McInerney, incansable narrador de la última parte del way of live americano, en su narrativa siempre trata de ejercer de contrapunto a esas luces de neón que plagan de reflejos de irrealidad a las noches neoyorquinas y norteamericanas, y lo hace con el desdén de aquellos que han triunfado y se han hundido en más de una ocasión. Una especie de tobogán vital y literario que ya se encuentra presente en su primera y célebre novela, Luces de neón, y que sigue su búsqueda en la trilogía del matrimonio Calloway de la que, La buena vida, es su segunda entrega tras Al caer la luz. Esa perseverancia literaria, que tan presente se encuentra en Fitzgerald, y de cuyo estilo literario se nutre McInerney, es una forma de narrar que arranca de esa parte íntima y lírica que poseen todas las tragedias, para a partir de ahí construir universos personales y literarios forjados en la penumbra de las desdichas que abarcan espacios universales. Digno componente de la última parte de lo que en su momento se dio en llamar como La gran novela americana, McInerney disecciona a la ciudad de Nueva York y a sus gentes con la pericia del observador que sabe bien de lo que habla, porque no en vano, es una víctima más de la ciudad; ciudad que ve, escucha y sondea como un minero de almas solitarias. De este modo, sus novelas, se sustentan, en un buen número de personajes secundarios que nos ayudan a comprender y acotar a sus protagonistas. En el caso de La buena vida, Corrine lo hace en Luke, mientras que Russellqueda un poco difuminado por su apática forma de afrontar la muerte su amigo Jim en el 11-S.
Serotonina es la desesperanza en el amor y en el propio individuo. Su protagonista tiene todo al alcance de su mano y, sin embargo, renuncia a ese todo, incluso a sí mismo. El miedo a ser feliz es el antídoto con el que naufraga en su propia derrota. La hondura de la soledad del hombre en un mundo superpoblado, le lleva a Florence-Claude a huir lejos de París, de la civilización y de los otros. El refugio anhelado se transforma en la búsqueda de la libertad; una libertad que él cree que encontrará en la juventud a través de un amigo universitario que, como él, huyó de la gran urbe. No obstante, esa huida no es nada placentera, porque está vigilada y condenada por unas instituciones, las europeas, que son expertas en globalizar vidas y derrotas, fracasos y muertes, como quien da limosnas a los pobres a la salida de una gran iglesia. En estas conjeturas de lo incierto el protagonista de Serotoninay su amigo Aymeric no son más que dos claros ejemplos de lo ineficaz que resulta reivindicar ese otro mundo en el que todavía tenía sentido formar una familia o cultivar tu propia tierra. Ya no hay campos que sembrar ni mujeres a las que amar, pues todo se ha transformado en un paisaje oscuro; un paisaje con una densa niebla que no nos deja ver más allá de nuestros propios pies. Sin embargo, levantar la mirada y observar el horizonte es un acto heroico para el que ya no están preparados nuestros corazones, pues éstos hace tiempo que se pararon en las inciertas alegorías que reinan sobre la perturbación de las emociones. Justo, allí, donde nos hemos quedado a esperar más allá de toda esperanza.
