Las primeras imágenes de un joven marinero se funden con imágenes de un mundo antiguo que no parece el mismo que el del protagonista, intensamente interpretado por Luca Marinelli.
Un mundo en color, difícil de situar temporalmente, da paso a esas imágenes en blanco y negro y en color sepia que nos ubican a principios del siglo XX, y a un texto recitado que nos dice " Y mi fuerza es temible mientras tenga el poder de mis palabras para contrarrestar la del mundo. Quienes construyen cárceles no se expresan tan bien como quienes construyen libertad", un texto que puede ser de Martin Eden, el personaje creado por Jack London, y adaptado a conveniencia por Pietro Marcello, director y coguionista de la película, pero que entronca con imágenes de archivo de Errico Malatesta, uno de los teóricos del anarquismo italiano, napolitano, como el espacio geográfico en el que se desarrolla parte del entramado filosófico-político de la película, con algún salto a Génova o a unos hipotéticos Estados Unidos, un inconsciente libertario que atraviesa la historia sin llegar a perfilarse ante una ideología concreta, como si todas estuvieran dirigidas a anular al individuo.
Pietro Marcello juega con un mundo atemporal para demostrarnos el vaivén de su personaje, un heterónimo del propio Jack London, quien, como en muchas de sus obras, utilizó sus experiencias personales para construir su obra. Martin Eden se erige en apóstol sin seguidores de un individualismo libertario a ultranza, que tanto ridiculiza a la burguesía dominante como al socialismo impetuoso nacido a caballo entre los dos siglos, separándose incluso del anarquismo de base al primar al individuo frente a la solidaridad. En palabras de Malatesta "La anarquía, en común con el socialismo, tiene como base, como punto de partida, como ambiente esencial, la igualdad de condiciones; tiene como faro la solidaridad y la libertad es su método.", pero para Eden ninguna ideología es bastante, ningún grupo es defendible frente a la libertad del individuo. El director divide su película en dos partes tan diferenciadas, tan abruptas, pero tan consecuentes, que el espectador necesita una reubicación para adaptarse. Del idealista incombustible de la primera parte al ególatra cínico y depresivo de la segunda solo hay un paso, el que separa la pobreza del éxito.
Cuando Eden salva al joven heredero de los Orsini de una paliza en el puerto de Nápoles sella su destino. Semianalfabeto, viajero, pobre, Eden es introducido en el círculo de la alta burguesía seminobiliaria (el apellido Orsini evoca las resonancias del "Bomarzo" de Mujica Laínez, un personaje que se movía entre la opulencia, la decadencia y el diletantismo artístico como los de la película de Marcello), un mundo al que intenta agarrarse por mayores desprecios de clase que reciba pues su deslumbramiento por la belleza y el arte es superior a su notoria inferioridad económica y de formación.
Ese ansia por aprender, por acercarse a la excelencia que para él representa ese mundo nunca antes visto, nace de algo tan inesperado como probable, su enamoramiento de Elena, la hermana del salvado, un amor que parece ser correspondido, aunque para consumarse requerirá la formación del iletrado, su formación como un espíritu educado y artístico. En una metáfora directa, Eden, de voraz apetito en la mesa, como voraz será a partir de entonces su empeño en rellenar esos vacíos culturales que le atormentan para convertirse en escritor de éxito, mientras come dirá, señalando un trozo de pan, que si esto es la educación, y la salsa la pobreza, la educación acaba con la pobreza. En ese empeño del personaje para conseguir la meta de la aceptación familiar que le entregue a la joven como esposa, las ideas literarias del incipiente escritor sobrevuelan su cabeza, como si el dicho "tiene la cabeza a pájaros" se materializara físicamente en imágenes como esas notas de ideas que el personaje cuelga de pinzas para que le sirvan de inspiración en sus relatos.
La " naïve" intuición del personaje, una esponja cultural que absorbe ideas no siempre bien entendidas ni mejor asimiladas le va situando en un territorio donde todo empieza a resultarle paradójicamente ajeno. Familiarizado con lo popular y hechizado por la clase alta, siente que se está separando de lo suyo y no consigue acercarse lo más mínimo a un mundo exclusivo cuya puerta ni es fácil franquear ni admisible su estancia. Consentido y tolerado en ese círculo por el capricho de Elena, el espíritu de Baudelaire parece materializarse en el joven aprendiz de erudito mientras su mirada continúa fijándose en los rostros de las personas.
Esos planos en los que trabajadores nos miran directamente están dialogando con Martin de tú a tú, ecos y resonancias de barrios pobres, rodeados de basura y miseria donde una pareja de niños todavía tiene tiempo y ganas de reír y bailar el charlestón, una pareja que también puede ser Martin y su hermana, unas imágenes que se van haciendo cada vez menos presentes cuanto más progresa el personaje.
