Capítulo veintidós: La huida
Una vez conocí a un cantautor, un tipo de mediano éxito que pasó de tocar en fiestas de instituto y locales donde hasta las cucarachas sabían solfeo a hacerlo en escenarios de mayor prestigio. Era un ser comprometido, con inquietudes solidarias, una de estas personas que siempre parecen hablar bajo una pancarta, dejar un mensaje, iniciar una revolución. Era, también, un machista consumado, y un racista paradójico. Siempre que le escucho desgranar conflictos desde sus letras asoma, entre el catálogo de injusticias sociales desperdigadas por el mundo y canciones de amor para mujeres impresionables, aquella chica a la que trataba mal o aquel comentario entre dientes que no casaba con la portada del disco.
Tengo muy presente ese primer y casi adolescente contacto con las discrepancias entre esencia y envoltorio, porque me ayuda a profundizar en algún discurso, da igual que el susodicho venda cedés o implicación con la empresa. Así, el que se postula a la medalla al trabajo puede desplegar en su puesto recursos insospechados para no dar golpe. Hay luchadores por las libertades democráticas que ejercitan sus principios acosando de refinadas formas a los compañeros. Defensores no, baluartes de la Sanidad Pública capaces de pegarle la vuelta a un paciente de ochenta y tres años hasta Taramundi por un error de citación. Incluso he conocido a un sujeto que, tras denunciar una persecución política, ahí es nada, se ha sentido más que justificado para llegar a las amenazas. Todos enarbolando banderas incontestables, todos cantándole al sistema, triste concierto.