Esta película atesora en sus 120 minutos un montón de rarezas y, aunque algunas de ellas sólo pueden ser estimadas en buena medida por el espectador español, vale la pena detenerse en ella a pesar de que no se trata de una gran película, ni siquiera de una buena película. De entrada, el título original, ese Deadfall que casi emula las sofisticadas superproducciones de aire cosmopolita de la saga de James Bond (estamos en 1968, y además la música de la cinta también es de John Barry) pero que es mucho mejor que el título español, Angustia mortal, que remite directamente a los telefilmes baratos de sobremesa que los canales televisivos españoles insisten en programar en contra de toda noción mínima de buen gusto o calidad artística. En segundo lugar, su director, Bryan Forbes, que no atesora ni mucho menos una gran carrera pero cuya nómina de títulos, extraña de por sí, que incluye adaptaciones de Cenicienta, cintas de acción, cine familiar e incluso cosas absolutamente rocambolescas como La loca de Chaillot (The madwoman of Chaillot, 1969), con Katharine Hepburn, Paul Henreid, Oskar Homolka, Yul Brynner, Richard Chamberlain, John Gavin y Donald Pleasence. Y por último, el aspecto más curioso y la razón por la que la hemos traído aquí, su escenario, que no es otro que España. Pero una aproximación a España muy especial.
La primera secuencia nos mete de lleno ya en esa aproximación: una playa, un cadáver y, junto a él, de pie, un “gris”, un agente de la antigua Policía Armada. A continuación, un puñado de caras en las que reconocemos a actores de reparto y a figurantes habituales en cintas españolas. Y para concluir, vehículos policiales, de atención sanitaria y de servicios públicos de los utilizados en aquella década, alguno de ellos con el distintivo del Ayuntamiento de Manacor. De ahí saltamos a una residencia psiquiátrica, en la que un tipo llamado Henry Clarke (Michael Caine), ladrón de guante blanco, se halla de cura de reposo, entre otros, junto a un tipo, un millonario llamado Salinas, al que visita el policía que ha asistido al levantamiento del cadáver. De su retiro vacacional, Clarke es rescatado por una hermosa mujer Fe Moreau (Giovanna Ralli), que le hace un encargo de parte de su marido, Richard Moreau (Eric Portman), que resulta tener negocios y chanchullos varios con el tal Salinas. En concreto, los Moreau quieren que Clarke les ayude a cometer un robo en la propiedad de Salinas, si bien antes quieren probar su eficacia con un golpe previo en la mansión de una rica familia acomodada.
La película transita, con ritmo entrecortado y a ratos moroso, por una doble vía: en primer lugar, los preparativos para esos golpes y las negociaciones para encontrar a alguien que coloque el botín (diamantes), y, por otro lado pero de manera indefectiblemente unido al primero, las relaciones a tres bandas entre Richard, Fe y Clarke, que no terminan de incardinarse del todo en el habitual triángulo amoroso insertado dentro de una lucha de egos, astucias y sentimientos debido a una característica personal de Richard: es homosexual. Precisamente, la aparente frustración de Fe, atrapada en un matrimonio alimenticio (están forrados) pero insatisfactorio en lo “físico”, es uno de los alicientes que llevan a los tres a aceptar una situación de hecho un tanto incómoda para el resto de los mortales. Esta relación a tres bandas se pondrá a prueba con un descubrimiento final que cambiará súbitamente el panorama, y que conllevará a un desenlace dramático. Pero antes de eso, cabe hablar de las secuencias de los golpes: la primera, tiene lugar mientras los dueños de la casa asisten a un concierto de guitarra clásica en un gran teatro; Caine y Richard asaltan la casona, de manera, por cierto, que navega entre la torpeza involuntariamente cómica y el “alucinatorio” salto a lo Matrix de Caine entre dos ventanas de paredes perpendiculares. El asalto definitivo a la propiedad de Salinas está narrado todavía con mayor torpeza, y en él es fundamental el figurante que interpreta a un guarda forestal (con su correcto uniforme de entonces, escopeta de dos tiros incluida), cuyo papel será esencial como parte de esa pesimista conclusión del filme. Pero, más allá de detalles narrativos, muchos de ellos previsibles, otros mal tratados y otros realmente poco habituales (como es la plasmación explícita en imagen de los flirteos de Richard con algún que otro jovenzano atlético y bien parecido, por ejemplo, en la terraza del bar de un parque madrileño), el verdadero interés para el público español puede estar en la visión del país que ofrece la película.Porque estamos acostumbrados a que el cine extranjero en España de aquella época utilizara el país únicamente como plató de ficciones históricas, y muy pocas de las producciones rodadas en nuestro país retrataban la realidad social y económica del momento. Si lo hacían, como ocurría asimismo con el propio cine español más alimenticio, la visión solía ser tópica, folclórica, colorista y frívola, haciendo hincapié en los lugares comunes y en las etiquetas regionales. Si la película era anglosajona en general o británica en particular, el acercamiento a España podía estar incluso bañado de soberbia, desdén o incluso desprecio burlón. Pero no es así en Angustia mortal, por más que puedan percibirse algunos errores de bulto (¿cómo puede ir Michael Caine de Manacor a Madrid en tren?).
La España que retrata Bryan Forbes tiene dos caras. En las secuencias de exteriores (en las afueras de las ciudades, parques, carreteras, entornos naturales…) no puede evitarse cierta imagen de una España rural, atrasada y agrícola. Pero en los entornos urbanos en los que se sitúa la mayor parte de la trama (mansiones, teatros, restaurantes, bares, villas costeras, calles…) la imagen del país es tremendamente diferente. Contemplamos casas de ensueño, una aristocracia de sangre o de dinero que invierte tiempo en asistir a eventos culturales (el citado concierto de guitarra española) en un teatro de primer nivel, coches lujosos, personajes adaptados a la modernidad, millonarios autóctonos, profesionales reconocidos, relaciones sociales en entornos de lujo, fiestas de disfraces de alto copete, etc., etc. Es decir, la visión de Forbes es de todo menos tópica, y la España que refleja está, si no al mismo nivel que la Gran Bretaña de su tiempo, desde luego no representa la colección de tópicos que entonces, y aun hoy, los británicos pueden tener del país. Cierto es que en ningún caso se hace mención, ni directa ni indirecta, ni siquiera insinuada, a la situación política de la España de la dictadura, pero, para entendernos, no es una película de sol, sangría, burros y paella, sino de un país en el que un ladrón de guante blanco puede asaltar una mansión, buscar la caja fuerte camuflada en una pared y robar un buen puñado de diamantes.
Ello, unido a la valentía con la que la homosexualidad de Richard es puesta de manifiesto, más explícitamente de lo que era corriente entonces, y no digamos ya en España y en el cine español, hacen que Deadfall constituya un producto estimable por su “exotismo”, ya que no por sus valores puramente cinematográficos (más allá de algún instante de interés, dramático o de acción, puntual), en el que el inicio y el final, escenarios aparte, no vienen acompañados por un desarrollo dramático ni de guión (es llamativa la ausencia de subtramas y de personajes secundarios de peso, así como de frases o situaciones especialmente relevantes) a la altura de ambos extremos, ni tampoco por unas interpretaciones que brillen especialmente. Dejando aparte a Michael Caine, claro, especialista en salvar productos mediocres con actuaciones siempre más que aceptables.