Esta vez le ha tocado el turno a un episodio prácticamente desconocido que tuvo lugar en vísperas de la Segunda Guerra Mundial: un corredor de bolsa londinense, tras una breve colaboración sobre el terreno con refugiados en Checoslovaquia, acaba implicado en cuerpo y alma en el rescate de los niños, a quienes buscará familias en Gran Bretaña que se hagan cargo de su manutención. Todo ello sin desfallecer ni desmoralizarse ante las dificultades que encuentra a su paso (financiación, incomprensión, funcionarios). Y es que todo en Los niños de Winton es ejemplar y eficaz, empezando por los protagonistas --sin titubeos ni zonas oscuras (incluso los estirados y renuentes funcionarios británicos acaban convertidos a la causa)--, continuando con la selección de los momentos definitorios y finalizando con una narración expositiva, sin excesos estéticos o dramáticos, maximizando la comprensión y la identificación con el protagonista y con la historia. Además, la parte más dura del drama (el desamparo de unos menores que se ven separados de sus padres, aunque sea por una buena causa) está debidamente esbozado, sin recrearse en lo lacrimógeno. Un argumento que recuerda inevitablemente a La lista de Schindler (1993), pero sin la habitual carga trágica que suele añadir Spielberg, porque la intención es reivindicar la gesta de Winton y demostrar que se reconoció en vida su hazaña, incluso en la oscura Gran Bretaña de Margaret Thatcher.
Un filme, en definitiva, sin sorpresas ni imprevistos (excepto todo lo que tiene que ver con la explosión de emotividad del tercio final), enteramente al servicio de la rehabilitación pública de un héroe olvidado, exponiendo de paso la cohesión, la solidaridad y el sentido de comunidad de la sociedad británica. Se supone que las audiencias saldrán confortadas en lo sentimental y reforzadas en sus convicciones éticas tras esta experiencia repleta de buenas sensaciones. Al menos eso, porque de entretenimiento poco o nada habrán podido obtener.