Desalojos es una caja simétrica donde caprichosamente colocamos nuestros recuerdos hasta que alguien llega y le da la vuelta para tirarlo todo. El orden, entonces, se convierte en caos, de la misma forma que la vida deviene en recuerdos. Desalojos es también una cinta de vídeo muda, donde una voz en off nos relata aquello que vemos en forma de no confesiones, pues todo se limita a un travelling de imágenes donde las palabras se han quedado huérfanas de sonidos dentro y fuera de la caja de madera: «Lo tenía todo preparado para hacerte feliz/ y llegué tarde./ No pude evitar que te fueras sabiendo/ que conmigo habías fracasado». Y ahí nos quedamos, mirando a la muerte de la misma forma que contemplamos una vida que no entendemos. Gritamos desesperados por el auxilio de una voz que ya no escuchamos, y por la presencia de un cuerpo que ya no vemos, e igual que en una película de ciencia ficción arremetemos contra nuestros sueños para creer que dejarás de ser cuerpo y pronto serás parte de una tierra donde podremos depositar nuestros maltrechos pies: «Sueño tu cuerpo como hierba/ acariciando mi cuerpo rendido en la espesura».
Y las palabras buscan unas huellas que otros se han dedicado a borrar, y como no encuentran tu rastro, el viaje se convierte en una singladura escasa por ridícula: «me hice tan pequeña como una ciruela/ en algún lugar entre las paredes de mi estómago». Y el mundo que hasta entonces conocíamos se escapó entre las paredes de un techo que de pronto dejó de existir: «¿Vas a enseñarme a vivir?/ Te dejaré tocar mi colección de cáscaras/ compartiré contigo las uñas que guardo en los/ bolsillos». Hasta que alguien llama a nuestra puerta: «Amar la nieve no me ayuda a resistir el frío./ Desmonté las calles de una ciudad tras otra/ para alimentar el fuego/ y me puse a vivir/ entre las hogueras». Y entre las hogueras aparecieron de nuevo las palabras: «Antes de nacer ya te llevaba escrita... Te permitiría sobrevivirme».
Ángel Silvelo Gabriel.