(Extraño: De nación, familia o profesión distinta de la que se nombra o sobrentiende, en contraposición a propio)
Capítulo doble cero: Amsterdamned, misterio en los canales
El Cinestudio Fantasio estaba en la calle José Ortega y Gasset, a un par de transbordos en Metro pero a bastantes más universos de distancia del barrio. El descubrimiento de un lugar donde ponían tres o cuatro películas por trescientas pesetas y cambiaban el programa semanalmente, acortó un abismo más que geográfico y amplió de forma definitiva mi horizonte sentimental con Madrid. Prácticamente, viví allí varios veranos y aunque apenas sufrí, quiero pensar más por falta de edad que de entendimiento, el cierre de los dos cines que hubo en Moratalaz, cuando desapareció el Fantasio las calles de una ciudad que pronto iba a abandonar empezaron a decirme adiós.
Nunca he vuelto, y lo he pensado en alguna ocasión. Gran parte de los cines de barrio en Madrid fueron adquiridos como locales por bancos o multinacionales, pero entonces se le echaba la culpa a los videoclubes, que siempre han sido más fáciles de derribar. No sé si soportaría ver una sucursal bancaria o un Zara en el mismo sitio donde, a base de sesiones triples, perfeccioné la mirada y aprendí la resistencia necesaria para aguantar, quién me lo iba a decir, maratones como el del Festival Internacional de Cine de Gijón.
La memoria, en especial la memoria literaria, tiende a elaborar sus propias ficciones. No estoy seguro, quizás no fue en el Fantasio donde vi Amsterdamned, una bobada entretenida que no se parecía a las novelas de Jamwillem van de Wetering y que, sospecho, tampoco tiene demasiado que ver con el post-Amsterdam que me he encontrado recientemente: una ciudad que va un poco más allá de sí misma para no afrontar alguna que otra contradicción.
Lo peor de Amsterdam puede que sea que Enric González aún no ha escrito sus historias acerca de la ciudad, lo cual, de entrada, nos escamotea un buen puñado de lugares altamente recomendables y un nada despreciable vistazo de conjunto que parte de la pura anécdota para, sin dejar de lado la perspectiva histórica, explicarnos de qué va la cosa.
Desde nuestra mentalidad un tanto acomplejada y bastante mesetaria, un holandés es un individuo pluscuamperfecto dotado de una superioridad que no precisa comprobación práctica porque es evidente, se nota. Y además, pasa en bicicleta. El amsterdamnés sería el producto definitivo, listo para exportar.
Intentemos dejar a un lado siglos de declive histórico, décadas de inmovilismo cultural, años de retraso en materia idiomática y educacional, todos los déficits de ingesta láctea imaginables y alguna que otra mezquindad suspendida en esa esquina del globo ocular que empleamos para criticar sin compasión ni excesivo fundamento. Hagámoslo por un momento y de la forma más pedestre que se me ocurre: demos un paseo.
El paseo resulta muy útil para intentar entender cualquier asunto. En el caso de una ciudad, imprescindible. Si se trata de Amsterdam, ha comenzado uno de los deportes de aventura más inesperados que quepa encontrar. El peatón, aquí, es una especie en vías de extinción, un ser acorralado, un bulto sospechoso. Tras un minucioso análisis de seis días, la culpa es de las bicicletas y de los que las conducen, algo así como el 95% de la rutilante población neerlandesa.
Ya sé, ya sé que íbamos a procurar despojarnos de cualquier atavismo ibérico y esto comienza torcido si la primera aproximación es un ataque directo a una de las cumbres del ecologismo urbano. Por no mencionar mis propias carencias en materia psicomotriz, dispuestas a sacarse la espina a la menor ocasión. Intento ser ecuánime, a mi pesar. Las bicis en Amsterdam no han desplazado a los coches ni a las motos, si no, literalmente, a los viandantes.
