Es difícil resaltar alguno de los relatos que compone Saltitos por encima del resto, pues esa es otra de las virtudes de este recopilación: su fortaleza, que no su homogeneidad, pues hay situaciones y personajes tan distintos como originales, y muy bien tamizados por la mano ajustada del autor que, maneja a la perfección, el mundo incandescente de lo lógica de la locura; un mundo de cuerdos locos o de locos cuerdos que tanto da, a los que Manuel de Mágina sumerge en aguas profundas, para de ese modo amortizarles y amortizarnos el miedo, quizá, porque no exista un terror equiparable al de mirarnos a la cara y decirnos las cosas en la superficie, donde la luz y el viento nos dejan sin palabras, porque aquí, en Saltitos, su autor ya nos pone sobre aviso desde el primer relato, pues en este, como en otros, nada es lo que parece: ni el cliente ni el que le atiende; ni el destino del dinero de un atraco, tan fácil de conseguir como efímero es su deleite; ni la palabra sobre la palabra, carente de todo significado e importancia cuando lo cubre todo, y muchas veces, quizá, no haya nada mejor que el silencio; por no hablar de esa libertad que nadie ve o nadie quiere admitir, pues nuestras propias decisiones siempre tienen que ser puestas en tela de juicio por los demás, pues todos vivimos en una sociedad que condena al diferente; o esa búsqueda casi suicida de un medio tomate que por sí solo posee el simbolismo del miedo y la verdad; o el hombre cómoda, hombre bártulo u hombre objeto, perdón, en este caso quería decir el novio frigorífico con el que se cierra este viaje de prosopopeyas léxicas. Y así, podríamos continuar hasta el infinito, pues infinitas son las posibilidades e interpretaciones que admiten estos relatos que dejan una gran puerta abierta al lector; una puerta que él mismo deberá decidir si traspasarla o simplemente contemplar bajo su dintel aquello que se le muestra, porque quizá, no haya una mayor expresión de libertad que esa fórmula que emplea Manuel de Mágina para mostrarnos nuestros propios miedos, y de paso, no hacer otra cosa que pararnos a contemplarlos, igual que si la vida fuese un mágico cuadro, donde las letras dibujan las escenas subterráneas de nuestra vida.
Ángel Silvelo Gabriel.