Cuando yo era niño se hablaba en mi familia de un lejano tío que, una mañana soleada, dijo a su mujer que iba un momento a la Plaza de Armas de Arequipa a comprar el periódico. No volvió nunca más y sólo muchos años más tarde se supo que había muerto en París. Cuando yo preguntaba a qué se había fugado ese tío a París, la abuelita Carmen y la Mamaé me respondían al unísono:
- A qué iba a ser, ¡a corromperse!
Del resto del texto hablaremos otro día, porque hoy me apetece, y mucho, centrarme en la última palabra que aquí transcribo del gran escribidor: corromperse.
Corromper, más allá de lo que dicen las malas lenguas, implica simplemente cambiar la forma de algo. La forma de una vida, por ejemplo. También significa pervertir o seducir a alguien. Seducirnos a nosotros mismos, pongamos por caso. Por eso de intentar gustarnos más o hacer más felices a los nuestros: a nuestros hijos, fundamentalmente.
Dicen que corromper es fastidiar, incomodar, alterar, pero esto sólo es aplicable a los que dicen ser de los nuestros, porque a los otros, ni les va ni les viene lo que hacemos. No es malo, por cierto, querer vivir siempre en tu pueblo, pero tampoco es excepcionalmente bueno. Cada uno a lo suyo y Dios, si es que existe, a lo de todos.
En cualquier caso digamos que prefiero corromperme en París (si es que allí debo inhumar mi futuro, ojalá que muy futuro, cadáver) que seguir muriendo en una ciudad que empieza irremediablemente a correr el riesgo (los gestores de la ciudad sabrán por qué) de perder también su último tren.
Luis Cercós (LC-Architects & Cabas y Cercós Arquitectos)
http://www.lc-architects.com/