La fiebre le abrasaba aquella mañana. Notó la boca muy seca cuando la enfermera le ofreció un vaso de leche. La luz que entraba por la ventana era turbia y apenas dejaba ver los bultos que gemían y se agitaban en las otras camas de las que llegaba un olor amargo y espeso. Luego la enfermera le puso el termómetro bajo la lengua y ella pensó en París.
El Campo de Marte resplandecía bajo el sol y ellos corrían de la mano asustando a las palomas a carcajadas. Al llegar a la Exposición Universal buscaron el pabellón español. Él la besó frente a la fuente en la que el mercurio resbalaba como una lava de plata en un laberinto metálico y aéreo. Lo amaba porque era fuerte, bello, rubio y húngaro. Y porque mañana viajaba a España para luchar por un sueño.
Entonces, hace un mes, era más joven: no conocía la dentellada del dolor verdadero. Por eso apretó los dientes y notó resbalar las lágrimas y el mercurio como si fuera sangre por la garganta. Solo quería volver a París.