Medicina Psicosomática III: Simbólica

Por Angelesjimenez

Lo que desde luego no se piensa desde la Medicina es en la historia que esconde la enfermedad, el sentido simbólico de los síntomas, por qué una persona enferma de un órgano y no de otro, por qué en un momento determinado de su vida y no en otro. Como si el proceso de enfermar fuera una decisión, y así es, una decisión inconsciente.

El simbolismo atribuye un significado profundo, inconsciente a los síntomas, una forma de hablar con el cuerpo. Un lenguaje codificado característico de cada sujeto que inscribe en el cuerpo lo que es incapaz de decir con palabras. Con frecuencia los síntomas podrán atribuirse a una misma línea simbólica: del mismo lado del cuerpo, dificultades para respirar o para tragar, para la digestión, dolor o cansancio, problemas de movimiento, en la piel, alergias o intolerancias, etc., incluso muchas veces continuando un patrón aprendido en la familia. Sin embargo, es verdad que en la mayoría de las ocasiones los trastornos psicosomáticos resultan camaleónicos y no siguen un patrón concreto. Puede que en realidad no lo sigan o quizá seamos incapaces de interpretar su patrón mutante.

Los Estudios sobre la histeria, publicados en 1985 por Freud y Breuer, representan quizá el intento más destacado de responder a los enigmas de la enfermedad psicosomática, y desde entonces poco se ha avanzado en la elucidación del proceso mediante el cual las emociones pueden producir síntomas en el cuerpo. Sus investigaciones sugieren diversos mecanismos por los cuales un síntoma específico puede manifestarse en una persona concreta en un momento determinado. Las personas con histeria –lo que hoy llamamos trastornos de conversión–, habrían rechazado de manera activa un recuerdo desagradable. El suceso desencadenante normalmente queda olvidado del todo y es sustituido por síntomas físicos, que representan el recuerdo reprimido asociado a un sentimiento insoportable que la persona interioriza convirtiéndolo en un síntoma somático.

A una paciente joven de unos treinta años la estudian en el hospital porque refiere que no ve desde hace cuatro años, desde que nació su hijo autista, sentenciando la máxima de que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Diversos estudios y pruebas descartan cualquier alteración orgánica que justifique los síntomas y la remiten al Servicio de Psiquiatría, lo que la paciente no acepta de buen grado y decide por su cuenta estudiarse en un centro privado especializado en problemas de visión. Completado este estudio, emiten un informe con un diagnóstico de enfermedad oftalmológica desconocida de la que no encontré ninguna referencia bibliográfica. La paciente acudió a la ONCE donde la aceptaron como miembro de pleno derecho, confinándola para siempre a las tinieblas y confirmado la gravedad que pueden adquirir los trastornos de conversión sin abordar.

Los trastornos de conversión se producen cuando no es posible expresar en voz alta sentimientos de angustia o hechos traumáticos –aunque sean fantaseados– porque han sido reprimidos y no se recuerdan, escondidos en el inconsciente. Son reales, aunque no puedan medirse, tan reales como nuestros pensamientos, nuestros sueños o la misma existencia de Dios para las personas creyentes. No son síntomas imaginarios. Y esto cuesta aceptarlo para la Medicina más biologicista, la Medicina Basada en la Evidencia, en la que si no hay pruebas, el proceso no existe. Los pacientes no se inventan los síntomas, sino que los sufren y los incapacitan para llevar una vida sana y productiva. Este prejuicio tan extendido en la sociedad se inicia en el propio colectivo sanitario y es el que provoca el rechazo de los pacientes al diagnóstico de enfermedad psicosomática, pero si no lo aceptamos los médicos, cómo vamos a pretender que lo acepten los pacientes.

Hipótesis más recientes plantean que no son los síntomas en sí, sino el modo de pensar en ellos lo que radica en el corazón de la incapacidad que producen. Algunos trastornos psicosomáticos son problemas perceptivos: la percepción que una persona tiene de la gravedad y la persistencia de sus propios síntomas puede ser muy imprecisa. Es el caso de síntomas como el dolor y el cansancio –síntomas psicosomáticos destacados– que no pueden calibrarse de manera universal y objetiva, así que hay que trabajar con la descripción subjetiva del paciente. Los síntomas psicosomáticos dependen de los diversos modos en los que las distintas personas evalúan o actúan con respecto a los síntomas que experimentan. Algunas personas medicalizan cualquier sensación física, lo que en sí mismo ya puede provocar una enfermedad. Otras personas utilizan la enfermedad como una racionalización de problemas psicosociales o como un mecanismo adaptativo, así, sentirse mal les proporciona una válvula de escape o una justificación a su fracaso.

Hoy en día se conoce sobradamente cómo reacciona nuestro cuerpo al estrés mediante la activación del sistema nervioso simpático para prepararnos para la ancestral supervivencia de la especie en forma de lucha o huida, según convenga a la circunstancia concreta. Pero se trata de una activación transitoria, hasta que la amenaza desaparece. Sin embargo, ante una situación de estrés crónico el sistema nervioso simpático puede permanecer activado a bajo nivel durante periodos prolongados. El organismo no se adapta bien al estrés crónico y es entonces cuando el sistema nervioso simpático puede producir daño corporal en forma de hipertensión arterial o taquicardia.

Otra manera de cuantificar la reacción del organismo al estrés es a través de la acción del eje hipotalámico-hipofisario-adrenal, que integra los sistemas neurológico y endocrino, fundamentalmente mediante la liberación de cortisol. Tanto el fallo del eje en emitir una respuesta adecuada al estrés como el fallo del bucle de retroalimentación negativa cuando el estrés se cronifica, pueden verse implicados en una enfermedad psicosomática.

Los modernos avances en neurobiología han permitido progresar más allá de la separación mente-cuerpo hasta el distanciamiento de la dualidad mente-cerebro y así, ya no se piensa que el cerebro pueda estar sano y la mente enferma, como en las enfermedades psiquiátricas, ni al revés, que el cerebro pueda estar enfermo y la mente sana, como en las demencias. Desde esta perspectiva, la enfermedad psicosomática podría considerarse un trastorno mental, pero tiene que suceder algo fisiológicamente en el cerebro para que se produzca la incapacidad. De hecho, la moderna resonancia magnética funcional muestra alteraciones en los circuitos cerebrales de las personas con trastornos de conversión. Aunque estos hallazgos también podrían representar cambios neuronales provocados por la neuroplasticidad originados por un trauma psíquico o por el estrés, un marcador de enfermedad, en lugar de una causa.

En cualquier caso, y sea cual sea el mecanismo biológico que ocurra en el cerebro y en el resto del cuerpo para que se produzca la enfermedad, solo si conseguimos que el paciente acepte su responsabilidad en el proceso de enfermar y también en el de sanar, será posible el inicio de una recuperación duradera. Si nos centramos en la cancelación del síntoma actual, solo podremos hacerlo remitir de forma temporal, con el tiempo reaparecerá, ya sea el mismo o sustituido por otro diferente.