Los asquerosos de Santiago Lorenzo es una crítica atroz y sin disimulo hacia todo aquello que le chirría a su autor: el Estado, el orden, la policía, los antidisturbios, la policía o la ley mordaza, que cercena más de lo lógicamente deseable nuestra libertad. Todo ello es susceptible de ser abordado por un escritor que apunta al mundo con una escopeta de madera cargada con pinzas de ídem, y con ello, poner en el disparadero a una sociedad dominada y enfervorizada por el control total de todos y cada uno de nuestros actos. En este sentido, un negocio seguro en esta época es el de las empresas de seguridad, pues todas ellas se muestran más que dispuestas a instalarnos cámaras en todos y cada uno de los espacios que antes pertenecían al ámbito privado. Esa huida inicialmente no consciente, pero luego deseada, es en la que se refugia Manuel. De ese modo, Zarzahuriel pasa a convertirse en uno de los estandartes de esa España vacía que cada día crece más que los aullidos de los lobos en las sierras perdidas de nuestra geografía. En esa dificultad ante lo cotidiano es donde surge el heroísmo de un joven de 25 años que es capaz de apoderarse de su propio destino y, a la vez, reírse de él. Aquí cabe apuntar que la historia de Los asquerosos surge de un hecho sorprendente e inesperado y, que junto a la parte final de la novela, es lo mejor de una historia única, tanto en su planteamiento como en su final. La única pega a todo ello sea, quizá, la profusión en las artes de buscarse la vida, la hondura en sus artes del bricolaje y la originalidad sobrevenida que puebla muchas de su páginas, demasiadas quizá, pues en ocasiones, a pesar de que no rompan el ritmo de la misma por la inusual capacidad de su autor de inventar situaciones y neologismo que, como él mismo nos dice, se explican por sí mismos sin necesidad de buscarles un significado en el diccionario, aíslan a la novela de en cuanto a la oportunidad de darle a la novela un cuerpo más compacto, pues el mensaje está suficientemente enviado y entendido, lo que sin embargo no desdeña el valor de la misma, pues no se nos debería olvidar que en los tiempos que corren no es fácil estar tan lejos del mundo y tan cerca de todo.
Stefan Zweig, La tinta violetaes una extraordinaria semblanza del escritor austriaco que nos revela la buena faceta de periodista de Jesús Marchamalo, pues éste sabe apoderarse de esas anécdotas que hacen de sus retratos literarios un reflejo singular y único del personaje que nos muestra. Este librito, como lo tildan sus autores, es una certera mezcla de los elementos de una vida que, en sus inicios, fue feliz y muy prolífica, viajera y reconocida como pocas y, que en su última parte, devino en una huida de sí mismo y del miedo a perder la libertad propia y ajena; una pérdida de la libertad individual y colectiva de un mundo que se transformó en oscura noche. Un mundo que le llevó a refugiarse en un lugar donde solo cabían él y el terror a perder su esencia. Ese miedo metafórico a la noche fue el que le llevó al suicidio. Suicidio ordenado y muy bien pensado. No obstante, antes de marcharse, dejó escrito en una nota: «Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy de aquí antes que ellos». Una sentencia no exenta del reconocimiento de la derrota, pero también, de la fuerza de los héroes, pues no en vano, él fue bautizado como: “El peluquero de los héroes”.
En los cinco relatos que componen El revés y el derecho, así como en el discurso que pronunció el 10 de diciembre de 1957 cuando recibió el Premio Nobel de Literatura y en la conferencia que días más tarde pronunció también en Estocolmo bajo el título de Discurso de Suecia, podemos apreciar esa ambivalencia de Camus a la hora de enfrentarse a su vida desde la desnudez de sus recuerdos: «Los principios debemos colocarlos en las cosas grandes; para las pequeñas basta con la misericordia»; y a la vida, desde su fiel compromiso con el hombre y su destino, porque como él mismo dijo: «He aprendido acerca de mí mismo, y sé de mis limitaciones y de casi todas mis debilidades. He aprendido menos acerca de los seres, porque mi curiosidad se refiere más a su destino que a sus reacciones, y los destinos se repiten mucho.» En este sentido, su lucha contra los totalitarismos que le tocaron vivir es firme y sin fisuras, tal y como se puede apreciar en sus dos intervenciones públicas en la ciudad de Estocolmo de 1957. Su destino, como artista y como hombre, estaba y está unido al de toda la humanidad. Su fórmula para no repetirlo: las palabras. «Aquella comarca me devolvía al centro de mí mismo y me enfrentaba con mi angustia secreta… ¿Cómo explicarlo? Cierto es que ante esa llanura italiana, poblada de árboles, de sol y de sonrisas, capté mejor que en otros lugares el olor a muerte e inhumanidad que llevaba un mes persiguiéndome. Sí, esa plenitud de lágrimas, esa paz sin alegría que me llenaba, todo eso no estaba constituido sino de una conciencia muy clara de lo que no volvía a mí: de renuncia y desinterés… Necesitaba una grandeza. La hallaba en el hecho de confrontar mi honda desesperación y la indiferencia secreta de uno de los paisajes más hermosos del mundo. Sacaba de él fuerza para ser a un tiempo valeroso y consciente» Y lo hizo. Lo hizo bajo la luz que ilumina los recuerdos y sus emociones.
