Mi abuela

Por Jlmon


Mi abuela era una de esas personas sencillas aunque tan sólo en apariencia como suele ocurrir en estos casos. Para más señas, era carnicera, oficio que no se yo si se acabará llamando “gestor de transferencia de nutrientes orgánicos”, vaya usted a saber… Pero el caso es que era carnicera, ya saben, chuleta, chuletón, solomillo, rabadilla, tetilla y todas esas delicias que a medida que vas caducando, debes ir también olvidando. El caso era más bien curioso porque mi abuelo también era carnicero y, no sólo eso, ambos tenían sus puestos frente por frente en el mercado. En otras palabras, eran competencia aunque, entre nosotros, el bueno de mi abuelo poco tenía que hacer, pese a que la carne de ambas carnicerías la buscaba él mismo entre caseríos vascos, valles burgaleses y pastos gallegos. Mi abuelo vendía carne, embutidos y casquería. Mi abuela hacía de la compra toda una experiencia para las amas de casa que se acercaban cada día hasta su concurrido puesto en el mercado. Tan bien le fue la cosa que poco a poco fue creciendo hasta llegar a regentar lo que hoy llamaríamos “una cadena”. No crean, les hablo de finales de los cincuenta del siglo pasado cuando los mercados comenzaban a lucir fiestas aunque todavía quedará mucha hambre en aquella “tierra liberada del fantasma judeo- comunista”. Pensarán ustedes que el secreto de mi abuela era el shopping experience de la época, es decir darle a la sin hueso sin parar, llamar a cada una por su nombre de pila y fiar a semana vista. Por supuesto, eso se daba por descontado, ¡hasta mi abuelo lo hacía! Pero no, lo suyo era más sofisticado… Sin ir más lejos, cuando todavía apenas sabíamos nada de etiquetado, información nutricional y todas esas cosas, la buena de mi abuela tenía por costumbre apuntar a lápiz en cada paquete la fecha de compra y justo al lado, la fecha tope que ella recomendaba consumir. Mi abuelo despachaba al personal con un buenos días mientras entregaba el kilo de picadillo envuelto en aquel papel blanco que rezaba “Carnicería Julián”. De igual forma, junto al cartelito del precio que se hincaba cual banderilla en lomos y cuartos, mi abuela informaba de la procedencia del producto y, no sólo eso, también constaba la fecha en la que se había puesto a la venta. Pero no quedaba ahí la cosa. Además de carnicera, mi abuela era una de aquellas cocineras que mejor no conocer a riesgo de perder las formas, en una palabra: placer celestial. Tal era su pasión por las sartenes, pucheros y cazuelas que, poco a poco, fue redactando sus recetas de guisos, marmitas y otras exquisiteces. Pero no quedo ahí la cosa ya que mandó imprimirlas en sus papeles de envolver de tal guisa que mientras mi abuelo continuaba contentándose con lo de “Carnicería Julián”, la parienta no sólo entregaba un papel distinto cada vez con una receta también distinta, sino que en una esquinita ya aparecía en letras rojas “Carnicerías Celes”, es decir plural por aquello de la expansión del negocio. Pero no quedo ahí la cosa porque, al poco, se le ocurrió reservar un espacio en sus mostradores para productos preparados, en su propia cocina, por supuesto. Callos y manitas de cerdo a la vizcaína,Sukalki para chuparse los dedos, bitoques, albóndigas y otras cosas más que ya apenas recuerdo. Podría pasarme horas hablando de sus “ocurrencias”, como acostumbraba a llamarlas mi abuelo resignadamente, pero el caso es que, como decía al principio, todos la recuerdancomo una mujer sencilla, entrañable, cariñosa, optimista, pero “sencilla”. Y esto me ha recordado que en muchas ocasiones buscamos lo nuevo, inusitado, sorprendente o como dicen ahora “innovador” allá por las galaxias de la genialidad ultra tecnológica cuando las mayores oportunidades nos esperan a la vuelta de la esquina, justo donde no buscamos porque lo creemos simple y evidente.
Pensándolo bien, diría que mi abuela era una mujer "elegante" porque la elegancia no es otra cosa que no hacer nada igual que los demás pero pareciendo que se hace todo de igual forma que ellos.