En el conflicto palestino-israelí hay diversos ingredientes que durante décadas lo han enquistado hasta convertirlo en un problema insoluble. En primer lugar, la imposición en 1948 de los dogmas y creencias de los practicantes de una religión al resto del mundo, auspiciando así el robo de una tierra a sus legítimos propietarios por parte de los inmigrantes judíos, explotación publicitaria de su condición de víctimas del Holocausto mediante, con la complicidad de los gobernantes británicos del territorio que otorgaron el poder y la fuerza a los recién llegados sobre sus anteriores habitantes, invadidos, desplazados y colonizados por quienes sólo guardaban con aquellas tierras una relación abstracta, mística, recreada en la imaginación como consecuencia de una fe religiosa particular que en sus Sagradas Escrituras apela a la guerra y la violencia (la cual ejercieron contra, precisamente los británicos; no se olvide que el sionismo utilizó el terrorismo como arma para conseguir sus fines) como forma de convertir en realidad los designios de su dios. Además de ello, los errores palestinos y árabes, empeñados en recuperar por la fuerza lo que se les quitó por la fuerza, y el papel de Estados Unidos, que, alineado con un Estado cuya concepción, más allá de las formas, es profundamente antidemocrática, considera Israel como prolongación de su propios intereses. Pero mientras la partida se juega en los grandes tableros de la política internacional en torno a la embustera ficción de los dos Estados, uno árabe y otro judío, como solución imposible que jamás llegará a darse y sobre la que corren ríos de tinta, falsas diplomacias e interminables calendarios que nunca llegarán a nada, en lugar de la única posibilidad viable, la de un único Estado para todos, aconfesional, democrático, en el que ser judío, cristiano o musulmán sea tan irrelevante como ser rubio, moreno o calvo, brindis al sol cuya utópica concepción choca con el interés de Estados Unidos (necesitado de un gendarme dotado de armas nucleares para aquella zona), el fanatismo judío (que en última instancia sigue considerándose pueblo elegido por Dios y por tanto, de raza, etnia, cultura y naturaleza superiores a sus vecinos palestinos, un pueblo que como mínimo lleva viviendo en esa tierra tanto tiempo como ellos, aunque antes se denominaran filisteos), y el contagio palestino en torno a una absurdez de la misma índole añadida a su conciencia de haber sido expoliado, violado, incluso de estar amenazado de exterminio, quienes viven allí en el día a día, a uno u otro lado del muro de la vergüenza levantado por Israel con la connivencia yanqui, han de torear la situación como mejor pueden y, deliberadamente o sin querer, generan comportamientos, actuaciones y actitudes que, si bien por un lado tienden puentes de comprensión y entendimiento, por otro no hacen sino alimentar rencores, recelos, venganzas y un aliciente que amenaza con volver un conflicto irresoluble en eterno y al que no suele darse demasiada importancia: el miedo.
Los limoneros, dirigida en 2008 por el israelí Eran Riklis, parte de esta premisa: el miedo a lo que se desconoce, el recelo hacia lo que se cree distinto y que puede derivar en odio gracias a la constante inoculación del desprecio por aquello que no se considera propio. Y para ello utiliza como metáfora algo tan sencillo, tan cotidiano, tan concreto y natural como un campo de limoneros. Salma (la magnífica Hiam Abbass, fantástica coprotagonista de The visitor), es una viuda palestina que vive en la frontera entre Israel y Cisjordania gracias al dinero que le envía su hijo, camarero en un bar de Washington, y a su plantación de limoneros, propiedad familiar que le legó su difunto esposo y que lleva allí más de cincuenta años. La mala suerte quiere que el nuevo ministro de Defensa israelí sea su vecino de finca, lo que, además de llevar allí un importante contingente de seguridad con las oportunas incomodidades (alambradas, torres de vigilancia, focos, cámaras de vídeo), provoca, a raíz de un informe del servicio secreto, que su campo sea catalogado como una amenaza para la seguridad del ministro y su familia al ser considerado apto para el posible ocultamiento de terroristas o armas con las que atentar hacia la casa. Como consecuencia, el alto mando del ejército israelí emite una orden por la cual, a pesar de que en más de cincuenta años el terreno nunca ha sido utilizado como base terrorista ni se han cometido atentados desde él, los limoneros han de ser talados. Salma, lejos de rendirse, inicia una lucha legal por sus derechos que la enfrenta el gobierno y al ejército israelíes: éstos pretenden salvaguardar la tranquilidad del ministro; ella defiende su único medio de vida ante instancias judiciales israelíes que, lógicamente, toman en mayor consideración las razones alegadas por sus compatriotas.
