Mi tío Manuel

Por Masqueudos

Si hay alguien que entendía los calabacines en este mundo, era él. También pintaba relojes con boli en los brazos de sus nietos y tenia una risa distinta, muy especial, que por mucho tiempo que pase no se me va a olvidar. Era probablemente el hombre al que más vehículos le he conocido: el coche, la bici, luego la de tres ruedas con cajetín para la huerta, el bastón, la muleta, las dos muletas, la bicicleta estática… puedo asegurar que habría merecido un maillot amarillo con todos los kilómetros que hacía en casa. Salía a tomar un poco el sol, durante el confinamiento, a la puerta de casa, como los lagartos, y siempre preguntaba qué andábamos haciendo -en qué andas, Modes…- mientras llegaba la hora de comer. Se le hacían los días largos, decía a veces, menos cuando estaban sus nietos. Entonces se llenaban de acertijos, de risas, de cartas y de juegos. Si para envejecer uno tiene que aprender, él había aprendido bien. Si había que pasear, paseaba; si había que comer, comía; si había que parar, paraba; no le ví nunca enfadado aunque triste si, especialmente cuando hablábamos de la pandemia. No tenía muy claro qué mundo nos iba a quedar después de esto. Pero luego venían los nietos y todo volvía a tener cierta “normalidad”. Le gustó mucho el árbol de Navidad de madera que hicimos este año y a veces se acercaba a verlo, hasta la era. Supongo que son esos pequeños momentos los que de verdad cuentan porque cuesta mucho hablar de una persona en pasado pero lo importante es no olvidar todo lo que nos ha dejado.

Y si hay algo que yo voy a recordar del tío Manuel, es que hay que seguir caminando siempre. Pase lo que pase, cueste lo que cueste, SIGUE CAMINANDO