Salgamos a la calle. A pie. Probemos a cruzar una avenida, no demasiado ancha ni demasiado concurrida, apenas algo más que una calle estándar. La menor de nuestras preocupaciones serán los vehículos a motor, hay pocos o no en exceso y circulan mayoritariamente dentro de los límites de velocidad establecidos. También están los tranvías, es cierto, pero aunque sigilosos éstos acostumbran a avisar de su presencia e incluso llegan a frenar antes de que iniciemos una visita fuera de programa por su abigarrada estructura inferior. Las bicicletas no. Apenas se desvían, no frenan. Son las amas. Y el auténtico peligro para el caminante, con ese circular en tiempos de contrarrelojista profesional y sin embargo despreocupado, medio circense. Merece la pena detenerse a enumerar algún ejemplo: con tacones altos, acarreando estanterías, con un brazo en cabestrillo, llevando cuatro perros, con escalera de mano, pedaleando con la pareja de la mano o con la mano en cualquier otro lugar lejos del manillar, escribiendo mensajes de móvil… Un barrio tan característico y popular como el Jordaan, asiste impertérrito a la desaparición de sus aceras por el exagerado número de bicicletas aparcadas. En una de ellas fui atropellado levemente por una ciudadana que traspasó los límites del carril y al parecer pretendía entrar montada a hacer la compra; en otra, vimos a un anciano tropezar y caer por culpa de una rueda que sobresalía del estacionamiento.
Son tonterías, nada que invalide los evidentes logros en materia de contaminación, tráfico y ruido. Seguridad vial o estacionamiento, en fin, hablemos dentro de unos cinco años, cuando el número de espacios intransitables o de pequeños accidentes equilibre el argumento “siempre será mejor una bici que un coche”. Llegar al otro extremo no es alcanzar la bondad máxima, es sólo el reverso del mismo mal. Tal vez sea Roma, su cercanía y la constancia de que hay más vida en cualquier infecto Vicolo divieto d’affissione al atardecer que en este desfile cansino de funambulistas rubios camino de su bol de soja transgénica.
Amsterdam, con sus estores insuficientes y sus vidrios esmerilados a media ventana, es el paraíso del voyeur. La ausencia de cortinas en los domicilios no obedece al carácter extrovertido del holandés común, queda mucho calvinista con pecados ancestrales que purgar por más exhibición de silicona legalizada que todavía ofrezca la ciudad, más puritana de lo que se esfuerza en ocultar.Abandera recientemente las medidas europeas contra el consumo de tabaco en espacios públicos y al tiempo promociona docenas de coffeshops en penumbra no sólo insalubres, directamente antihigiénicos. Posee un alucinante espacio para disfrute gratuito de la cultura en muchas de sus manifestaciones, la Centrale Bibliotheek, lo cual está poniendo en peligro la continuidad de bibliotecas menores en las áreas periféricas de la ciudad por falta de presupuesto. Tolerancia y represión, una mezcla cuyo desarrollo habrá que seguir y de la que saldrá algo probablemente menos chupiguay y profundamente más interesante.
Termino. Como hay que acabar, en uno de sus múltiples y muy acogedores cafés, rascando bajo la superficie irónica del amsterdamnés medio, ese individuo pasablemente presuntuoso, un par de escalones por debajo de la arrogancia, que lee el Volkskrant porque todavía recuerda que fue hippie y aunque ha votado a los conservadores se confiesa de izquierdas, que aguarda la noche ocupado con una pinta de cerveza y una conversación, que tiene la bici mal aparcada, que manifiesta un interés mediano por cuestiones relativas a la Unión Europea y casi nulo por el pasado Mundial de fútbol. No, no vio la final. Un familiar enfermo, un televisor estropeado, un atasco de bicicletas. Que tenga que venir un tipo enclenque, bajito, pálido, anémico, cara muerto, bizcoché, ultramesetario de Fuentealbilla, un amago de europeo, un soplido apenas, a hacerse un zumo con tu preciada naranja mecánica.
Tiene que ser duro.