Siempre he querido ir a Madeira, esa isla perdida en el Atlántico repleta de posibilidades y de sorpresas. Viajar allí es caminar por sus bordes escarpados, disfrutar de baños en el Atlántico, descubrir parajes naturales paradisíacos, caminar por antiguas rutas de agua, respirar aire puro y tomar sol tropical, escalar, descansar, nadar, pasear…
El día de llegada aterrizamos en una pista en la que parece imposible aterrizar, a medio camino entre el océano y la montaña, con una precisión que solo da la experiencia y con las maletas llenas de ganas de disfrutar. Madeira y todo el encanto de la isla nos esperaba. Después de recoger nuestro coche alquilado -algo imprescindible para disfrutar del viaje-
pusimos rumbo a Funchal, donde teníamos el hotel. Allí descubrimos una ciudad dispersa a distintas alturas pero acogedora. Nuestro primer paseo de reconocimiento nos llevó a un restaurante en el que descubrimos las primeras delicias gastronómicas de la isla que ya nos acompañarían durante todo el viaje: el BOLO DE CACO (un pan redondo untado con mantequilla de ajo) y las LAPAS GRELHADAS (lapas a la plancha).
Más tarde otro paseo de reconocimiento nos llevó hasta dos de los rincones más especiales de la ciudad- al menos para mi. Uno, la playa de Barreirinha, un escondite reconvertido en zona chill y alternativa para tomar un aperitivo, escuchar música en directo, disfrutar de un rato de relax con las olas de fondo. Y dos, la calle Santa María en la zona vieja, en la que casi todas sus puertas han sido decoradas con pinturas y poemas gracias al proyecto ARTE DE PORTAS ABERTAS. Imprescindible.
Al día siguiente nos pusimos en marcha hasta la zona de la Punta de San Lorenzo, donde queríamos hacer nuestra primera ruta. Lo cierto es que confiamos demasiado en que sería una ruta sencilla y nuestro espíritu aventurero nos traicionó, porque decidimos empezarla un mirador antes del señalado como inicio de trayecto y eso nos llevó al medio de las montañas a buscar senderos de otros intrépidos como nosotros con ganas de aventuras. La ruta es exigente, no os voy a engañar, y más cuando la haces a las 13h de la tarde y con dos litros escasos de agua que se te van volatilizando a medida que se escarpa el paisaje. Merece la pena, eso si, porque el espectáculo es precioso y después de 4 horas caminando te queda la sensación de que estás vivo porque lo has conseguido.
Por la tarde nos regalamos un rato de playa en Caniçal. Eso si, las playas de Madeira no son lo que estáis pensando. Son todas de piedras y para poder disfrutarlas es necesario llevar un palé y claro, nosotros con Iberia no lo pudimos facturar. Así que disfrutamos de la opción B, que son piscinas naturales a pie de océano en las que uno se baña, se tira al mar si quiere, salta, vuelve y descansa en una cómoda hamaca por el módico precio de 1,50 euros. Y tan a gusto, oye.
Al día siguiente decidimos explorar el Oeste de la isla. Así que con nuestro coche y un buen itinerario, íbamos parando en los rincones que nos parecían de interés. El Cabo Guirao, con unas vistas espectaculares; el pueblo de Ponta de Sol, que tenía una peculiar cabina de lectura y preparaba sus fiestas; o la Punta de Pargo, un faro con una panorámica de casi 200 grados de oceáno frente a frente. Nuestro destino era Porto Moniz y sus LAVA POOL, unas piscinas naturales de lava a pie de mar que son hiperrecomendables. Aparte de las vistas, por la comodidad, por el sonido de las olas y porque están muy cuidadas, la verdad.
El día siguiente decidimos explorar el centro de la isla y las alturas. Cada día al escoger un itinerario distinto también nos estábamos trasladando a paisajes completamente diferentes, a juegos entre el océano y la montaña que nos dejaban con la boca abierta. Llegamos a un pequeño pueblo, Ribeiro Seco, y allí nos atrevimos con una pequeño ruta que discurría a lo largo de una LEVADA, que es como se llaman los senderos por los que baja el agua o acequia, y en la isla son destinos de senderismo en su mayoría. La levada nos llevó hasta el mirador de los BALçOES por un bosque de Laurisilva, una vegetación característica del Atlántico con un olor intenso y embriagador. Al llegar arriba nos vimos de repente envueltos en una nube, algo muy característico de la isla, y disfrutamos de unas maravillosas vistas a las que las fotos no hacen justicia.
El penúltimo día decidimos volver a las alturas e intentarlo con otra ruta muy recomendable, la de las 25 FONTES. El problema es que decidimos apostar por un atajo, allí por las cumbres de la isla, y de repente nos vimos envueltos en un sendero estrechísimo y muy húmedo, con una bajada más vertical que horizontal y muchas dudas de que llegara a algún sitio. Así que pudo la prudencia y decidimos darnos la vuelta, además de apuntar la ruta para la siguiente ve que visitemos la isla. Porque volveremos. La tarde ya nos dedicamos a un plan más tranquilo y acabamos en una de las pocas playas de arena de la isla, la playa de CALHETA, disfrutando de sol y tranquilidad, que a veces es también el mejor plan.
Y el último día volvimos a las calles de Funchal, a recorrerlas en teleférico y a pie, para despedirnos como se merece de una isla que nos ha dado lo mejor que tiene. Porque si a estos itinerarios que os he contado le sumas su espada con banana, las lapas grelhadas, el bolo de caco, el prego no prato, la bica, la poncha, el fado y la SAUDADE, eterna saudade portuguesa, tienes un plan inmejorable para unas vacaciones.
IN-ME-JO-RA-BLE.