La película está llena de ricos matices que la dotan de profundidad y complejidad (incluso demasiada) a pesar de la aparente sencillez y el aire de fábula que le dan un ritmo pausado y agradable al relato. Sin olvidar que el director es israelí y que, por tanto, la conducta de su país no queda en ningún caso afeada, el punto de partida sirve para evocar los orígenes del Estado de Israel y traducir a un hecho contemporáneo el proceso que supuso la irrupción e imposición (con sus correspondientes dosis de usurpación) de un nuevo poder en un territorio que les era ajeno en lo material y por el que sentían afinidad meramente espiritual. Pero, más allá de este inicio simbólico, la película se concentra principalmente en los personajes, y es a través de ellos que transmite sus mensajes: Salma es una mujer sencilla y pacífica que, llegada a la desesperación, no elude desobedecer las leyes israelíes para luchar por su supervivencia (imposible no extraer lecturas paralelas) y que, en su mezcla de curiosidad y recelo hacia sus vecinos (la mujer del ministro y ella se observan repetidamente a través de la verja sin atreverse nunca a hablarse), estalla de rabia y arroja violentamente sus propios limones a sus vecinos cuando éstos entran sin permiso en su finca para hacerse con unos cuantos para la limonada de su fiesta de inauguración (con una clara y más atrevida simbología); el ministro es un hombre conciliador que, políticamente, busca vías de entendimiento con los palestinos pero que, en lo que atañe a su vida privada y a su particular asunto con la vecina, no ceja en sus demandas e incluso cada vez se vuelve más inflexible apelando a su seguridad y supervivencia (argumento que utiliza Israel desde hace sesenta y dos años para justificar sus crímenes); su esposa, en cambio, apartada del ruido de la ciudad y de los circuitos políticos y que se siente por la ausencia de su hija, que estudia también en Washington (coincidencia con su vecina de la que también pueden extraerse conclusiones), y por los devaneos de su marido con su asistente, una joven y atractiva militar, se muestra comprensiva con la actitud de su vecina, y hacia ella siente tanta curiosidad como compasión. Por otro lado, está el abogado que ayuda a Salma, un hombre solitario que dejó a su familia en Rusia y que busca desesperadamente compañía y afecto (otra vía de interpretación si personificamos en él al pueblo pelestino), y también el patriarca palestino del pueblo, que encarna los aspectos más dogmáticos y totalitarios de los palestinos cuando, en ejercicio dell machismo imperante en la cultura islámica, llama la atención a Salma sobre su inapropiada, para una viuda, forma de conducirse con el abogado. Además aparece el personaje de la periodista, amiga de la esposa del ministro, que no vacila en hurgar en la historia a fin de explotarla de manera sensacionalista y ascender en su carrera, y el subsidiario pero importantísimo papel de la justicia hebrea, que, como es lógico en causas entre palestinos y judíos, siempre se pone de parte de éstos, sin que a los palestinos, que están obligados a someterse a ella, no puedan oponerse.
Un drama riquísimo y complejo en su hora y tres cuartos de duración que, aunque no del todo, elude algunos aspectos que amenazan con su derrumbe. Riklis acierta al no caer en la tentación de que el hijo de Salma y la hija del ministro se conozcan y se entiendan en Washington, pero cae sin embargo en forzar una inverosímil incipiente historia de amor entre Salma y el abogado (hubiera sido quizá más conveniente encauzarla hacia una especie de “adopción” por parte de una madre que vive sin su hijo de un hombre caótico y solitario que vive sin su familia). Por el contrario, mantiene un pulso que no escapa del humor y la ironía y que, alejado de los aspectos más escabrosos del conflicto (los atentados, los ataques, la muerte), apuesta por hacer una denuncia del miedo que ambas comunidades, por desconocimiento y por el consecuente odio inoculado durante siglos, sufren desde hace décadas y que encuentra en las ramas y las sombras de los limoneros y en las verjas y el muro la cortina que les impide mirarse, hablarse y entenderse su materialización, así como por un futuro optimista que, partiendo de la equidistancia de derechos y la comprensión mutua, sin olvidar la amargura y los malos tragos, pueda reunir a ambos pueblos en un porvenir alejado de desencuentros y crueldad en el que la generosidad, el humor y los deseos de entenderse y compartir tengan cabida.