Este domingo me sorprendió el propio Monsieur Mattarasa, presentándose aquí, en mi habitación. Algo que en ningún momento y bajo ninguna circunstancia hubiera imaginado. Entró sin llamar, cabizbajo y adusto, tal y como le gusta presentarse ante los subordinados. Cruzó frente a los pies de la cama y, manos a la espalda, fue a plantarse ante mi nueva ventana de tristes vistas. El sol entraba como un tiro aquella mañana; tan radiante que se hacía doloroso al tratar advertir en la zuña del patrón algún signo por el que preocuparse. Guiñando un ojo y haciendo visera con la mano, pude a duras penas hacerle un reconocimiento somero; su color y rictus eran los de siempre y sus ojillos de gorrino no decían nada digno de mención. Ninguna señal invitaba a atrincherarse, pero el hecho de que se hiciera acompañar de Joël Arthaud, el membrillo de mi supervisor, tampoco era motivo de tranquilidad. Por todo lo demás; intemporal con su traje gris de espiga, su bragueta entre las rodillas y su chaparruda silueta de siempre recortada en el contraluz. Carlos, 2000lápices de color y pastel[ Leer más... ]