La tolerancia y el capricho acaban en cuanto Eden no acepta formar parte de esa sociedad clasista y, lleno de sus verdades, no es capaz de silenciar lo que piensa ante nadie. Cuanto mayor es el progreso literario del personaje, menor es el interés de Elena y su círculo por la persona, hasta el definitivo cierre de puertas, una verja que no volverá a abrirse a las llamadas de Martín y que le hace refugiarse en otra mujer, en otro puerto más seguro pero menos estimulante para su creatividad. Aquí Marcello rompe la narración y nos enfrenta, de golpe, a una segunda parte oscura, decadente, mórbida, cínica, deshumanizada.
El dispositivo del director apunta muy bien a una dirección, que el espectador no sea capaz de situar concretamente la narración en un momento histórico determinado.
Tenemos a la familia burguesa, vestida con trajes que recuerdan la estética chejoviana o la decadencia viscontiniana, las vestimentas de Eden y sus compañeros de clase social, más cercanos al periodo de entreguerras; la música, que desde clásicos de finales del XIX se extiende a canciones de ritmos sesenteros y setenteros; la amenaza de una guerra que nunca llega a concretarse; el uniforme evidentemente fascista de los uniformados que aparecen al final de la película, la estética semejante al protagonista de "Muerte en Venecia" en la segunda parte de la existencia vital del escritor, y los añadidos visuales de viejas filmaciones históricas que ya usó el director en "La boca del lobo", un mundo que no debería existir pero que permanece.
Es de esta manera como el director provoca una especie de pliegue en el tiempo, puertas secretas que se comunican de una década a otra advirtiendo que todos los peligros totalitarios y de exclusión social siguen permanentes, que nada ha mejorado ni ha sido superado bajo los calificativos de seguridad y autoritarismo por un lado o de solidaridad de clase por otro, y que tampoco el individualismo es equivalente al máximo de libertad porque ese individualismo siempre termina perjudicando a alguien más vulnerable.
Cuando el personaje se vuelve escritor de éxito parece que perdemos toda referencia, que se nos presenta un nuevo hombre, desgarrado, descreído, desilusionado, lleno de "spleen" (por aludir a esa revelación que le supone cruzarse con la obra de Baudelaire), un cínico que ya no cree en la especie humana salvo en esa familia que le acoge desinteresadamente cuando está intentando seducir a Elena con su progreso intelectual. Un personaje que ha cambiado estéticamente por completo, que parecería sacado de una tertulia de Wilde mientras su entorno avanza hacia la mitad del siglo XX, un personaje al que el arte no ha salvado, al que solo le ha vuelto rico pero vacío como persona.
Malatesta volvería entonces al final de la película, el que escribió en "La base moral del anarquismo" que "El más puro de los mártires se sacrifica porque al sacrificarse siente también una satisfacción íntima que lo compensa con usura de los dolores sufridos; y si renuncia voluntaria y conscientemente a la vida es porque a sus ojos hay alguna cosa que vale más que la vida", aunque en este caso parecería que la renuncia a la vida sería la culminación de un fracaso coronado por el éxito del que ni la revelación artística o la admiración por el arte serían suficiente estímulo.
La soledad de Martin Eden es la culminación de un progreso hacia la nada, como un retorno constante a momentos de felicidad recordados que no han podido ser reproducidos en la edad adulta. El baile con la hermana, lejano, rememorado, cada vez menos presente en la mirada ausente del actor a un punto lejano de su memoria vital es el eco de la absoluta incapacidad del personaje para progresar. Se ha convertido en alguien diferente, pero no mejor; mantiene su capacidad de decir siempre lo que piensa, pero lo que era un ataque a la moral burguesa cuando era desconocido, se ha transformado en un fenómeno de exhibición cuando ha alcanzado el éxito.
Ni en la pobreza ni en la riqueza es aceptado, sumergirse en un mundo líquido es volver al mundo del que procedía, desaparecer sin que nadie, realmente, te eche en falta.
MARTIN EDEN. Italia, Francia. 2019. Dirección: Pietro Marcello. Guion: Maurizio Braucci, Pietro Marcello (basado en la novela de Jack London). Productoras: Avventurosa (Pietro Marcello), RaiCinema (Paolo Del Brocco, Paola Malanga), IBC (Giuseppe Caschetto), Shellac Sud (Thomas Ordonneau), Match Factory Productions (Michael Weber, Viola Fügen). Fotografía: Francesco Di Giacomo, Alessandro Abate. Montaje: Aline Hervé, Fabrizio Federico. Música: Marco Messina y Sacha Ricci para ERA, Paolo Marzocchi. Vestuario: Andrea Cavalletto. Reparto: Luca Marinelli, Carlo Cecchi, Jessica Cressy, Vincenzo Nemolato, Marco Leonardi, Denise Sardisco y Carmen Pommella. Duración: 129 minutos.