Memorias de un coordinador extraño

Por Saludyotrascosasdecomer
(Extraño: De nación, familia o profesión distinta de la que se nombra o sobrentiende, en contraposición a propio)
Capítulo cero: Roma, ciudad abierta
Conozco a un tipo que viaja para poder volver, en un tiempo prudencial, a su sofá. Es cierto que le quiero mucho y que se trata de un modelo extremadamente cómodo (me refiero al mueble), incluso con buenas vistas si se acierta a desviar la mirada un poco más allá de la enorme pantalla plana, pero el que haya ido otorgando peso a su teoría, tan escasamente atractiva para un viernes por la noche, creo que obedece a otras causas.
La más penosa tiene que ver con mi propia edad asumida, esa facultad para verse viejo desde que cumplí los doce años. Por el bien de mi continuidad en este espacio, os ahorraré el trago. La más poderosa tal vez sea que, en el fondo, por más que busquemos territorios fuera de las guías al uso, escapemos de las procesiones agotadoras de los circuitos organizados o de las “gincanas” de los cazafotos, somos turistas. Personas con billete de regreso, con fecha de vuelta, con la ropa interior contada. Anhelamos vivir, empaparnos con la espuma de los días en un decorado distinto, hasta soñamos de forma inconcreta con mudarnos una temporada y sin embargo una tarde echamos un vistazo distraído al horario de vuelos o palpamos el contorno seguro de las llaves de casa. Puede que nos falte arrojo o que no aspiremos a quedar como un colgado en cualquier episodio de Españoles en el Mundo. Que estemos subyugados por la corriente Lonely Planet, quienes a pesar de su tendenciosidad anglosajona y su cargante talibanismo vegetariano, tienen la habilidad suficiente para darle cierta pátina de experiencia especial a tu periplo. O tal vez, sencillamente, nuestro sofá nos reclame con promesas hogareñas.
Roma no es precisamente un paradigma de rutinas agradables si uno tiene previsto, pongamos, salir del hotel. Para el recién llegado, cualquier trayecto mínimo resulta caótico, fatigoso, probablemente sucio. Roma es el rugido incesante de una civilización que lleva siglos gritando y no ha perdido la voz. Es, al menos esta mañana otoñal en Gijón, mi lugar favorito. A pesar de nosotros mismos, los turistas. Sólo apuntaré que los comportamientos colectivos de la especie humana empeoran notablemente si a los sujetos a estudio les cuelgas una cámara y les das un mapa. En una ciudad donde la religión resulta capital, se asiste sin desmayo al ensayo general con todo de las plagas bíblicas. Para algunos, al menos de momento, nos queda Massimo.
La historia del cura loco del Panteón arranca una mañana de sol en una de las plazas más impresionantes del planeta, ante un monumento de cúpula poco menos que inexplicable, cuando las hordas ávidas de recuerdos rápidos o confusos travellings y a otra cosa han vencido hace rato la resistencia de las macizas puertas de bronce y las terrazas de los cafés permanecen abarrotadas, a veces da la impresión que algunos han dormido allí y sólo han cambiado la grappa bianca por el espresso. La escenografía incluye un nivel sonoro cercano a la batalla naval, a lo cual contribuyen decididamente las obras de restauración en la parte noroeste de la fachada. En ese cúmulo de movimiento y ruido sorprende algo que consigue superar la barrera de decibelios y de paso enviar a la calle un flujo desmesurado de visitantes, entre ofendidos y asustados. Entremos.
Aparentemente, en el interior reina la normalidad. La normalidad es un simulacro del Apocalipsis con actores aficionados: norteamericanos con un ojo en la desmesura sobrecogedora y otro en el Nasdaq; nativos intrínsecamente convencidos de que Europa existe, en especial los países nórdicos, a la caza de mejoras genéticas que culminar en un hostal del Trastevere; orientales de atrezzo, porque siempre va bien un grupo de sonrisas mientras todo se derrumba. Varios, qué daño ha hecho ese director de comedias incomprendidas y presunto genio llamado Lars von Trier, registrando panorámicas imposibles con la secreta esperanza de provocar una migraña a su suegra en Brampton, Ontario. La mayoría, a los gritos. Las advertencias gráficas acerca de mantener cierta compostura o las tímidas llamadas al silencio de alguna empleada municipal son ignoradas, sospecho que en virtud de la libertad de expresión.
En un punto indeterminado en el que la aglomeración amenaza con disparar los sensores de la escala Richter, desde algún lugar próximo a la tumba del pintor Rafael, surge un individuo altísimo, vestido con una sotana a la que le falta algún botón y le sobra algún invierno, con los brazos tronantes y la furia brotando en haces luminosos de sus cabellos blancos, un Moisés desatado contra los mercaderes del templo. Su ejercicio volcánico, trufado por un dialecto incomprensible que debe ser romanesco pasado por la ira y que se entiende perfectamente, provoca un curioso silencio alrededor, una huida medio deshonrosa de aquellos que hace un momento improvisaban coreografías altisonantes para una foto y un retorno súbito a los modales perdidos del resto. Durante unos segundos, breves, se escucha suspirar de alivio a la Historia. Y vuelta a empezar.
Semejante instrumento divino es un personaje más de los muchos que habitan la zona comprendida entre el Panteón, la piazza Navona y el Campo di Fiore, el potente triángulo de la romanidad y uno de los lugares donde, al menos a mí, me resulta sencillo imaginar una vida. Sus contactos con la iglesia católica finalizaron hace muchos años, cuando abandonó el seminario para embarcarse hacia Cuba semanas antes de la muerte del Che, y de ahí quién sabe. Leyenda, vaguedades. Más conocido por Max, algunas lenguas apuntan que para evitar la coincidencia nominal con su coetáneo, antiguo ministro de Asuntos Exteriores y gran esperanza frustrada de la izquierda italiana en los noventa, Massimo d’Alema, es habitual verle descansar su corpulencia, despojado del negro disfraz de justiciero, vestido con modesta elegancia, en algún local del barrio frente a un vaso de vino y una tertulia sobre las opciones del Inter tras la marcha de Mourinho (medianas) o las de Berlusconi de ser procesado (no en este mundo), mientras cae la tarde y Roma se toma un descanso.
Algún rato he pensado en él. Me pregunto si seré capaz de desprenderme de esta sensación de hombre equivocado, de sacerdote postizo, de coordinador extraño.
Al menos, la primera semana, prometo no llevar sotana al trabajo.