¿Por qué debemos reverenciar el ritmo de Lucia Berlin a la hora de marcar los latidos de su prosa? Quizá, porque, sin duda, pertenece a escuela de escritores norteamericanos que han hecho del fracaso y la desidia toda una poesía de la heroicidad y de la derrota. Carver, Bukowsky y Fante en su vertiente más errática. O Capote, en su vertiente más despiadada y morbosa. Es cierto que la obra de Lucia Berlin es comparada con cierta asiduidad con la del poeta y escritor, Williams Carlos Williams, que aborda la creación desde una realidad capaz de despertar la imaginación de quien la percibe, algo que también lleva a cabo Berlin en sus relatos, pero sin dejar de ser menos cierto que la realidad le sirve a ella para crear obras de ficción que no son ni buscan ser un retrato exacto de la realidad, sino un aparte donde el proceso creativo que la transforma es el verdadero protagonista de la misma. Esa mezcla, no obstante, no distorsiona aquello que se nos quiere narrar, sino que le proporciona a la historia contada márgenes de no realidad que de otra forma no existirían. Y es ahí, donde se encuentra una buena parte de la fuerza como narradora de Lucia Berlin que, al igual que el nadador del cuento de John Cheever, va atravesando los setos de las casas ajenas para zambullirse en sus piscinas y respirar algo de libertad cuando se encuentra debajo del agua, como si ese elemento acuoso fuese el medio en el que evadirse de todo aquello que le persigue y atormenta. Una muestra de libertad que también se aprecia en su técnica narrativa, donde los giros sorprendentes e insospechados, así como las expresiones festivas, populares o simplemente chisposas, forman parte de sus relatos de una forma natural, lo que contrasta con la solidez de la pérdida o el fracaso que persiguen a sus personajes, siempre envueltos en fases de rehabilitación o búsqueda. La búsqueda de la luz al otro lado del edén.
Buscar aquello que fuimos entre la niebla que se extiende por la geografía del silencio. Entre paredes que ya no son, y árboles que se sumergen debajo del agua. El atlas de la vida reconvertido en un fugaz espasmo del pasado. Pasado reconvertido en nieve. Nieve que se derrite y solidifica con el paso del tiempo. Nieve como estaciones que se suceden sin más propósito que dejar las huellas del tiempo pasado. Un tiempo en el que se pueden recuperar los dioses perdidos, los guerreros muertos y las batallas sangrientas de las que ya nadie se acuerda. Grosellas de color rojo que tintan la memoria de pasión, muerte y olvido. Árboles de hoja caduca quemados por el paso del tiempo y hojas secas dibujadas sobre un papel de fondo blanco. Terrenos oníricos en los que siempre cabe la posibilidad de dar vida a la muerte, al recuerdo, a la memoria, a la infancia…, y a los padres. Miradas sobre uno mismo que devienen en falsos espejismos como si todo fueran sombras en un bosque de noche. Bosque helado y solo iluminado por un mar de estrellas. Estrellas como nada más que se pueden ver en el campo. Lejos de la ciudad. Del ruido. Y la luz. Estrellas que iluminan aquellos caminos que recorrimos una vez. Lucecitas que nos recuerdan que un día fuimos felices sin nada, con tal solo mirar al cielo y ponernos a soñar. Lucecitas que sostiene los hilos invisibles de una Luna portentosa, perenne y que solo pueden llegar a ver aquellos que saben de lo que está fabricada la noche: de silencios, ausencias, ruidos y ecos olvidados y, sin embargo, tan presentes. Todo eso y más es Memoria de la nieve de Julio Llamazares... Memoria de la nievetambién es pasear por la vida sin pisarla, sobre sendas que ya forman parte del pasado si no fuera por los recuerdos, tan presentes, como la nieve en invierno o efímeros como la noche en verano. Memoria de la nieve es una sucesión de estaciones. Estaciones de los sentidos que no se dejan atrapar por todo aquello que no merece la pena ser recordado. Memoria de la nievelevanta la iconografía de esa España olvidada a través de un rico léxico rural que apenas ya nadie conoce y que, sin embargo es muy evocador: urces, muérdago, marzales, pedernales... Fuerza sublime las de las palabras que nos llevan, una vez más, allí donde no creíamos que pudiésemos llegar. Memoria de la nieve es perderse entre la espesura del bosque y la sinuosidad de una niebla que no es de caramelo, pero sí evocadora de todo aquello que ya no somos: «No existe otra espiral que el bramido del tiempo».
