostrar sus efectos en la vida de la gente, que tiene que cargar con prejuicios heredados y convivir con los efectos que provocan la combinación letal de desigualdad y violencia. Lee asume que hubo, hay y habrá gente que apueste por la violencia como única forma de conseguir justicia, de la misma manera que otros prefieren trabajar por la integración y el diálogo, pero procura no decantarse por ninguna de las opciones, una cómoda ambigüedad que podemos perdonarle porque la película cumple con creces sus objetivos: diluir las toneladas de tópicos que sobre su grupo social ha abocado el cine comercial estadounidense. Ya era hora de acabar con tantas tonterías.
En cuanto a méritos formales, destacar el pulso narrativo que no decae, el uso del buenrrollismo para rebajar tensión, la habilidad para pasar de la comedia al drama mediante diálogos brillantes. En ese sentido, Haz lo que debas anticipa con maestría ese estilo conversacional que Tarantino ha convertido en parte de sus señas de identidad: charlas llenas de divagaciones, excursos, digresiones, reiteraciones y chorradas que mantienen el interés porque demoran un estallido (verbal, físico o dramático), puede que un enfrentamiento largamente anunciado. Al principio el espectador valora su frescura para luego, a medida que avanza el filme, dudar ante la imposibilidad de extraer un significado de semejante mezcla de tensión y humor. Seguro que va a pasar algo, tiene que pasar algo... El reparto, además, está plagado de nombres importantes: Samuel L. Jackson, John Turturro, Danny Aiello, Rosie Pérez (su debut en el cine), Martin Lawrence (antes de meterse de lleno en las comedias sobre policías negros que Lee ridiculiza), un cameo de John Savage; incluso el propio Lee se reserva un papel al más puro estilo autor/creador clásico.
La película se apunta al revisionismo crítico que puso de moda Stephen Frears con Mi hermosa lavandería (1985), sólo que esta vez el objetivo no es la mojigata y convencionalista Gran Bretaña thatcheriana, sino el abandono de toda prioridad política en la cohesión social de la era Reagan recién terminada. Triste balance político el de los ochenta... Spike Lee, en cambio, demostró que era un cineasta todo terreno que no merecía encasillarse en el tema étnico: tras Mo' Better Blues (1990) culminó esta primera etapa con Malcolm X (1992) un biopic sobre el líder negro rodado con todo el apoyo de Hollywood y un protagonista de lujo (Denzel Washington). A partir de ahí alterna documentales y telefilmes sin demasiado criterio ni éxito, hasta que regresa a la gran pantalla con La última noche (2002), el enésimo despertar filosófico-enrabietado-reivindicativo de un artista estadounidense tras el shock del 11-S. Una filmografía irregular para un cineasta de ideas claras. Quizá esa sea una de las causas.