Estos días he compartido con varias personas esa sensación que siempre te deja Madrid de irte a medias. Crees que has optimizado (que palabra tan terrible, por cierto) cada hora. Que has visto, que has comido, que has caminado, que has respirado, que has trabajado, que te has reencontrado, que has recargado, que has exprimido. Sin embargo, apenas dejas atrás su skyline, te invade un extraño vacío por lo que no has podido hacer, por las personas a las que no has podido ver.
Es una tontería, en realidad, porque sabes que puedes volver en cualquier momento, que vas a volver en cualquier momento. Sin embargo, en tu cabeza reordenas lugares y tiempos tratando de averiguar si podrías haber llegado a esa exposición si no te hubieras parado a tomar un café o si podrías haber dado ese abrazo si en lugar de pasear con calma Bárbara de Braganza, hubieras cogido un taxi para ganar treinta minutos. Es como cuando vas conduciendo y suena en la radio esa canción que tanto te gusta. Entonces te aproximas a un túnel y sabes que dejarás de oírla. Puedes ponerla en cualquier otro instante y escucharla una y otra vez, pero tu momento es ese y el túnel te la va arrebatar. Por mucho que ralentices la velocidad va a ocurrir. Quizá si hubieras salido de viaje cinco minutos antes o cinco después, quién sabe.
Madrid te alarga los días pero te roba tiempo.
Las frases más importantes caben en una sola línea, el remedio para el dolor en una pastilla, las horas de compañía en unos auriculares. Las ganas, en una bolsa de viaje a Madrid.
Esta vez he ido ligera de equipaje. La próxima vez tengo que meter unas cuantas horas más. Los por si acasos de siempre.