Capítulo veinte: Gru, mi villano favorito
El último día que trabajé en la consulta los compañeros organizaron una pequeña despedida. Recuerdo como, con cierta sorpresa por mi parte, el pincheo se convirtió en un repentino debate acerca de las necesidades e intereses del Centro, una sinopsis de quejas varias, un inesperado petitorio. En el corto espacio recorrido entre la consulta y la sala del café y en un tiempo récord, me había convertido en jefe.
Yo he tenido buenos jefes. Por regla general, personas con experiencia en Atención Primaria, con buena voluntad, cercanas. Uno de mis pensamientos al aterrizar en este nuevo puesto era desviarme poco de ese modelo que había vivido. Ayudar en lo que pudiera. Aprender lo más posible.
He descubierto, quizás pecando de ingenuidad, que hay gente que parece moverse más a gusto en la confrontación. Incapaces de abandonar un discurso desencantado, instalados en los reproches permanentes, faltos de la más mínima motivación o afectados por una injusticia histórica que no se sabe cuándo comenzó pero se presenta definitivamente irresoluble. Estos compañeros plantean una curiosa paradoja, porque asumen mal los intentos de aproximar posturas, los ejercicios de empatía. Para protestar de forma crónica, han decidido, se necesita un blanco.
No llevo bien el papel de malo, francamente.