Espejo negro es un lugar donde la familia es el primer soporte al que acudir cuando ya estamos manchados de fango. Difícil parto el de la vida bañada de iniciales reproches: «No mamá/ no quiero que mis hijos coman tierra/ no quiero que me devoren», para de ese modo intentar salir de nuevo a flote, porque la hija manchada de la sangre de la madre quiere ser también tierra y mar, sol y fuego, por mucho que se niegue a sí misma la posibilidad de un nuevo alumbramiento: «Eventualmente paso días sangrando (por negarme a ser madre)./ El vientre vacío sangra/ exagerado e implacable como una mujer enamorada». Amor teñido también de sangre, sexo libre de taras, sexo a secas, sexo desnudo de sueños y promesas: «Amo a ese hombre misógino./ Deseo su sexo descarado que pasea de aquí para allá/ que entra donde como y cuando él lo desea/ vomita su odio en mí y se va». Las fronteras del deseo están llenas de espinos o tojos con sus puntas afiladas. En Espejo negro los pinchazos son alertas; sirenas de socorro para seguir huyendo hacia el abismo. Manicomios sin prozac, camas envueltas con sábanas negras. La ausencia del color es el mayor tributo a la luz, esa que camina con paso firme por nuestras entrañas; un lugar para el que no hay llaves ni contraseñas, porque ahí abajo, en lo más hondo, es donde se encuentra la clave de nuestra existencia: «No tengo casa a la que volver/ ni esperanza de la que colgarme/ por eso camino».
Ángel Silvelo Gabriel.