¿Quién te crees que eres? es una magnífica versión de la mejor prosa de Alice Munro. Sencilla e hiriente sin dejar de ser intensa. Astuta sin menospreciar la sorpresa. Y genial sin desdeñar de los brillos oscuros que subyacen en muchas de las experiencias de Rose; mujer hecha a sí misma y que siempre trata de no engañarse a sí misma, pues aunque lo haga en ocasiones, al final encuentra el valor suficiente para salir adelante en sus luchas internas; luchas en las que finalmente vence la necesidad de libertad y la expresión cristalina de su nomadismo vital. En esta ocasión, ese nomadismo vital vendrá impregnado del amor y sus múltiples versiones que la autora fija más en las posibilidades, que por una u otra circunstancia nunca se llevan a cabo, que en su culminación. Una interrupción vital que sin embargo la llevará hasta los recuerdos más profundos de su adolescencia, aquellos que la han marcado para siempre sin que ella se dé cuenta de ello hasta el final. Este reto de Rosea su destino y sus aristas, es un constante juego de sinergias en el que la fuga y el naufragio se trasponen en ímpetu y grandeza. Igual que el amor que te despoja del mundo.
El hombre solo frente al mundo. Su desubicación como sujeto social. El rechazo a los otros. A los inadaptados desde su punto de vista y a sí mismo. El sutil y atroz dibujo de esa fina línea que divide los universos contrapuestos de lo general sobre lo individual. Donde lo general es una especie de apisonadora insensible. Ciega. Y sorda. Una apisonadora que permanece impasible ante la caída. El retrato de Bloch, el protagonista de El miedo del portero al penalti; una novela que ubicó en el mundo literario a su autor, el escritor austríaco Peter Handke, es el de uno de esos inadaptados que circulan por las calles de las ciudades —como por ejemplo le ocurre al protagonista de la novela Hambre del escritor noruego Knut Hamsun por Christiania— sin otro sentido que la necesidad de justificarse de algo, en este caso, de su aislamiento. Bloches un hombre sin más voz que la interior, pues la que expresa al mundo a través de su boca es inconexa. Aturdida. Incluso salvaje. El miedo del portero al penalti simboliza muy bien ese desarraigo existencial del individuo frente al mundo que le ha tocado vivir. Handke, a través de su protagonista, lo expresa frente al aislamiento que muchos seres humanos sufrieron tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Un aislamiento, el de los hijos de esa posguerra, que nacieron sin nada, muchos de ellos huérfanos, solos, y sin otro arraigo que el de la intemperie de la soledad y la furia de la derrota. Un vértigo ante la vida que representó muy bien Kafka a través de los personajes de sus relatos, muchos de ellos atrapados dentro de un mundo interior repleto de murallas sin puertas ni llaves con las que abrirlas. Ese desasosiego interior que deviene en la paranoia de la barbarie del individuo frente a la sociedad, y que se representa muy bien a través del crimen sin dolo, pesar o cargo de conciencia, ya lo representó muy bien Albert Camus en su novela El extranjero, donde proporcionó a Meursault de todas las herramientas posibles para hablarnos del absurdo y de las consecuencias que esa falta de sentimientos tenían sobre la raza humana. Una civilización condenada al fracaso, pues la conducían a la deriva de la tiranía de unos gobernantes que, con su poder y sus fauces, nada más que causarían muerte y destrucción a gran escala. En todo eso es donde Handke se refugia para pintarnos este retrato de un portero de fútbol que siente que se ha perdido, pero que no sabe cómo expresarlo más allá de unir acciones automáticas e inconexas.
Ángel Silvelo Gabriel.