Fantaseaba yo hace un tiempo con la posibilidad de que como decía Rodrigo Fresán se encontraran en una fiesta, John Cheever y Anne Sexton, los dos dueños de una sensibilidad extrema y de una irreductible necesidad de expresar la angustia vital que los ahogaba.-Este es John Cheever.-Esta es Anne Sexton.Y sentir al darse las manos que se producía un terremoto emocional que convertía la estancia en una especie de molde del que poder después hacer una escultura en papel del corazón cuando es otra cosa que ese musculo que late y late y nunca escucha cuando tocas el botón de parar, que te quieres bajar.Fusionar ese cuento maravilloso que se llama “Querido hermano” de Cheever y que a buen seguro si alguna vez me atenaza el Alzheimer, será de las últimas cosas que olvide, con las tremendas poesías sobre el útero o sobre la afición onanista de Sexton.Pues en este maridaje los cuentos de Lucia Berlin serían la salsa. Una salsa desconsoladamente humana, casi siempre agria pero siempre indomablemente vital. Y harían un buen plato, porque las lógicas y por otro lado saludables diferencias de sabor quedarían absorbidas por una compasión y una humildad implacables. Digo implacables, porque a veces leyéndolos uno tiene la sensación de que son lo que son porque no pueden ser de otra manera.Estos cuentos de Berlin, que más que cuentos son capítulos de una novela con bastante sustancia autobiográfica, pues además en muchos de ellos se repiten los personajes y con las mismas vicisitudes, nos hablan de historias de seres humanos frágiles, derrotados, enfermos, alcohólicos pero que no pierden nunca la capacidad de amar, de sentir compasión. Que se retuercen de incomodidad cuando odian y buscan explicaciones a ese odio.Cuentos ambientados en un escenario a veces muy urbano, lavanderías, gasolineras, bares, muchos bares, a veces muy familiares, cocinas, jardines, salones pero siempre anhelantes de un lugar, un rincón en el que recomponerse.Su léxico plagado de hispanismos, no en vano vivió en Chile y frecuentó Méjico, El Paso, le da un sabor a su prosa muy colorista.No todos los cuentos tienen la misma calidad y no sé si ha sido voluntad del antólogo pero arranca con unas historias que cortan el aliento para después relajarse el tono y acabar en un increscendo glorioso. En el cuento “Mijito”, del final, todo él cobra sentido en la última frase: Una emigrante mejicana que apenas sabe inglés, se mueve manipulada por su marido, que la quiere para cobrar la seguridad social, por la familia de su marido que la trata como una esclava, en medio de la vorágine urbana, se queda embarazada y sola cuando detienen a su marido. La destemplada y colapsada sanidad pública americana no la trata más allá de la fría y aséptica profesionalidad, la familia no la acoge y ella da a luz y después pierde a su hijo y ante la noticia de su muerte, para expresar su dolor, su desesperación, su impotencia sólo puede hablar con la enfermera que le comunica la noticia, que sólo entiende inglés, y a la que sólo puede decir las cuatro palabras que sabe en ese idioma.-Hay que joderse. Lo siento.Ni tan siquiera le queda la posibilidad de expresar su dolor de manera paliativa, tiene que decir esas cuatro palabras que ni siente, ni trasmite a la enfermera su dolor. No sólo es pobre y está desamparada, no puede tampoco lamentarse. No se puede estar más solo.Y te quedas ahí por un momento, suspendido emocionalmente como un polichinela, dándote cuenta de la sabiduría de Lucia Berlín que ha sabido llevarte hasta el final para darte la estocada. Tarde unos minutos en volver a la tierra.A Raymond Carver, en cuanto a escritor, le falto ser mujer. Para eso está Lucia Berlín.
Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin
Publicado el 22 abril 2016 por Miguel Angel Requejo Alfageme @MiguelARAlfagemFantaseaba yo hace un tiempo con la posibilidad de que como decía Rodrigo Fresán se encontraran en una fiesta, John Cheever y Anne Sexton, los dos dueños de una sensibilidad extrema y de una irreductible necesidad de expresar la angustia vital que los ahogaba.-Este es John Cheever.-Esta es Anne Sexton.Y sentir al darse las manos que se producía un terremoto emocional que convertía la estancia en una especie de molde del que poder después hacer una escultura en papel del corazón cuando es otra cosa que ese musculo que late y late y nunca escucha cuando tocas el botón de parar, que te quieres bajar.Fusionar ese cuento maravilloso que se llama “Querido hermano” de Cheever y que a buen seguro si alguna vez me atenaza el Alzheimer, será de las últimas cosas que olvide, con las tremendas poesías sobre el útero o sobre la afición onanista de Sexton.Pues en este maridaje los cuentos de Lucia Berlin serían la salsa. Una salsa desconsoladamente humana, casi siempre agria pero siempre indomablemente vital. Y harían un buen plato, porque las lógicas y por otro lado saludables diferencias de sabor quedarían absorbidas por una compasión y una humildad implacables. Digo implacables, porque a veces leyéndolos uno tiene la sensación de que son lo que son porque no pueden ser de otra manera.Estos cuentos de Berlin, que más que cuentos son capítulos de una novela con bastante sustancia autobiográfica, pues además en muchos de ellos se repiten los personajes y con las mismas vicisitudes, nos hablan de historias de seres humanos frágiles, derrotados, enfermos, alcohólicos pero que no pierden nunca la capacidad de amar, de sentir compasión. Que se retuercen de incomodidad cuando odian y buscan explicaciones a ese odio.Cuentos ambientados en un escenario a veces muy urbano, lavanderías, gasolineras, bares, muchos bares, a veces muy familiares, cocinas, jardines, salones pero siempre anhelantes de un lugar, un rincón en el que recomponerse.Su léxico plagado de hispanismos, no en vano vivió en Chile y frecuentó Méjico, El Paso, le da un sabor a su prosa muy colorista.No todos los cuentos tienen la misma calidad y no sé si ha sido voluntad del antólogo pero arranca con unas historias que cortan el aliento para después relajarse el tono y acabar en un increscendo glorioso. En el cuento “Mijito”, del final, todo él cobra sentido en la última frase: Una emigrante mejicana que apenas sabe inglés, se mueve manipulada por su marido, que la quiere para cobrar la seguridad social, por la familia de su marido que la trata como una esclava, en medio de la vorágine urbana, se queda embarazada y sola cuando detienen a su marido. La destemplada y colapsada sanidad pública americana no la trata más allá de la fría y aséptica profesionalidad, la familia no la acoge y ella da a luz y después pierde a su hijo y ante la noticia de su muerte, para expresar su dolor, su desesperación, su impotencia sólo puede hablar con la enfermera que le comunica la noticia, que sólo entiende inglés, y a la que sólo puede decir las cuatro palabras que sabe en ese idioma.-Hay que joderse. Lo siento.Ni tan siquiera le queda la posibilidad de expresar su dolor de manera paliativa, tiene que decir esas cuatro palabras que ni siente, ni trasmite a la enfermera su dolor. No sólo es pobre y está desamparada, no puede tampoco lamentarse. No se puede estar más solo.Y te quedas ahí por un momento, suspendido emocionalmente como un polichinela, dándote cuenta de la sabiduría de Lucia Berlín que ha sabido llevarte hasta el final para darte la estocada. Tarde unos minutos en volver a la tierra.A Raymond Carver, en cuanto a escritor, le falto ser mujer. Para eso está Lucia Berlín.